Sunday, April 17, 2011

XABIER GALARRETA CUANDO LLAMA LA NOCHE

XABIER GALARRETA

CUANDO LLAMA LA NOCHE

Título Original: Gauak Gauari
(Traducida por el autor)

* * *

AURKIBIDEA

Un gatito en medio de la solitaria y misteriosa noche

El viejo amigo Friedrich, el Club "Caribahamas" y Justiñe

Tal vez, camino del infierno

En el cielo con la joven mujer

¡Vaya un loco de recepcionista!

En sueños

Un pequeño escándalo y una oferta de trabajo

El desconocido y el "favor" que éste le pidió

¡Qué bella es la música!

Otra vez en la calle

La mujer abandonada

Recorriendo el mundo

Cuando llama la noche

¡Hay que detener el tren como sea!

De regreso a casa

* * *

UN GATITO EN MEDIO DE LA SOLITARIA Y MISTERIOSA NOCHE

Edmundo Hiriart no estaba acostumbrado a vivir con veracidad. Y sin temor alguno a equivocaciones, también podría afirmarse que, desde lo más profundo de su ser, despreciaba la posibilidad de vivir una vida verídica.
Al tratarse de una persona de oficio mediocre, resultaría más bien difícil -en ese sentido, al menos- hallar en él un atractivo especial. Trabajaba de oficinista, y cuanto más se sumergía en aquella oficina, mayor era el asco que cobraba a su trabajo.
Caminaba por una avenida de regreso a casa, y aunque daba la impresión de estar sumergido en sus pensamientos, no hacía sino mirar a su alrededor. Porque excepto mirar y observar, no tenía pensamiento alguno en mente, razón por la que dirigía su atención a todo lo que pudiera hallarse dentro de su campo visual, haciéndolo con una curiosidad que parecía estar muerta en sus ojos: tantas veces había paseado por la misma avenida, siempre de regreso del trabajo a casa...
Era viernes. Ello quería decir que al día siguiente no tenía que ir a la oficina. El inmediato fin de semana podría pasarlo en casa sin salir: alquilar algún vídeo de terror, continuar leyendo el libro, comer y dormir... Tal vez llamara a su amigo Edorta. Aunque es preciso aclarar una cosa: a Edmundo no le gustaba demasiado la calle; amaba la vida hogareña.
El teléfono de Edorta era uno de los pocos números de teléfono de los que disponía. Y a pesar de todo, no lo utilizaba salvo en raras ocasiones. Tal vez alguien piense que Edmundo era una de esas personas intratables o una especie de advenedizo antisocial. De ninguna manera. Su único problema era estar condenado a un modo de vida exento de relaciones y amistades. Nada más.
En el trabajo tenía dos compañeros. Uno de ellos, el llamado Patxiko Lezama, era propenso a reír de un modo escandaloso a causa de cualquier nimiedad, y aquél modo desconsiderado de reírse era lo que sacaba a Edmundo fuera de sí. De todo ello resulta fácil deducir que Edmundo era una persona inquieta y, tal vez, algo irascible.
Por lo que respecta al otro compañero de oficina, respondía al nombre de Daniel Uslar, y a pesar de ser un hombre casado y de tener bien cumplidos los cuarenta y pico años (pico largo), era tan tímido, que cualquiera que lo conociese lo tomaba por un solterón empedernido. Además, tras de esa timidez, a Edmundo le parecía descubrir una suerte de sentimiento oscuro, violento. Algo que no podía ser bueno. "Algunas personas", solía pensar, "un buen día suben a la azotea de su casa armadas de una escopeta y se lían a tiros contra el primero que pasa en ese momento por la calle". Daniel Uslar, al menos a los ojos de Edmundo, bien podría ser una de esas personas. "O de esos que ante la sociedad interpretan su papel de pacífico marido y, tan pronto como el mundo les da la espalda, comienzan a matar a diestro y siniestro prostitutas, ancianitas, dulces niñas...". Las peores cosas se le ocurría pensar siempre acerca de este compañero suyo.
En el fondo, eran tres hombres muy distintos entre sí y que por mera casualidad habían coincidido en la mediocridad de aquella sórdida oficina. Así es que, fuera de la jornada laboral diaria de ocho horas, era imposible que pudiera surgir una relación amistosa entre ellos.
Edmundo juzgaba su trabajo de fastidioso y aburrido. Y fue tal la influencia que llegó a tener en su vida, que incluso él mismo acabó volviéndose fastidioso y aburrido. Pero nunca se dio por vencido; al contrario, continuó creyendo con fe ciega que algún día embarcaría en un mercante y conocería todos los países del mundo uno por uno. Sin embargo, habían pasado ya cuarenta años desde que viniera al mundo y, al pensar en ello, veía acongojado que, lo que constituía casi su único sueño, había ido también poco a poco destruyéndose, aún a pesar de que en los últimos quince años aquél sueño había llegado a constituir su única meta y razón de vida -casi hasta la obsesión y el desvarío-, sobre todo en aquella época, cuando era más joven, cuando aún le quedaba fuerza para soñar.

***

Edmundo Hiriart torció la esquina, y, de imprevisto, ocurrió algo que habría de cambiar los planes que de antemano había ya hecho para aquél fin de semana.
Se topó de frente con un animal que le miraba con fijeza: un gato negro y de ojos extraordinariamente brillantes. El cuerpo del animal permanecía inmóvil y semirretorcido, listo para huir como para atacar, al acecho desde esa postura que tan sólo los felinos saben adoptar.
Edmundo quedó como pegado al suelo, sus ojos también fijos en los ojos del animal. O, mejor dicho, sin poder apartar la mirada de esos ojos que parecían estar trabajados a fuego. Y como sobrepasado por un sentimiento difícil de analizar -incluso para él-, se volvió rápidamente y se alejó del lugar a grandes zancadas. Por un momento creyó que acababa de toparse con la solitaria y misteriosa noche.

***

No acertaba a hallar una explicación que pudiera aclarar su absurdo comportamiento. ¿Por qué había salido huyendo? Si no tenía razón alguna para tener miedo de un inofensivo gato, ¿por qué había abandonado el lugar con tanta precipitación? No podía entenderlo. Y por un momento, se dijo a sí mismo que no deseaba entender nada. Sólo quería alejarse de allí, para estar lo más lejos posible de los ojos de aquél gatito de peluche negro. Fue entonces cuando se percató de que el cansancio le estaba confundiendo. Y decidió que: "Sólo una buena parranda puede aliviarme de esta fatiga". Vio una cafetería que todavía permanecía abierta y entró decidido.

***

-¿Qué va a ser? -le preguntó un camarero con aspecto de boxeador, como si servir a los clientes fuera la cosa más insoportable de este mundo, o como si precisamente a aquél cliente le hubiera cogido manía o algo parecido.
-Pues... Un cortado... Sí. Y... también un pincho de tortilla- le respondió Edmundo sin reparar en estos pormenores.
Iba ya el camarero a ocuparse del café y del pincho, cuando la voz de Edmundo le detuvo:
-Y un whisky -añadió sin tartamudear (ya que a menudo tartamudeaba al hablar, sobre todo tratándose de personas a las que no conocía).
El silencio era sepulcral.
Permanecía pensativo recordando los ojos del gato negro, y así hasta que hizo un gesto brusco con la cabeza, como si en ese gesto deseara hacer desaparecer la imagen del animal que obstinadamente le perseguía -y, sobre todo, sus ojos.
El camarero le trajo el cortado y el pincho.
Aquella tortilla marrón y de aspecto pesada parecía fuera a comerla untada en el café.
-Perdona, pero falta el whisky -le hizo observar con la misma actitud indiferente de antes.
Sin responder, el camarero fue y le trajo la copa de whisky olvidada en el otro extremo de la barra. "Este camarero anda como un astronauta perdido en un cráter" pensó reparando por primera vez en él. "Y a decir verdad", continuó Edmundo pensando para sus adentros, "también yo me siento un poco como él, es decir, un poco astronauta y un poco cráter. Y mientras tanto, los planetas girando sin cesar a mi alrededor. ¡Ja, ja! ¡Fantástico!".

***

Una voz le sacó de su abstracción interior:
-¡Eh! ¡Eh! ¡Oiga!
Al levantar la vista hacia el semblante que tenía delante, se topó con un rostro joven y cansado. Edmundo pensó que aquél rostro era el mismo que el suyo cuando era joven, es decir, un rostro joven y cansado, como si en poco años hubiera tenido muchos -demasiados- sueños malogrados.
-¿Sí...? -acertó a exclamar Edmundo con timidez y asombro, levantando la vista.
-¡Que ya es hora de cerrar! -insistió el camarero perdiendo la paciencia.
"Has decidido que ya es hora de salir del cráter, ¿verdad?" pensó Edmundo.
Le alargó un billete arrugado. El cajón de la caja al abrirse hizo un ruidito de campanilla.
"¡Klinnng!"
Vació la copa y salió a la calle, dejando la mitad del pincho en el plato sin haberlo probado.
-¡Merde! -exclamó deteniéndose de súbito. "He olvidado los cambios en el mostrador". Pero no regresó a por ellos. "Si vuelvo a entrar ahí dentro, vete a saber si ese jodido cabrón no me pedirá ayuda para cubrir de tierra su cráter", pensó malhumorado.
Edmundo no estaba acostumbrado a beber. Y había pasado mucho tiempo desde que tomara su última copa. Sin embargo, a partir de su encuentro con el gato negro, le parecía que todo había cambiado, como si alguien le hubiera hecho un embrujo. Y las mismas calles le provocaban de modo diferente. Ya no quería ir a casa; un vivo deseo de caminar por las calles se había apoderado de él. Y al pasar de nuevo por aquellos lugares que tan bien conocía, le parecía descubrir algo nuevo, algún detalle en el que nunca antes había reparado. Se sentía joven. Al contrario que los últimos meses, le parecía haber recobrado una vez más la juventud. "Avanti, colega. ¡Hop! ¡Hop!", exclamaba para sí.
Se detuvo ante una cabina de teléfonos, dudando entre llamar a Edorta o no llamarle. Por fin, decidió que sería mejor dejarlo para otro día. "Ya le llamaré mañana, o...".
Había comenzado a andar, cuando alguien gritó su nombre. La voz venía de detrás suyo. Desde el interior de un coche, una fila de dientes inmaculados le sonreía. Por un momento, fue como si el sol le hubiese cegado. Al principio no recordó de quién podía ser aquella brillante hilera de dientes. Luego, cuando pudo ver mejor a la persona que bajó del coche para a continuación acercársele, se apercibió de que era la de un viejo amigo que hacía tiempo no veía. "El viejo amigo Friedrich" murmuró, sin alegría.

EL VIEJO AMIGO FRIEDRICH,
EL CLUB "CARIBAHAMAS"
Y JUSTIÑE

-¡Ya sabía yo que la noche de hoy iba a ser especial!
-Friedrich... Ha pasado el tiempo, desde que estuvimos juntos por última vez...
-¡Trece años y pico! -respondió Friedrich con una abierta sonrisa.
-¡Más que suficiente! -contestó Edmundo en tono burlón, reparando al mismo tiempo en el coche y ropas de su amigo.
Friedrich siempre vestía trajes de muy buena calidad (la cazadora de cuero que llevaba puesta bien valdría el sueldo que Edmundo no ganaba ni en tres meses). Y aun cuando Edmundo nunca había llegado a adquirir la costumbre de vestir bien -lo cual es fácil de entender, ya que nunca había llegado a ganar más del sueldo mínimo de un oficinista sin titulación especial-, aún así le agradaba estar junto a una persona bien vestida.
-¿A dónde quieres ir? -le preguntó Friedrich a Edmundo cogiéndole del brazo y empujándole hacia el coche.
Antes de que pudiera contestar nada, Edmundo se halló dentro del coche, sentado a la fuerza en el asiento contiguo al conductor. Aquella chatarra bien planchada estaba por dentro bien provista de lucecitas rojas y verdes. "Muy adecuada para explotar cráteres", se dijo Edmundo.
-Trece años, chaval. Un buen montón de años, ¿que no? -continuó Friedrich dando amistosas palmaditas en la espalda de Edmundo.
Edmundo permanecía callado. Hileras de farolas y semáforos se sucedían interminables. "La noche de La Gran Ciudad siempre temerosa de la oscuridad...", pensó. Y se sintió como un poeta barato.
-¡Cuidado con ese coche!
Friedrich lanzó una carcajada y respondió en tono chillón, alegre:
-Ah, "Don Prudencio". Ja, ja. Sigues siendo el mismo. -Luego, cambiando de conversación, añadió-: Conozco un lugar al otro lado de la ciudad. Siempre está lleno de chicas y chicos muy agradables. Si te parece bien, podemos acercarnos a echar un vistazo.
Lo último que podía ocurrírsele a Edmundo era entrar en un lugar divertido. "¡Un lugar lleno de humo, música estridente y seres bulliciosos!". La sola idea le hacía temblar hasta la médula. De todos modos, puesto que aquél viernes nada tenía que ver con los demás viernes, no hizo objeción alguna a la propuesta de su amigo. Y tal como reza el viejo refrán: quien calla, otorga.
La verborrea de Friedrich parecía no tener fin. Al principio, Edmundo le prestaba atención. Pero al cabo de unos pocos minutos, era incapaz de seguir el charloteo disparatado de su amigo, y a partir de entonces, se limitó a asentir con la cabeza a todo lo que éste le decía.
Luego se sumió en sus propios pensamientos, y casi dejó de prestar atención a todo aquello que tenía a su alrededor. "Mejor sería", pensó, "abandonar de una vez por todas aquello que nos une a la calle, antes de dejar abandonado a su suerte aquello otro que nos une a nosotros mismos". Y se sintió un poeta aún más barato que antes. Por otro lado, Edmundo hacía ya mucho tiempo que había dejado de prestar oídos al mundanal ruido, ya que el mundo hacía ya tiempo que para él sólo era algo parecido a un recuerdo. Unicamente se le hacía comprensible aquél mundo interior en el que buceaba, y ello no porque su propio mundo -por llamarlo de algún modo- lo hallara más lógico que ese otro, sino porque ya se había acostumbrado al suyo propio. "Luego de cuarenta años, uno acaba aprendiendo a soportarse", solía decirse a menudo, sarcástico.

***

Friedrich aparcó el coche junto a un lugar salpicado por reflejos intermitentes de luces de neón. En un toldo de aspecto ovalado, se podía leer el nombre de Caribahamas, escrito en letras de color naranja-chillón. Un hombre vestido de uniforme abrió a Edmundo la portezuela del coche. El robusto portero, de unos cincuenta años, con aspecto de boxeador o delincuente, le saludó con una reverencia, mientras Edmundo permanecía en el interior del coche, sin decidirse a bajar del mismo. Tenía unas ganas terribles de salir corriendo de aquél lugar y de enviar a Friedrich a hacer gárgaras. Y exactamente lo mismo hubiera hecho con el Caribahamas y con aquél ridículo conserje. Perder a todo el mundo de vista. "¡Al carajo! ¡A tomar por saco! ¡Al diablo todo el mundo!", mascullaba para sí. Pero la voz de Friedrich le apremió a tomar una decisión.
-¿Vas a pasar ahí dentro toda la noche?
Edmundo sacudió la cabeza y, tras lanzar una mirada recelosa al conserje del Caribahamas, salió por fin del coche. "Según parece", pensó con resignación, "hoy me ha tocado limpiar los retretes de Dios". Y en esta ocasión sí que se sintió como un gran poeta.
Mientras Friedrich y Edmundo entraban en el local, apareció un botones que se llevó el coche al aparcamiento privado del club.
-¡Lo vamos a pasar de miedo! -gritó Friedrich.
Sin embargo, Edmundo se preguntaba si su amigo no se habría convertido en uno de esos obsesos sexuales. Y no le gustaba en absoluto que Friedrich le cogiera del brazo. En realidad, sólo le preocupaba salir lo antes posible de aquél lugar y de aquella situación.
Una vez dentro, Friedrich hizo de guía.
-Tranquilo. Nos acercaremos a la barra. Además, tan pronto como empiece la función apagarán esos focos.
Murmurando entre dientes algo que parecía ser una suerte de oración pirata, siguió a Friedrich hasta la barra, en donde un camarero vestido de etiqueta y que parecía recién duchado y salido de un cráter les preguntó qué deseaban beber.
-Para mí un pacharán -pidió Edmundo con un fúnebre tono de voz.
-¿Qué te pasa, Edmundo? No pareces muy animado -le hizo notar Friedrich. E inmediatamente se perdió en la contemplación de una chica que estaba junto a la barra. Luego, acordándose otra vez de Edmundo, preguntó-: ¿Sigues todavía con aquella chica, cómo se llamaba... con Justiñe?

***

Edmundo no le respondió, hacía mucho que no recordaba aquél nombre. Habían pasado unos cuantos años, bastantes, desde que mantuviera una relación larga, y no demasiado fácil, con una mujer llamada Justiñe. Un día la descubrió con el amante en la cama y ese día acabó todo entre los dos. Compró un apartamento al otro lado de La Gran Ciudad y nunca más regresó. "¡Al carajo! ¡A tomar por saco! ¡Al diablo todo el mundo!". A veces, se preguntaba si actuó bien. Tal vez hubiera sido mejor haber continuado siendo un cornudo antes que precipitarse en aquella soledad desnuda y eterna. De todas maneras, lo hecho solía darlo por bueno la mayoría de las veces, ya que no podía soportar la sola idea de que Justiñe pudiese acostarse con otro hombre. "Además, yo siempre le fui fiel, y nunca le di motivo alguno para tener un amante". Se le escapó una risita. Friedrich le miró atónito. "¡Bah!" exclamó para sí, "lo que Justiñe me ofrecía hubiera podido ofrecérmelo cualquier otra mujer", pensó para su tranquilidad.
La verdad es que Edmundo no era muy romántico. Y, por lo que se refiere a las mujeres, nunca llegó a entender del todo la individualidad que existe más allá de las desigualdades generales afines a cada sexo, y ello puede que fuera porque en su vida no conoció a muchas mujeres, o porque no supo superar los defectos propios de su época, o tal vez porque era un cabrón sin más. "¿Qué importa?", solía decirse, "Si no hubiera cabrones, este planeta dejaría de dar vueltas. Y entonces tendríamos que empujar. Pero con energía nuclear, muchísimo mejor. ¡¡Badaboum!!".
-Bueno, ¿pero sigues con ella o no?
La voz de Friedrich le sacó de su ensoñación.
-No... no. Se acabó. La historia se acabó. ¿Vale?
Edmundo otra vez sintió que aquella estúpida tristeza se apoderaba de él. "¡Al carajo! ¡A tomar por saco! ¡Al diablo todo el mundo!".

***

Según recordaba todo esto, Edmundo acariciaba el borde de la copa con los labios. A decir verdad, haber dejado a Justiñe no le supuso, en cierta medida al menos, un golpe duro y difícil de encajar. Por supuesto, ello le trajo un cambio en su modo de vida. E incluso tuvo que adquirir nuevas costumbres. Sin embargo, al cabo de unos pocos meses, estaba ya completamente habituado a la nueva situación. Aún más, reconocía que esa sensación de haber recobrado la libertad había traído un nuevo encanto a su vida. "Ahora no es preciso dar a nadie explicaciones; ahora no es necesario estar con alguien, cuando precisamente lo último que deseas es estar con alguien", solía pensar con egoísmo... o tal vez con rencor. "¡Bah!" exclamó para sí. Quién sabe. Y aunque admitía que la soledad le apretaba fuerte a veces, sin embargo se las apañaba bastante bien viviendo así, solo, pues tenía una personalidad que, en general, se adaptaba sin problemas a esa vida de anacoreta. Conoció a Justiñe de chiripa y de chiripa también rompió con ella. Son hombres que se abandonan en manos del destino. Si no ven con absoluta claridad cuál es la decisión correcta que deben tomar, prefieren que el destino se ponga en marcha, admitiendo de antemano cualquier consecuencia que de ello pudiera resultar, sea la que sea, sin demostrar especial arrepentimiento ni alegría, como si estuvieran un poco muertos -¿acaso, seres automatizados modelados por nuestra sociedad de auto-consumo?-. Hombres así no son, por lo general, capaces de hacer surgir situaciones. Claro que siempre hay excepciones. Por ejemplo, haber abandonado a Justiñe podría tomarse por una de esas excepciones. En efecto, los hombres como Edmundo creen profundamente en que muy pocas cosas merecen la molestia de tomar una decisión; pero una vez que topan una de esas cosas, pueden llegan a ser más enérgicos y audaces que la mayoría de las personas.
-Aún es temprano.
La voz de Friedrich volvió a sacarlo de sus recuerdos y reflexiones.

***

-Las nueve y media de la noche. La mayoría de las chicas estarán cenando.
-¿Chi-chicas? -tartamudeó Edmundo.
-Sí, joer. Chicas -respondió Friedrich contento-. ¿Aún no te has dado cuenta en qué lugar estás?
Edmundo echó un vistazo hacia el lugar que su amigo le señalaba con un gesto de cabeza. Primero hacia el escenario, y luego hacia el salón en general. Había mujeres besándose con hombres en las butacas, situadas en rincones discretos, no demasiado iluminados. Algunas de esas parejas se hacían manitas con verdadero descaro. Una de ellas se puso en pie y a continuación se perdió escaleras arriba. Las escaleras llevaban hasta unas habitaciones situadas en el piso superior. "Allá arriba", pensó Edmundo, "se va acumulando todo el semen de este mundo. Día a día. Minuto a minuto. Las ganas de follar siempre más impetuosas que las ganas de vivir. A sus órdenes, capitán Pitilín! A sus órdenes, general Coñito!".
-Ya veo -dijo al fin Edmundo interrumpiendo sus reflexiones-. Hacía tiempo que no entraba a uno de estos lugares. Luego de romper con Justiñe, a menudo solía visitarlos, y así durante una larga temporada. Por fin, cansado de pillar tantas gorroneas, liendres, etc., decidí abandonar para siempre esas costumbres. Además, mi pasión hacia el sexo fue decreciendo. Desde entonces, han pasado siete años.
-Pues yo -comenzó a decir Friedrich con su voz alegre de siempre- hace diez años que vengo haciéndolo y, la verdad, no me he cansado en absoluto. Me gusta este ambiente. Por otro lado, soy absolutamente incapaz de mantener relaciones con mujeres normales. De veras, incapaz del todo. Así que, una vez a la semana, e incluso más a menudo, hago una visita por aquí.
-Esto no es un puti-club de mala muerte -contestó Edmundo-. Tienes que gastar un montón de dinero, si vienes aquí una vez por semana.
-Me van bien las cosas. Y dices bien. Sí, gasto un montón de dinero en lugares como éste. Pero eso no tiene importancia. Estoy soltero. Bueno, divorciado. Hace diez años que me divorcié. Y si quieres saber la verdad, no me arrepiento en absoluto. Y ella tampoco.
-¿A qué te dedicas? -le preguntó Edmundo cambiando de conversación.
-Puse un pequeño negocio y salió bien. Al principio, pensaba que acabaría en el arroyo. Pero luego de una mala racha las cosas se enderezaron. Y aquí estoy. No me puedo quejar. ¿Y tú? ¿Sigues aún con tus estudios? -le preguntó riéndose.
Edmundo había pasado años y años estudiando una carrera, que al final ni siquiera llegó a terminar. Para llegar al tercer curso universitario había necesitado de seis largos años, y así y todo, aún le quedó una asignatura pendiente antes de poder acabar el dichoso tercer curso. Al final, alguien le ofreció trabajar en una oficina, oferta que él se apresuró a aceptar. De allí en adelante, y por lo que se refiere a sus estudios superiores, estaba completamente acabado. Pero no así por lo que se refiere a los libros, ya que continuó siendo un lector infatigable. De hecho, puede que fuera esa la razón de no haber terminado sus estudios: pasaba más tiempo leyendo que preparando los exámenes. Además, al estar horas y horas leyendo novelas, las asignaturas de la carrera se le acabaron haciendo cada vez más aburridas e insoportables. "Quien ama de verdad la cultura tiene derecho a tomar un atajo", solía decirse a menudo, "el atajo del Minotauro...", solía añadir con una risita.
-Mira -dijo Friedrich-, parece que ya han acabado de cenar.
Un grupo de chicas y chicos entraba en ese momento en el local. Algunos lanzaban carcajadas y todos hablaban animadamente. En medio de este grupo, a Edmundo le pareció distinguir un rostro familiar. Y cuando se hubieron acercado, casi estuvo a punto de caer redondo al suelo. Aquél rostro que de lejos le había parecido tan familiar lo reconoció sin titubear: ¡era Justiñe! Friedrich, al principio, no se dio cuenta de nada. Así que, al pasar ante ellos, les llamó:
-¡Eup, chicas! Venid a tomar una copa con nosotros.
Justiñe, cuando vio a Edmundo, quedó petrificada, con una sonrisa congelada en sus labios (como si quisiera ocultarse tras esa sonrisa, o darle a entender que, aún en aquella situación, todavía era capaz de ser cruel). Por fin, también Friedrich se dio cuenta de lo que esta ocurriendo y murmuró entre consternado, decepcionado, y divertido:
-¡Ahora sí que la hemos hecho buena!
Luego, lanzó de reojo una mirada a Edmundo. Este se hallaba tan pálido y atónito, que el vaso de pacharán resbaló de sus manos al suelo. Al hacerse añicos el vaso en el suelo, por un instante el silencio se adueñó del lugar, aunque el ruido habitual en seguida volvió a manifestar su indiferencia hacia las cómicas casualidades que a veces alcanzan a los seres humanos, incluso en las situaciones más inesperadas.
Las chicas y un travesti se acercaron entre risas alegres.
-¿No vais a invitarnos a una copa? -dijo una de ellas, rodeando el cuello de Friedrich con un brazo.
Y otra del grupo:
-Eh, Friedrich. Preséntanos a tu amigo. Nunca lo habíamos visto por aquí.
Friedrich, impulsado por un instinto, tanto por curiosidad como por divertimiento cruel, contestó al grupo:
-También vosotras habéis traído a alguien a quien no había visto nunca por aquí -y señaló con un gesto de cabeza a Justiñe.
Justiñe dio un paso atrás. Pero el travesti se puso tras de ella y, tomándola del brazo, la empujó hacia la barra entre risas y bromas:
-Se llama Marilyn. ¿No es cierto, Justiñe? -y todos, excepto Justiñe y Edmundo, estallaron en ruidosas carcajadas. Luego pidieron más bebidas. Y a partir de ahí, ya nadie volvió a acordarse de Justiñe y Edmundo.
Justiñe fue la primera en hablar:
-No sabía que tuvieras la costumbre de andar por estos lugares.
-Y, efectivamente, no la tengo -respondió Edmundo con desprecio.
-No, claro -contestó Justiñe, burlona, con ánimo de herirle, aunque sin conseguirlo.
Friedrich, que mantenía animada charla con el travesti y una de las chicas, volvía una y otra vez la cabeza hacia Edmundo y Justiñe, para así asegurarse de que todo iba bien. Y viendo que nada malo ocurría entre ambos, decidió al fin olvidarse de ellos. Luego, comenzó a besarse y a tocarse con una jovencita que no tendría más de veinte años. "¡El amor del poder! ¡el mejor sexo! ¡el coño que escupe billetes verdes! ¡el placer de la polla omnívora! ¿Y por qué no? Era turca, la nacionalidad del señor Adler", comenzó otra vez Edmundo con sus originales auto-comentarios.
Pidieron más de beber, sobre todo whisky y pacharán. Vaciaban las copas de un trago e inmediatamente volvían a llenarlas. "Es como si tuviera una barrica agujereada en la cabeza", pensaba Edmundo.
Una vez saciados de aquella inaudita sed, se dirigieron a los reservados. Y dando tumbos los dos, desaparecieron por las escaleras que llevaban al piso superior.

***

Además de una cama de matrimonio, había una mesilla y, encima de ésta, una lámpara que derramaba una luz violeta por toda la habitación. Quedó un poco asombrado, y se dijo: "Qué raro. En un lugar para ricos y no gastarse un poco más en decorar las habitaciones...".
Se desnudaron.

***

Cuando hubieron acabado, Edmundo se levantó despacio de la cama y comenzó a vestirse lentamente. A veces perdía el equilibrio, y entonces era como si el mundo entero lo perdiera. "La nave espacial sobrevuela el Mar de Marte dando tumbos y saltos. Horrorosa tormenta eléctrica", pensaba. Y se le escapó un eructo.
Justiñe, en la cama, seguía mirándole con la misma sonrisa de antes, un último intento por herirle.
Cuando se vistió, sacó la cartera y preguntó a Justiñe:
-¿Cuánto?
Ella prorrumpió en una sórdida carcajada.
A Edmundo, sin embargo, se le quedaron atravesadas en la garganta unas inmensas ganas de llorar. Pero como estaba demasiado borracho, continuó en su papel de rudo vaquero, insistiendo obstinado en aquella ridícula venganza que un singular destino había tenido a bien obsequiarle.
Una vez más preguntó:
-¿Cuánto cobras?
Sacó del billetero un fajo de billetes.
La sonrisa cruel de Justiñe desapareció y en su lugar tomó forma una mirada feroz y centelleante. Y al fin, gritó con voz ronca:
-¡Maldito hijo de puta! ¡Largo de aquí! ¡Esfúmate, cabrón!
Edmundo por un momento permaneció dubitativo. Incluso volvió la cabeza, por si acaso había alguien más en la habitación, aparte de él mismo. A continuación, valiéndose del valor que le daba su embriaguez, repitió la pregunta que salió de sus labios transformada en un susurro, como si su lengua se hubiese convertido en la lengua de una culebra. Los segundos se demoraban en una agonía torpe e innecesaria.
"Esperma. Suficiente esperma como para llenar la mayor de las kupelas de todo Astigarraga", murmuró entre dientes.
Justiñe miraba a Edmundo semirrecostada en la cama. Y ese estar de Justiñe le hizo recordar el día en que la descubrió acostada con el amante. Aquél día Edmundo no dijo nada. Y tampoco Justiñe. Y en esta ocasión también parecía que iban a actuar de igual manera. Justiñe otra vez miraba a Edmundo desde una expresión sarcástica.
Guardó la cartera. "El mundo de por sí es bastante sucio...", pensó, "¿por qué ensuciarlo aún más?". Y cerrando la puerta tras de sí huyó de aquella absurda situación. "Okey, Bogart. Ahora, ya sabes: a fregar los suelos de Casablanca, ¿vale? Junto con Marilyn Monroe, claro está. ¿Vale? ¡Y no te olvides de bajar la basura! ¡Montañas de celuloide, colega!", comenzó a atormentarse a sí mismo.
Bajó las escaleras y apareció de nuevo en el salón, en donde halló a Friedrich con la misma chica de antes, riendo e intercambiando eróticos besos.
Edmundo, amén de sentirse como el Llanero Solitario, notó que una sensación de asco se había apoderado de él. Sabía que su actitud con Justiñe había sido la actitud propia de un ganster, es decir, acababa de demostrarse a sí mismo que, en cuanto a sentimientos, estaba al mismo nivel que la mierda; él, que siempre se había tenido por un humanista, no era mucho mejor que la caca de un perro. "¡Más vaselina!", exclamó para sus adentros. "Las feministas tal vez me nombren su presidente", añadió consternado, pero tratando de animarse un poco.

***

Eran las once y media de la noche y el ambiente del Caribahamas empezaba a animarse. Encima de un tablado, dos chicas y dos chicos bailaban semidesnudos, rodeados por un corro de hombres y mujeres que los miraban con ojos lascivos. Alguien gritó algunas palabras groseras a los bailarines, pero los encargados de seguridad del local aparecieron inmediatamente y sacaron de allí a empellones al alborotador. "En este lugar nunca se debe sobrepasar la medida, ¿verdad?", pensaba Edmundo, "y así es, sí señor: la medida es la virtud más preciada del torturador. ¡Créanme, señores del jurado! Yo no he matado a nadie. Ha sido mi otro yo. ¡Castíguenle a él!".
La mayoría de los clientes que acudían a aquél puti-club de lujo provenían de las mejores familias, y en la vida diaria, casi todos ellos se desenvolvían en el ambiente profesional de la alta burguesía: en los pasillos de las Salas de Justicia, en las consultas y quirófanos de los mejores Hospitales, en los despachos de las gentes importantes... "¿Y por qué no?", se preguntó Edmundo. "Luego de pasar una cuarta parte de su vida estudiando para obtener un buen título, ¿no se merecen acaso algo más?", pensó con su malicia habitual.
Sin fijarse en nada ni nadie, alcanzó casi de un salto la puerta de salida. Y estaba a un paso de la calle, cuando oyó la voz de Friedrich llamándole. Edmundo continuó hacia la puerta sin volver siquiera la cabeza.
Y cuando hubo conseguido traspasar la fatal puerta del fatal Caribahamas, pasó por delante del conserje, que le miró con menosprecio.
No se detuvo hasta torcer la esquina. Dentro de su cabeza retumbaba cruel una especie de zumbido. "Bzzzzzzz...", intentó imitar a su zumbido. Las piernas parecía que no querían sostenerle en pie y se vio obligado a apoyarse de espaldas contra la pared ciega de un edificio tuerto. Tenía la impresión de que algo o alguien le había jugado una mala pasada. Al mismo tiempo, una sensación de estar como vacío por dentro se había apoderado de él. La indiferencia que puede producir a veces estar constituido por un montón de células vivas, el desasosiego que a veces también produce caminar solo por la ciudad... y otras y muchas similares sensaciones las vivía con hipersensibilidad tal, que al final, acababan precipitándole en un total abandono. Sobre todo era la actitud que había mostrado a Justiñe lo que más le atormentaba. "Debo de estar borracho como una cuba. Sí, eso lo explica todo. Estoy absolutamente borracho".
Y no se equivocaba. En pocas horas llevaba bebidas cinco o seis copas. Y como en él era muy normal pasarse meses y meses sin probar una sola gota de alcohol, unas pocas copas en seguida le emborrachaban. Y como bien sabe todo el mundo, de la mano del alcohol hace siempre su aparición Doña Miseria, es decir, la vieja Sabiduría del Mundo. "Por la puerta grande, de todos modos. Yo os doy mi bendición. Amén, ciudad. Amén, putitas", murmuró.
Caminaba casi a rastras. Y de súbito, con la claridad mental que tan sólo puede dar una buena curda, comprendió -o, al menos, le pareció comprender- el sentido de lo ocurrido en el Caribahamas. Y lanzó una carcajada que hubiera podido confundirse con el alarido de un animal herido. Ni el mismo Edmundo sabía a ciencia cierta si reía, lloraba o emitía extraños ruidos. "¿Más vaselina todavía?", pensó.
En aquél momento, un coche de la policía pasó por allí y se detuvo. Dos policías descendieron del coche, mientras un tercero -el chófer- permanecía en su interior, al acecho de posibles testigos.

TAL VEZ, CAMINO DEL INFIERNO

-¿Qué sucede, amigo? -preguntó con guasa el policía que mayor complexión tenía-. ¿No sabes emborracharte, o qué? Pues ya no eres un chaval, vaya.
El policía en cuestión, muy feliz con su retórica de tres al cuarto, le miraba con prepotencia absoluta y total. Parecía que le encantaba decir ese tipo de macarradas y, según ocurre con algunos perversos, la posibilidad de una buena paliza se diría incluso que le excitaba sexualmente.
Edmundo alzó la cabeza y entreabrió los ojos, a fin de poder ver mejor el rostro de quien le hablaba. Y justo en aquél instante, recordó que llevaba puestos los pantalones vaqueros y un jersey ya descolorido. Le dio rabia, porque pensó que, si hubiera estado mejor vestido, aquél policía se habría dirigido a él de otra manera.
El compañero de este último, bastante alto y con cara de querubín, le miraba entre burlón y amenazador, como si quisiera decirle: "Cuidadito conmigo, chaval. Todos los días me topo con tipejos peligrosos como tú. Y no sabes el mal genio que puedo llegar a tener!". También éste parecía ser muy aficionado al lenguaje policial.
Edmundo hizo ademán de echar a andar y continuar su camino, murmurando que él era inocente. Pero uno de los policías le agarró por detrás y de un empujón le lanzó al suelo. Una vez en el suelo, comenzaron a darle patadas una tras de otra, y así hasta que se cansaron.
"¡Bin! ¡Ban! ¡Plaf!".
En la calle desierta, Edmundo sangraba por la nariz y por la boca.
Lo llevaron a rastras hasta el vehículo policial y lo metieron en la parte trasera, como si fuera un fardo. Por último, aunque Edmundo estaba sin conocimiento, le pusieron las esposas.
"¡klik!".
Llegados a la comisaría, le sacaron del coche sin ningún miramiento y una vez más fue arrastrado hasta llegar a un mostrador, en donde un funcionario uniformado les tomó declaración de lo ocurrido:
-Escándalo público y resistencia a la autoridad. ¿No es así? -le preguntó al policía-orangután.
-Exactamente. Ha intentado golpearnos con una barra de hierro. Debe de estar loco -y llevándose un dedo a la sien, se dio unos golpecitos que resultaron de lo más hilarantes.
-¿Dónde está la barra? -preguntó el chupatintas.
-No lo sé -contestó el policía primero en golpear a Edmundo.
-Debió de quedar allí, olvidada. Luego pasaremos a buscarla. ¡A ver si la encontramos! -y tras estas palabras del policía-orangután, todos se echaron a reír.
-Llevadlo abajo -ordenó el funcionario todavía riéndose.
Agarraron a Edmundo del cuello y de los hombros y se lo llevaron, todavía sin conocimiento, a las dependencias policiales más profundas, las cuales se hallaban situadas en el subsuelo, tal vez camino del infierno.

***

Cuando abrió los ojos, la oscuridad era casi total. Al principio, no recordó la razón de hallarse en aquél lugar. Y hasta pasados cinco o diez minutos, ni tan siquiera se percató de que estaba en una celda. Junto a él, en otra celda algo más espaciosa que la suya, se apilaban unas ocho personas, las cuales constituían un patético grupo de mujeres.
Una de aquellas mujeres enjauladas comenzó a gritar que le hacía falta ir al váter. Al cabo de un rato, la pesada puerta de hierro se abrió, apareciendo por ella un policía con aspecto de delincuente común, y gritando:
-¿Qué hostias pasa aquí?
Todos se callaron.
Al ver que Edmundo ya había recobrado el sentido, empezó a decir:
-¡Ah, vaya! El pajarito ya ha despertado de su lindo sueño...
Edmundo apenas le hizo caso. "¡Joder!", pensó, "otro monstruito escapado de la televisión".
-Así que -continúo el policía-delincuente- has andado de pelea con mis amiguetes, ¿eh?.
Edmundo ya no pudo aguantar más y respondió:
-No he sido yo el atacante, sino el atacado. Tus amiguetes me han dado una buena paliza, sí. Pero sólo porque no conocen otra manera de divertirse.
Inmediatamente, la cara del policía-delincuente empalideció de ira. Y se disponía ya a abrir la puerta de la celda en la que Edmundo estaba encerrado -para así volver a dar otra paliza a Edmundo que, por supuesto, aún continuaba esposado-, cuando una mujer gritó desde la celda contigua:
-¡Eh, mi general! ¡Que quiero ir a meaaaar!
Entonces, el policía-delincuente pareció cambiar de opinión. Y reflejada en su rostro una expresión cruel, respondió:
-Tranquila, nena. Ahora mismo vas a hacer pipí.
Sacó a la mujer de su celda y la llevó a los servicios. Al abrir la puerta de los excusados un hedor insoportable que a punto estuvo de volver a hacerle perder el conocimiento llegó, irrespirable, hasta Edmundo.
-¡No mires, cerdo! -se oyó gritar a la mujer.
Y el policía-delincuente, a continuación:
-¡Cállate la maldita boca y mea donde te he dicho, puta!
Al cabo de dos o tres minutos, el policía-delincuente y la mujer salieron por fin de aquél inmundo excusado. El poli llevaba una lata en la mano. Era una lata bastante ancha. Encerró de nuevo a la mujer y, acercándose al lugar donde se hallaba Edmundo, le arrojó el contenido de la lata por encima.
"¡Splash!".
Edmundo recibió la lluvia dorada sin decir ni pío. "Según parece", se dijo Edmundo para sus adentros, "la mierda debió inventarla Dios en este laboratorio subterráneo". Y sintió que la cabeza le daba vueltas. Luego, intentó razonar: "Pero yo tan solo soy un oficinista, un humilde y pacífico oficinista. Mi oficio es el más aburrido del mundo. Ningún peligro amenaza mi existencia, excepto el del aburrimiento. Es imposible que me esté ocurriendo a mí todo esto. Debe de ser una pesadilla. Sí, eso es. Una pesadilla. Ese gato de increíbles ojos negros fue el comienzo de la pesadilla. Y a continuación soñé con Friedrich. Y nunca encontré, por tanto, a Justiñe en aquél prostíbulo. Eso también tiene que ser parte del sueño. Algún día, un psicólogo inteligentísimo podrá explicarme el sentido de este mal sueño. Los policías que me han vapuleado, esta celda en la que estoy preso, el líquido inmundo que resbala por mi ropa, por mi cara, por mi pelo... Pero y este olor, este orín en el que estoy empapado, las esposas que destrozan mis muñecas... No, no. No es un sueño. ¡Todo es real! Está ocurriendo. ¡Me está ocurriendo a mí!".
Tenía que haber una salida. Debía encontrar una solución para terminar con todo aquello. "Acaso si excavara un cráter y huyera por el agujero...", se le ocurrió con su excelente buen humor de siempre.

***

Otra vez hizo su aparición el policía-delincuente que le había lanzado la lata de orín. Sólo que en esta ocasión vino acompañado de tres compas. Fueron directamente a la celda de Edmundo, abrieron la puerta de hierro y, sin quitarle las esposas, le sacaron de allí a empujones, golpes e insultos.
Luego de conducirlo a través de un estrecho corredor lleno de puertas, se detuvieron ante una de aquellas puertas laterales y de un empujón le metieron dentro, cerrando a continuación la puerta con llave.
Dentro no se veía nada, absolutamente nada. En aquella oscuridad total, Edmundo pensó que tal vez había muerto y que la muerte era más o menos así, una oscuridad total y la cruda certeza de estar vivo. "¡20.000 millones de años!", pensó para sí tratando de darse ánimos.
El olor del orín ya no le molestaba porque había empezado a acostumbrarse a él y porque estaba demasiado aterrorizado como para pensar en su pelo empapado de orín. De súbito, le pareció oír un ruido de cadenas.
"Klank-klonk-klank".
Quedó como petrificado, cada músculo suyo en tensión, aguardando el próximo golpe que de algún sitio seguro habría de llegarle. Se escuchaba algo parecido a una respiración agitada.
"Af-af-af".
Aguzó todos sus sentidos, para intentar saber de dónde provenía la respiración.
"Af-af-af".
Sí, no había duda. En aquél cuarto había alguien más. Alguien que respiraba con fuerza.
"Af-af-af".
Se preguntó si no sería algún otro infeliz como él. Y si así fuese, pensó que entonces debía de hallarse en una situación realmente lastimosa, ya que el sonido de su respiración no era en absoluto normal.
Luego, algo parecido a un rugido le heló la sangre en las venas.
"¡Grrrrrr!".
Ahora comenzaba a entender. Lo que había en aquella habitación no era una persona... ¡era un animal!
"¡Grrrrrr!"
Para dilucidar todas sus dudas, un ladrido rabioso y feroz le hizo retroceder a cuatro patas y a ciegas, hasta toparse con una pared, contra la que se acurrucó en el límite del terror.
"¡Grrrrguau!".
El animal comenzó a ladrar de modo terrible, intentando lanzarse contra Edmundo pero al mismo tiempo como si algo se lo impidiera.
"¡Grrrrguau!", "¡Grrrrguau!".
Y Edmundo:
"¡Miau!

***

Alguien abrió la puerta y encendió el interruptor de la luz.
"Klik".
Los tres agentes de la justicia según San Juan hicieron su aparición entre risas y carcajadas.
Edmundo permanecía agazapado en un rincón, con la cabeza oculta entre las rodillas. Y el perro Bull-Dog seguía ladrando y rugiendo con furia, infatigable. Estaba dentro de una pequeña jaula y se abalanzaba una y otra vez contra los barrotes. Edmundo levantó la vista y, cegado por la luz, abrió y cerró los ojos unas cuentas veces, hasta que pudo ver a las tres gracias uniformadas y a la fiera encerrada en su jaula. Le ordenaron que se levantara y él, deseoso de agradar, así lo hizo.

***

Tenía la ropa a jirones y un ojo bastante hinchado. Su cuerpo mostraba también abundantes manchones de color morado, desparramados aquí y acullá, como a capricho. "El color morado está de moda, señoras y señores. ¡Está-de-mo-da! ¡Un kilo por cada pase! ¡Balentziaga! ¡Smirnoff! ¡Luis XVI!", parodiaba Edmundo con alegría.
Lo condujeron hasta el piso superior de aquél lóbrego edificio, hasta llegar a un despacho limpio e incluso elegante. Una vez dentro, le quitaron las esposas y le ordenaron sentarse en una silla.
Transcurridos cinco minutos, una mujer joven y esbelta apareció allí. Era, claro está, la jefa del chiringuito.
Sin una palabra, se sentó frente a Edmundo en una cómoda butaca forrada en cuero, y procedió a la lectura de una hoja en la que no había escritas más de diez líneas. Cuando habló, lo hizo empleando las palabras de saldo tan habituales del lugar:
-Te has metido en un buen lío.
"El sermón que sigue al reparto de hostias. Igual que en la Iglesia sólo que al revés", Edmundo.
-¿En qué trabajas? -le preguntó la jefa-liberada-. ¿Tienes alguna profesión?
Edmundo:
-Soy ingeniero y trabajo como ingeniero-jefe para la multinacional Ridle.
"Ejem". Al escuchar la respuesta de Edmundo la jefa-liberada empalideció un poco. "¡Metedura de pata a estribor!", debió de pensar. Y ni siquiera se le ocurrió pensar que la respuesta de Edmundo pudiera ser una mentira. De todas maneras, en seguida se hizo dueña de la situación. "Ejem", tosió; "cof, cof", se aclaró la garganta. Había que dominar la situación.
-Según este informe, ha agredido Vd. a dos Agentes para la Seguridad del Estado con una barra de hierro.
-Yo no he agredido a nadie. ¡Soy yo quien ha sufrido una agresión! Y en cuanto a la barra de hierro, es una asquerosa mentira. Yo no les he dado ningún motivo para que me agredieran.
"Ejem", carraspeaba la jefa-liberada, toda-sonrisas. "Ejem".
-Mire, es mejor que se olvide de este asunto. Vd., en estado de embriaguez, ha intentado agredir a dos policías. Si nos llevara a pleito, tenga por seguro que lo perdería. Y además -hizo una pausa, buscando las palabras adecuadas-, aparte de lo que ha recibido hasta ahora, se vería también obligado a responder a una petición fiscal de seis años de cárcel, bajo la acusación de sendos asesinatos frustrados contra dos Agentes de Seguridad de la Nación.
Edmundo no le hacía ya ni pito de caso, ya que otra vez había comenzado a percatarse del olor a orín.
Pero la otra continuó con su monólogo, satisfecha del resultado:
-En seguida le traerán ropa limpia. También puede tomar una ducha, si lo desea.
-¿Una ducha dorada? -replicó Edmundo, sarcástico.
La jefa-liberada se puso en pie y llamó a dos de sus esbirros.
-Llevadlo a tomar una ducha. Y a ver si encontráis en algún sitio una camisa y un jersey limpios. Luego le dejaréis marchar. ¡Y ojo con ponerle la mano encima! ¿Habéis comprendido?
La jefa-liberada, tan pronto como quedó sola, hizo llamar a los agentes que habían detenido a Edmundo. Estaba furiosa. A ella le importaban una mierda los malos tratos o incluso las torturas, pero... ¡de ahí a hacerlo con una persona de categoría! ¡Podía dar pie a algún escándalo! ¿Malos tratos? Bueno, ¡pero no a cualquiera! Además, recordaba lo que en cierta ocasión le ocurrió a un colega suyo. Detuvieron a dos jóvenes que, como Edmundo, habían bebido más de la cuenta y estaban metiendo un poco de bulla en la calle, y una vez en el cuartelillo, les hicieron pasar las de Caín. Para desgracia de aquél colega suyo. Porque casualmente aquellos dos jóvenes resultaron ser de muy-muy buenas familias, y consecuencia de ello, aquél colega dejó de ser colega para acto seguido pasar a tomar la excedencia obligatoria.
"Si te ha tocado ser pobre, eso no lo olvidarás en toda tu jodida vida. Amén", sentenció Edmundo con resignación, solemnidad y mundana alegría.

EN EL CIELO CON LA JOVEN MUJER

Al cabo de un rato, estaba otra vez caminando por las calles bañadas por los primeros rayos de sol. "Muy literario, sí señor", reflexionaba un Edmundo que ahora se sentía terriblemente vivo, tan vivo como aquellos rayos de sol que le saludaban cariñosos -como si quisieran resarcirle de las malas vibraciones de la noche anterior.
El metro ya había comenzado a funcionar. Entró por una boca de metro y descendió escaleras abajo.
Era muy temprano; aún no había nadie en la estación. Se sentó y echó un vistazo distraído al lugar. Más que una estación de metro, le pareció que aquél lugar bien podría tratarse de la Laguna Estigia. "De un momento a otro aparecerá Caronte, solo que en vez de guiando una barca, lo hará conduciendo una máquina de tren". Le entró la risa. Luego, lanzó un escupitajo al otro lado del andén, llego-no-llego. "¡Splash!". Justo encima de una cucaracha.

***

Le vino a la memoria una canción que hacía unos años había estado de moda. Intentó cantar la canción en voz baja, pero como sólo lograba recordar el estribillo, pronto se cansó y decidió posponer sus instintos musicales y artísticos para cuando le llamaran al Festival de Eurovisión. "Y a continuación el representante de Euskadi: ¡Edmundo!, con su canción Pim, pam, fuego".
Ruidos de pasos le sacaron de tan profundos pensamientos. Y al levantar la cabeza, vio en el andén de enfrente a una joven mujer.
Le vino a la memoria una anécdota de su juventud, que a menudo solía sucederle en las estaciones del metro: si veía a una mujer en el andén de enfrente que le atraía, cambiaba de andén a pesar de que luego jamás se atrevía a decirle nada. "Las dulces historias amorosas del metro", recordaba con sonrisa beatífica, un dedo en las narices explorando incansable.
La joven mujer se sentó en el primer banco de la hilera de asientos adosados a la pared. Su falda era demasiado corta como para cubrir sus largas y esbeltas piernas. Edmundo, sin mostrar demasiada originalidad, se preguntó qué estaría haciendo aquella mujer en un lugar inmaculado como aquél.
El reloj señalaba las seis y media. De improviso, se levantó de un salto y decidió cambiar al andén de enfrente. No había llegado todavía al otro lado, cuando oyó abrumador el pitido del tren. Resignado, vio cómo la máquina entraba en la vía en donde la joven mujer aguardaba. Corrió lo más deprisa que pudo, pero para cuando logró alcanzar el andén opuesto, el tren ya se perdía por la boca del túnel.
Y se disponía a regresar a su andén, cuando observó que la joven mujer permanecía sentada en su asiento.
"Entonces, no ha subido al tren", pensó.
Se dio ánimos, se acercó a la joven mujer y entabló conversación con ella.
-¡Hola!
Ella le miró con desconfianza y replicó:
-Largo de aquí o empiezo a gritar. Vendrá la policía.
-Tengo muchos buenos amigos en la policía -Edmundo.
La joven mujer insistió:
-¿Qué quieres?
Edmundo, tras un instante de vacilación:
-Pues... no quiero nada. Te he visto y he querido estar contigo. Y me he dicho: "Anda, ve a donde ella y dile hola".
-¿Hola? -le interrumpió la joven mujer con desconfianza.
-Sí, ya sé que es estúpido, pero... -Edmundo se calló sin saber cómo continuar. Y al cabo de unos segundos, difíciles, tartamudeó:
-Si-Siento mu-mucho ha-haberte mo-molestado. Me vo-voy. Adio.
Y se dio la vuelta para irse. Pero no había dado un par de pasos, cuando le detuvo la voz de la joven mujer, que le llamaba.
-¡Aguarda!

***

Transcurrida media hora, Edmundo y la joven mujer del metro estaban desayunando juntos.
Al principio, las habituales preguntas y las habituales respuestas coparon la conversación. Luego, Edmundo procedió a la narración de lo sucedido hasta el momento, en aquella noche mítica. Habló con especial interés del principio de su odisea, es decir, de aquél encuentro con el gatito de ojos color azabache -"muy literario, sí señor", se decía a sí mismo Don Edmundo- y de toda la variada gama de aventuras que le habían sucedido desde entonces. La joven mujer le prestaba atención en silencio. Por fin, cuando acabó su relato, Edmundo quedó en silencio y los dos permanecieron así durante un buen rato.
La joven mujer del metro fue la primera en romper con aquel silencio, exclamando:
-Yo también he pasado una noche bastante movidita -y comenzó su relato-. Había ido a la fiesta de unos amigos y creo que bebí demasiado. En medio de la fiesta, salí al jardín para tomar un poco el fresco, y de repente alguien salió de entre unos arbustos como el rayo. Ni siquiera tuve tiempo de gritar. Me agarró por la espalda y me arrojó al suelo. Yo creo que, en parte porque estaba borracha como una cuba, y en parte porque estaba aterrorizada, fui incapaz siquiera de gritar. Para cuando me di cuenta de lo que estaba sucediendo, aquél tipo ya me había quitado las bragas. Yo estaba tumbada en el suelo, y el tipo ese encima mío, y podía sentir la tierra pegada a mi espalda, las voces de mis amigos divertiéndose... También pude ver las estrellas entre las ramas de los árboles, en el jardín... Y luego aquella polla se apoderó de mí. ¡Qué asco!
Edmundo:
-¿Te-te vi-violó?
La joven mujer del metro, casi con indiferencia, respondió:
-Sí. Pero no te preocupes, no es la primera vez que me violan.

***

La ciudad comenzaba a despertar. Los primeros autobuses iban de acá para allá, transportando sus primeras cargas de humanoides. Edmundo y la joven mujer del metro continuaban sentados en la terraza de la cafetería. Un coche de la policía pasó veloz agitando la sirena; y casi a continuación, una ambulancia. Edmundo se percató por primera vez de que había olvidado preguntar a la joven mujer del metro por su nombre. Y ello le hizo sentirse bastante incómodo.
Estaba del todo asombrado. Miraba a la joven mujer del metro, y pensaba para sí que 20.000 millones de años eran un buen montón de años. "¿Suficientes para hacer olvidar a la joven mujer aquella noche?", se preguntó. Desapareció su impresión de que el mundo era una masa asquerosa para, a continuación, dar lugar a una nueva sensación: "Bajo nuestros pies, en estado de ebullición, hay infinitas acciones resultado de la locura del Hombre. El mundo no es más que el conjunto de todos los hechos cobardes y crueles que debajo de la tierra hierven. Y no es el fuego el que pone esa locura en ebullición, sino una fuerza secreta que los seres humanos no pueden, ni podrán jamás, dominar". Edmundo alzó la vista hacia el cielo y descubrió un infinito azul y rojo. "¡Qué bonito!", suspiró. "Además, este cielo nada tiene que ver con la injusticia". Y miró a la joven mujer del metro, y pensó: "¡20.000 millones de años!". La joven mujer del metro, desde el asiento en el que estaba sentada, era como si irradiara una trágica esperanza. "Y su cuerpecito es tan menudo, casi tan indefenso...". Se mordió una uña con los dientes y la escupió de la boca. "Mejor si en tu lugar hubiera estado la jefa-liberada", pensó de un golpe y sin remordimientos.
El cielo sin límites servía de testigo.
Edmundo la tomó de la mano y presionó los dedos rígidos de ella. Al principio, pensó que los dedos de la joven mujer del metro habían muerto. Pero cuando, para estar seguro de ésa su primera impresión, apretó suavemente con su mano la mano de ella, transcurrido un primer instante de inmovilidad, sintió que aquellos dedos también apretaban los suyos y, por tanto, que volvían a la vida. El mensaje enviado había recibo su respuesta. La comunicación entre ambos estaba ya en marcha. Edmundo sintió una infinita alegría desbordarle por dentro. Y algo hubo que se le atragantó en la garganta, aunque sin llegar a saber la razón de esa emotividad.
-Me gustaría hacer un viaje contigo -dijo Edmundo.
La joven mujer del metro le miró y acto seguido recitó:

Notre vie est un voyage
Dans l'hiver et dans la nuit.
Nous cherchons notre passage
Dans le ciel où rien ne luit.

-Conozco esos versos -habló otra vez Edmundo-. Son el comienzo de un libro maravilloso. ¿Sabes una cosa? Algunos libros los olvido tan pronto como los leo, aunque de todos ellos soy capaz de tomar algo. Sin embargo, hay libros que son a mí a quien toman. Tienen tanta fuerza, están tan llenos de vida... que me sacan del mundo en que vivo, y me introducen en el suyo propio, y-
-Y ke te den por el kulo -le interrumpió ella-. Porque hay tipos que no saben hablar de nada excepto de libros. Personas que son incapaces de vivir. Y por eso leen incansables, para poder así hallar en sí mismas un poco de lo que ellos son incapaces de hacer surgir en sí mismos. Son como gusanos viviendo de lo ajeno.
-Tu re-respuesta es-está bi-bien -replicó Edmundo absolutamente espantado-. ¿Qué-Qué tal si da-damos un pa-paseo?
Al ponerse en pie, se dieron cuenta de que aún permanecían cogidos de la mano. Y ello les asombró en gran manera, porque ninguno de los dos recordaba ya que estaban cogidos de la mano. La joven mujer del metro soltó la mano de Edmundo.
-¿Nos subimos a un taxi? -propuso Edmundo-. Recorreremos toda la ciudad -sugirió.
Ella se encogió de hombros.
Detuvieron el taxi que venía calle arriba y ambos subieron a él.
-¿A dónde? -preguntó el taxista.
-A cualquier lugar -respondieron los dos a la vez.
El taxista hizo una mueca indiferente y arrancó. Creyendo que no eran de La Gran Ciudad, elegía los lugares más típicos y vistosos: monumentos, estatuas, piedras famosas... Hasta que la joven mujer advirtió al taxista:
-Evite los lugares turísticos. Llévenos entre calles. Piérdase en la ciudad.
En seguida, calles que jamás habían visto comenzaron a desfilar por delante de sus ojos: eran las calles de La Gran Ciudad, calles llenas de sorpresas. Creían estar descubriendo una nueva ciudad, tal y como si descubrieran por primera vez el lugar en el que habían vivido desde siempre.
Pero aún había más. No sólo era la ciudad la que se le antojaba extraña a Edmundo, sino que él mismo se sentía extraño. Y cuando se recordaba a sí mismo antes del comienzo de aquél insólito fin de semana, era como si recordara a alguien que no era él, a un ser extraño. Una sensación de felicidad se apoderó de él.
Dirigiéndose a la joven mujer del metro, dijo:
-¿Sabes una cosa? Soy terriblemente feliz.
-¿Feliz? -repitió ella con asombro.
-Tal vez debiera explicarlo con alguna otra palabra. Quiero decir que... -hizo una pausa tratando de encontrar la palabra adecuada- me siento vivo. Sí, eso es. Me siento más vivo que nunca.
-¿Porque estoy contigo? -se le ocurrió a la joven mujer del metro, aunque en su pregunta no había atisbo alguno de pasión.
El tono de voz empleado en esa pregunta le dejó confuso. Aquella mujer daba la impresión de estar cercada por una alambrada de púas. Y para poder llegar hasta los sentimientos de ella, hubiera sido necesario atravesar un campo de minas. Edmundo apretó la mano de ella. Y recordó la confesión que le había hecho en la terraza de la cafetería: "¿Te-te vi-violó?", "Sí. Pero no te preocupes, no es la primera vez que me violan".
"¡20.000 millones de años!", pensó. Y todo ese montón de años, como si fuese algo que pudiese tocar, los proyectaba hacia el primero que aparecía ante sus ojos: hacia el hombre que conducía el taxi, hacia la anciana que se había levantado temprano para ir a comprar el pan, hacia el hombre árabe que barría la calle... Las cosas, los objetos también se esforzaba por verlos bajo la óptica de ese extraordinario montón de años.
Edmundo cerró los ojos y no los volvió a abrir hasta que oyó a la joven mujer del metro decir al taxista:
-Pare aquí -le pareció oír en un sueño.
Abrió los ojos y la miró atónito.
-¿Por qué le has dicho que se detenga?
-Me voy -replicó ella con sequedad.
-¿Que te vas? Pero... ¿por qué?
-Porque debo irme.
Edmundo comprendió la irremediabilidad de esas palabras, y que no merecía la pena insistir. Así que eso era todo lo que tenía que ocurrirle con la joven mujer del metro.
Ella abrió la puerta del taxi y se apeó. Antes de volverla a cerrar, se inclinó y mirando a Edmundo a los ojos, dijo:
-Odio a todos los hombres de este mundo.
Le dejó con la palabra en la boca. E inmediatamente, cerró de un portazo y se alejó corriendo. "Como si 20.000 millones de años la persiguieran", pensó Edmundo.

¡VAYA UN LOCO DE RECEPCIONISTA!

El taxista murmuró algo acerca de los que cerraban las puertas de su coche de un portazo, pero Edmundo no le prestó atención. Permaneció mudo, observando cómo la joven mujer del metro se perdía por una callejuela.
Y La Gran Ciudad perdió el embrujo que hasta hacía un momento tenía.
El taxista, sin volverse, preguntó:
-¿A dónde quiere ir?
Aunque oyó la pregunta, tardó un tiempo en responder.
-No sé... -contestó al fin-. ¿Sabe de algún hotel por aquí cerca?
El taxista respondió que en esa zona no había ninguno, pero que si lo deseaba, podía llevarle a un barrio en donde hallaría unos cuantos. Le pidió que le llevase al más cercano. No podía con su alma. Sin embargo, era un cansancio llegado de improviso.
Sin apenas fuerzas para mantener los ojos abiertos, murmuró:
-Su nombre... He olvidado preguntarle cómo se llamaba...
-Perdón, ¿cómo dice? -preguntó el taxista arrugando la nariz, creyendo que se dirigía a él.
Pero Edmundo no pudo responderle nada, porque para entonces ya se había quedado dormido. "Este taxista tiene cara de ratón", tuvo aún el tiempo de pensar antes de abandonarse al sueño.

***

-Hemos llegado, señor. Espero que tengan libre alguna habitación.
Al ver que no le respondía, repitió alzando la voz:
-¡Que ya hemos llegado!
Fue entonces cuando se dio cuenta de que Edmundo dormía como un leño. Y murmurando entre dientes alguna que otra maldición, le sacudió un poco a fin de despertarle.
Edmundo abrió los ojos y miró atónito al taxista. Y a continuación dijo:
-¿Quién es Ud.? ¿Mickey Mouse?
El taxista, lanzando un suspiro:
-Se halla Vd. en un taxi. Y le he traído a un hotel, tal y como me lo pidió.
Edmundo hizo un gesto de asentimiento con la cabeza, y llevándose la mano al bolsillo, sacó un billete para pagar el taxi. Pero el taxista se lo impidió con un gesto enérgico de la mano:
-La señorita ha dejado todo pagado -aclaró.
Bajó del taxi y se quedó mirando la puerta del hotel. ¿Qué demontres estaba haciendo ante la puerta de ese hotel? El tenía su propia casa. Claro que la sola idea de entrar en su solitario apartamento le hacía casi temblar. "¡Brrrrrr!", exclamó. "No, esta noche precisamente no lo podría soportar". Y sin pensarlo dos veces, entró en el hotel.

***

Una vez en la recepción, un hombre de unos sesenta años que parecía recién salido de la cama se le quedó mirando fijamente y con desconfianza. Era el recepcionista del hotel. Y cuando Edmundo hizo ademán de acercarse, el hombre dio un paso atrás y rápidamente le encañonó con un pequeño spray. Edmundo, ni que decir tiene, no daba crédito a sus ojos.
-¡Ni un paso más o le fumigo! -gritó el recepcionista con voz cascada y ronca.
Edmundo, sin poder salir todavía de su asombro, se limitó a enarcar las cejas.
-Un recibimiento muy caluroso el suyo -dijo al fin, y permaneció mirando con curiosidad indiferente al pequeño spray que sostenía el recepcionista en una mano. Era un spray de autodefensa.
El anciano preguntó, con sequedad:
-¿Qué desea?
-Una habitación, nada más -respondió Edmundo con resignación. Y acto seguido le preguntó-: ¿Disponen de alguna habitación libre?
-Sí... Queda una -contestó guardando el aerosol, pero sin abandonar su aspecto receloso y timorato. Y añadió:
-Vd. perdone. Pero esta semana ya he sufrido tres atracos.
Edmundo asintió con la cabeza, dando a entender que no sólo le disculpaba, sino que también se hacía cargo de sus razones. De súbito, el recepcionista comenzó a monologar completamente fuera de sí acerca de atracos, de delincuentes, de que si los ciudadanos de hoy ya no tenían la seguridad de antaño y etcétera, etcétera y más etcéteras.
Mientras tanto, Edmundo hacía un colosal esfuerzo por no quedarse dormido allí mismo, de pie, tratando de seguir el hilo de aquella inoportuna conversación.
Al fin, le alargó una llave de tamaño considerable, le dijo cuál era su número de habitación y por último le dejó marchar.
Edmundo había comenzado a subir por los primeros peldaños de las escaleras, cuando la voz cascada y ronca del recepcionista le detuvo.
-¡Aguarde! Puede subir en el ascensor si lo desea.
-No importa. Subiré andando -replicó Edmundo imitando ligeramente la voz del recepcionista, malhumorado, y sin intención de volver a descender por los peldaños que ya había subido-. Subiré andando.
Pero el recepcionista no se dio por vencido e insistió tanto para que empleara el ascensor, que Edmundo, con tal de librarse de aquél "puñetero loco" (con palabras de Edmundo), accedió a sus pretensiones.
Una vez estuvieron ante la puerta del ascensor, el abuelo-recepcionista no perdió la oportunidad de lanzar una nueva perorata acerca de su tema preferido: la delincuencia, of course. Así que Edmundo aún tuvo que aguantar otros diez minutos más, de pie, poniendo aprueba su paciencia made in Jonkon, hasta que, felizmente, pudo librarse de aquél peligrosísimo hotelero y, una vez dentro del ascensor, apretó el botón del segundo piso.
Sin embargo, el ascensor no se movió ni un milímetro siquiera. Apretó una vez más el botón pero la situación se mantuvo sin cambios. Y al cabo de intentarlo unas cuantas veces más, viendo que aquél maldito trasto no iba a funcionar nunca, con gran sigilo, salió del ascensor y se dirigió hacia las escaleras, temeroso de volver a toparse con el abuelo-recepcionista, quien en esta ocasión no sólo aprovecharía para lanzarle uno de sus rancios sermones acerca de la delincuencia, sino que ya de paso aprovecharía para echarle también otro acerca de los ascensores que no funcionan. "Como si toda la palabrería de este mundo se hallaran concentradas en ese jodido recepcionista", pensó para sí.
Pero para mala suerte de Edmundo, justo cuando estaba a punto de conseguir superar el dichoso rellano, oyó la voz del abuelo-recepcionista, que le llamaba con voz imperiosa:
-¡Eh, Vd.! ¿A dónde va?
"Mierda", masculló Edmundo. Y quedó como petrificado en aquél maldito rellano a todas luces imposible de superar. Por un momento, se preguntó si no sería mejor abandonar el hotel e irse a dormir a algún banco, en el primer parque solitario y pacífico que hubiera por allí cerca.
El abuelo-recepcionista salió de su cuchitril y se le acercó:
-¿Qué ocurre? ¿Por qué ha salido del ascensor?
Que el ascensor no funcionaba, que eso era imposible, que el día anterior habían estado arreglando el cacharro, pues venga conmigo y se lo demostraré, que con mucho gusto, Vd. primero, ¡oh, no!, faltaría más, se lo ruego... "Estupideces a gogó", suspiraba Edmundo. "¡Suficientes como para entrar en el Guiness con todos los honores! ¡Abundantes, como para llenar un tren de mercancías al completo!", pensaba lleno de rabia.
Una vez dentro del maldito ascensor apretaron el botón del segundo, obteniendo los mismos resultados con los que Edmundo ya había tenido la oportunidad de familiarizarse. Y al cabo de unas cuantas e infructuosas tentativas más, el abuelo-recepcionista tuvo que admitir que aquello, desde luego, no funcionaba.
-Ya se lo dije -replicó Edmundo, con voz fúnebre.
Tal y como Edmundo se temía, el abuelo-recepcionista justamente empezó a perjurar de los que arreglaban ascensores: que los arreglaban mal a propósito, que no sabían realizar como es debido su trabajo, que sólo les importaba cobrar, que todos eran unos delincuentes. "Horror", pensó Edmundo, "ahora el Robo-Cop este de las pelotas saldrá por soleás con el tema de la manguincuencia". Y efectivamente, el soliloquio Delincuencia versus Honradez hizo su aparición una vez más.
Por fin, considerando que el cupo de sandeces ya estaba al completo por aquella noche, permitió a Edmundo retirarse a sus aposentos, no sin antes desearle un feliz descanso.

EN SUEÑOS

La habitación no le pareció ni grande ni pequeña, sino de dimensiones aceptables. Al entrar no le hizo falta encender la luz, ya que para entonces eran las siete de la mañana y la claridad que entraba por la ventana (cuyos visillos se hallaban descorridos) era más que suficiente para andar sin problemas por el cuarto.
Edmundo, casi a rastras, se acercó hasta la cama y se sentó en el borde de la misma. Pensó que tal vez debería de bajar la persiana. Pero estaba demasiado cansado y no tuvo fuerzas para hacerlo. Así que se dejó caer hacia atrás como un fardo, y permaneció así, sobre la colcha, mirando al techo blanco de la habitación. Luego, levantó las dos piernas y las dejó tal cual, en posición vertical, tal y como quedan las moscas cuando mueren, es decir, patitas arriba. Se quitó los zapatos en esa posición y volvió a enviar sus piernas a su posición original, hasta que cayó dormido exactamente como estaba, encima de la cama, vestido, sin meterse dentro de las almidonadas sábanas, durmiendo como un bendito.

***

Comenzó a caer por un agujero sin fondo. Caía y caía, hasta que al fin llegó al mundo de los sueños. Vio a una mujer que le hacía señas con la mano. Como estaba bastante lejos de él, no podía distinguir quién era. Y entonces decidió acercarse. Sin embargo, cuando más lo intentaba, más lejos parecía estar ella. De súbito, la mujer desapareció sin dejar ni rastro. "¡Ale-hop!" pensó en sueños. O, mejor dicho, la mujer se convirtió en un hombre sentado tras un escritorio. Este hombre, o lo que fuese, también le hacía señas con la mano. Edmundo retrocedió asustado. Y aunque por un momento pensó si acaso no sería mejor salir corriendo de allí, casi inmediatamente decidió que no debía hacerlo...: "¿Huir de un hombre que está sentado tras un escritorio? Sería ridículo", se dijo en su sueño. "Me acercaré a él rápidamente y así sabré quién es". Reconoció la cara de un compañero suyo de trabajo, precisamente la de Patxiko Lezama, quien comenzó a reír de un modo estrepitoso. Y aquella risa fue haciéndose más y más sonora, hasta que no la pudo aguantar más. Edmundo sintió asco. Aquella risa le daba asco. Y estaba ya presto para salir huyendo del lugar, cuando de repente oyó algo así como un rugido a su espalda. Con los nervios a flor de piel, permaneció quieto sin pestañear, sus cinco sentidos en alerta. "Es el bull-dog. ¡Ha vuelto!", pensó aterrorizado. Y cuando se volvió, halló al animal dentro de su jaula, ladrando con rabia y fiereza inauditas.
"¡Grrrrrau!". "¡Grrrrrau!". "¡Grrrrrau!".
Miró al perro y observó con mayor horror aún que el animal estaba en proceso de descomposición: llagas nauseabundas cubrían su cuerpo, así como colgajos de carnes ensangrentados; el blanco de los huesos quedaba al descubierto aquí y allá; y a lo largo de todo su cuerpo se apreciaban infinidad de heridas y cortes, de las que manaba todo un ejército de gusanos, contorneándose todos ellos con histeria, como al son de una extraña y misteriosa danza.
"¡Puaj!".
Iba a salir corriendo de allí, cuando sintió que una mano le agarraba con fuerza del tobillo, impidiéndole huir.
Trató de escapar; sin embargo, la mano le tenía fuertemente asido por el tobillo. Reunió todas sus fuerzas, y de un enérgico tirón consiguió liberarse. Mas aún notaba que algo le seguía sujetando. Bajó la vista hacia el pie y se apercibió con horror que la mano del policía continuaba aferrada a esa parte de su cuerpo, sólo que ahora... ¡era una mano arrancada de cuajo la que le tenía atrapado!
Creía perder el juicio. No tenía fuerzas para cogerla y arrancársela. Sin embargo, sobreponiéndose al asco que le dominaba, cogió aquella asquerosa porción de extremidad y la lanzó lo más lejos que pudo. Luego, se sentó a descansar sobre algo parecido a un asiento de madera, respirando entrecortadamente y con un tembleque frenético en las piernas.
Permaneció allí durante un buen rato, cavilando acerca de lo que a continuación tenía que hacer. De repente, vio venir hacia él a una pareja surgida de algún sitio. Eran un hombre y una mujer cogidos de la mano. Y cuando estuvieron más cerca, se dio cuenta de se trataba de Justiñe y de un tipo que caminaba arrojando dinero a diestro y siniestro. Casi en el mismo instante apareció la joven mujer del metro, corriendo y con las ropas desgarradas. Y alargaba sus brazos hacia él, gritando y gritando sin cesar. A pesar de querer ir con ella y ayudarla, algo le impedía levantarse de donde estaba sentado. Los gritos de la joven mujer del metro eran cada vez más y más angustiosos, cuando acertó a pasar por allí el gato que precisamente se topara al comienzo del fin de semana, camino de su casa. El gato le lanzó una suerte de sonrisa entre burlona y sarcástica. Y Edmundo trató desesperadamente de ponerse en pie. "¡Hop! ¡Hop!", exclamaba para darse ánimos. Pero una sensación de agobio y axfisia se lo impedía. Luego, todo el lugar se llenó de gritos. Y una multitud invisible comenzó a gritar. Y no cesaban de gritar, y gritar, y gritar...

***

Edmundo abrió los ojos de un golpe. A pesar de tener el cuerpo empapado en sudor, tenía frío. No se movió ni un milímetro, y no sabía a ciencia cierta si continuaba soñando o tal vez estaba ya despierto. Se escuchaban gritos, sólo que en esta ocasión no procedían de una multitud, sino que parecían tener su causa en una discusión mantenida por dos personas. Edmundo se incorporó un poco y, recostado sobre uno de sus codos, aguzó el oído. Los gritos crecieron en intensidad, y de repente alguien gritó:
-¡La ha matado! ¡La ha matado!

UN PEQUEÑO ESCANDALO
Y
UNA OFERTA DE TRABAJO

Se acercó de puntillas a la puerta y, tras unos instantes de duda, decidió por fin entreabrir la puerta y averiguar la causa de aquél escándalo.
Había una mujer en el suelo sin conocimiento, cubierta tan sólo con un salto de cama. Un hombre vestido con batín y que tenía un cigarro humeante en los labios se mantenía impertérrito junto a ella, de pie. Una pareja ya entrada en años, asomados al resquicio de su habitación, miraban hacia la escena con horror indescriptible. La viejecita aún gritaba:
-¡La ha matado! ¡La ha matado!
De allí a poco, hizo su aparición el abuelo-recepcionista, respirando con dificultad y lanzando todo tipo de imprecaciones a causa del maldito ascensor que no funcionaba, y que lo arreglaban mal a propósito, y que sólo pensaban en cobrar, y la delincuencia...
"¡Uf!", pensó Edmundo.
El abuelo-recepcionista traía en la mano su spray de autodefensa. En cuanto alcanzó el pasillo, apoyó la espalda contra la pared y, con palabras entrecortadas, murmuró aún alguna que otra estupidez acerca de la delincuencia. Luego, echando una mirada a la mujer que yacía en el suelo y otra más al hombre que permanecía en pie junto a ella, dijo:
-¿Y ahora que ha pasado?
La viejecita que espiaba a través del resquicio de su puerta, prorrumpió de nuevo en gritos:
-¡La ha matado! ¡La ha matado!
-¡Cállese, demontres! -le ordenó enérgico el abuelo-recepcionista acercándose a la mujer y arrodillándose junto a ella. La tomó de la muñeca para tomarle el pulso.
"Tac-tac...".
Luego, inclinó la cabeza sobre el pecho de ella para escuchar los latidos del corazón.
"Tap-tap...".
Al fin, exclamó:
-¡Qué muerto ni qué niño bonito! Le han dado semejante puñetazo en el ojo que la han dejado K.O.
Los demás huéspedes del hotel comenzaron a salir de sus habitaciones y miraban con curiosidad a la mujer tendida en el suelo. También podían escucharse algunos murmullos, todos ellos relacionados con la posible causa del suceso. Pero el abuelo-recepcionista, haciéndose dueño de la situación, calmó a todos con palabras tranquilizadoras.
-No se preocupen, señoras y señores. Asuntos de familia, nada más. La mujer está bien. Ha perdido el conocimiento a causa de un golpe. Eso es todo. Vuelvan a sus habitaciones, se lo ruego.
"Parece un feriante en una tómbola", pensó Edmundo.
En ese momento, el abuelo-recepcionista reparó en Edmundo y le llamó, autoritario:
-¡Venga a ayudar!
Edmundo, obediente, fue. Entre los dos levantaron a la mujer y la llevaron en volandas hasta su habitación. El hombre que la había golpeado -quien, por cierto, debía de ser su marido, su amante, o su chulo (¿qué importa?)- les siguió con cara de funeral.
Luego de tenderla sobre la cama, los tres quedaron por un momento mirándola. Tendría unos treinta y cinco años y era bastante alta. Los rizos de su pelo rubio le caían sueltos por la cara. Al fin, dijo el abuelo-recepcionista al acompañante de la mujer:
-¿Están casados?
El otro no respondió de inmediato. Luego, respondió con frialdad:
-¿Tiene eso alguna importancia?
El abuelo-recepcionista se encogió de hombros. Miró otra vez a la mujer y mordiéndose los labios añadió:
-Cuando recupere el conocimiento, procure convencerla para que no le denuncie. No quiero problemas con la policía. Este es un lugar respetable.
Y haciendo un gesto a Edmundo, salieron los dos de la habitación.
En el pasillo todavía quedaban algunos fisgones asomados a sus puertas. El abuelo-recepcionista los tranquilizó a todos repitiendo una y otra vez: "No sucede nada. Asuntos de familia, ya saben". Seguidamente, se volvió hacia Edmundo y le dijo:
-Sígame, por favor.
Edmundo le siguió en silencio. Todavía no sabía a ciencia cierta si continuaba dormido o si acaso había ya comenzado a caminar de nuevo por la vida real. Tenía las ropas completamente arrugadas, pues había dormido durante casi ocho horas sin habérselas quitado. Además, era evidente que tenía necesidad de un buen afeitado. Y sus ojos estaban enrojecidos y legañosos.
Llegados a la recepción, le hizo pasar a la pequeña cocina del hotel y le preparó un café. A Edmundo ya no le asombraba nada. Empezaba a acostumbrarse a las situaciones imprevistas.
-¿Sabe una cosa? -dijo dando unas caladas al cigarrillo que colgaba de sus labios-. Ya estoy cansado de estas historias. Si no sucede esto, entonces sucede lo otro. Creo que la mitad de los tipos que vienen aquí están zumbados.
"Gracias", pensó Edmundo. Y temió que pronto comenzaría a platicar acerca de ascensores que no funcionaban, y la dichosa delincuencia, y... "¡Uf!". Sin embargo, estaba equivocado. Y la propuesta que a continuación le hizo habría de causarle un gran asombro:
-¿Le gustaría trabajar aquí?
"¡Caramba!", exclamó para sí Don Edmundo.

***

Edmundo no le respondió inmediatamente. Recordó su oficina, en la que había pasado los últimos doce años de su vida. Se acordó también de Patxiko Lezama y Daniel Uslar. Pensó en el trabajo embrutecedor realizado día a día en aquella oficina, y se sintió como una suerte de héroe sometido por los dioses a un castigo olímpico. Claro que también el trabajo del hotel acabaría volviéndose insoportable con el paso del tiempo. Pero al menos no tendría que pasar siete horas al día rellenando impresos. Allí, podría permanecer detrás del mostrador tranquilamente, mirando a la calle, pensando en sus cosas, aguardando la llegada de un cliente... "¡Estupenda oportunidad para cambiar de vida!", se dijo.
-¿Y cuánto ganaría?
-Depende de los días que esté dispuesto a trabajar. O, mejor dicho, de las noches. Porque ése es el trabajo que Vd. hará, es decir, hará el turno de noche. En invierno el trabajo no es duro, ya que la mayoría de los clientes están ya acostados para las doce. En verano, bueno, es distinto. Los clientes llegan a cualquier hora de la noche, así es que no le dejan a uno casi ni echar una cabezadita.
-Está bien. Pero antes que nada, tendré que arreglar algunos asuntos. Yo trabajo en una oficina y al menos tendré que despedirme, hacer algún que otro papeleo...
-Sí, claro.
"Aunque tal vez no esté obligado a despedirme de nadie", pensó. "Además, ¿despedirme de quién? ¿de Patxiko Lezama? ¿de Daniel Uslar? No. No me despediré de nadie. Al fin y al cabo, toda la vida me la he pasado despidiéndome de esos dos idiotas...".
Ambos permanecieron durante un momento en silencio. El abuelo-recepcionista pensaba en cuánto tendría que pagarle, ya que Edmundo no parecía uno de esos emigrantes-todo-terrenos dispuestos a trabajar no-importa-bajo-qué-condiciones-ni-bajo-qué-suelos.
Edmundo intentó imaginar su vida diaria detrás de aquella recepción: contando a los clientes el último de los atracos sufridos, tomando parte en las discusiones privadas de los huéspedes del hotel,... "Una existencia colmada de jilipolleces. Todo un futuro. Claro que, de cualquier manera, tampoco creo que vaya a ser peor que ese masturbatorio mental que yo llamo oficina. ¡20.000 millones de años!", exclamó para darse ánimos, como siempre.
Decidieron que comenzaría a trabajar el próximo lunes. Y como todavía era sábado, aún disponía de unas cuantas horas para seguir gozando de aquél singular fin de semana. Respecto a los días de trabajo, si le pagaran bien -y veía posibilidades de que así fuera-, no sería necesario trabajar seis días a la semana. Trabajando cuatro días tal vez sacara suficiente para vivir. El no necesitaba demasiado. Estaba soltero, su casa la tenía pagada... "Animo, seguro que me las arreglo bien", pensaba con optimismo. Por otro lado, hacía mucho tiempo que Edmundo había perdido la ambición -cosa que sucede a veces, a pesar de ser mala señal en un joven.
-Aún no hemos hablado acerca de cuánto ganaré.
-¿Cuántas noches va a trabajar?

***

Transcurridos veinte minutos, habían llegado ya a un acuerdo en lo que atañe a las condiciones económicas. Comenzaría el próximo lunes, de diez de la noche a ocho de la mañana, durante cuatro días a la semana: lunes, miércoles, viernes y domingos. "Cantidades ingentes de sudor. ¡Uf!", pensó.
El abuelo-recepcionista le invitó a tomar otro café y le mostró algunos aparatos que debería aprender a utilizar: el despertador automático de los clientes, la cafetera de los desayunos, el teléfono de cuatro líneas, los precios de las pocas bebidas que se ofrecían y, por último, las tarifas de las habitaciones.
Sobre todo, le advirtió que se anduviera con cuidado con los clientes, y le recomendó, finalmente, que no se fiara del aspecto de nadie. Incluso huéspedes que habiendo firmado en el libro de registros con una Mont-Blanc, habían intentado dejar el hotel sin pagar.
-¡No se puede fiar uno de nadie en este oficio! -repetía una y otra vez malhumorado.
-¿Y qué hay acerca de los atracos? -preguntó Edmundo. Y en seguida se arrepintió de haber sacado a colación precisamente ese tema.
El dueño del hotel, cerrando por un momento los ojos y levantando hacia el techo la barbilla, comenzó a maldecir fuera de sí. Y cuando abrió de nuevo los ojos, logró calmarse un poco y balbuceó:.
-Pero Vd. no se preocupe. Cuando vengan los ladrones, abra el cajón que hay bajo el mostrador y déles todo el dinero que haya en él.
-¿No quiere que utilice el spray? -le preguntó Edmundo un poco decepcionado.
-¡No! ¡No! -exclamó el abuelo-recepcionista asustado-. De noche, en ese cajón apenas suele haber un poco de dinero. Así que no merece la pena jugarse el pellejo por cuatro miserables cuartos.
Edmundo enarcó las cejas maravillado, y prefirió no insistir más acerca del asunto. A fin de cuentas, él tampoco tenía mayor interés en recibir un tiro defendiendo los intereses de su patrón.
Cuando hubieron dado por finalizada la conversación y el trato, ambos se pusieron en pie.
-Bueno, creo que daré un paseo. Quedamos entonces en que vengo el lunes a las diez de la noche. ¿De acuerdo? -e hizo ademán de irse.
Sin embargo, el dueño del hotel se lo impidió:
-¡Aguarde! ¿Cree que soy tonto o qué?
-No-no en-entien-do -tartamudeó Edmundo.
-Se lo explico ahora mismo -le interrumpió el otro-. No ha pagado la noche. Y le recuerdo que ha pasado la noche en mi hotel.
Que lo sentía mucho, que lo había olvidado por completo, que Vd. perdone, de veras, que tenía toda la razón del mundo... "¡Uf!".
-Si supiera con total seguridad que el lunes va a venir a trabajar, no le cobraría nada por la habitación -se excusó el otro-. Por desgracia, esta ciudad está llena de caraduras, y yo no tengo el honor de conocerlos a todos.
-Claro, claro... -respondía Edmundo al tiempo que alargaba un par de billetes arrugados a su nuevo jefe. Y luego añadió-: Voy a arreglarme un poco y luego saldré a dar una vuelta. Antes de irme le diré adiós.
Y el otro respondió en tono burlón:
-Por supuesto que me dirá adiós. Yo siempre estoy aquí, en la recepción, al tanto de quien entra y de quien sale. ¡A mí nadie se me escapa!
-¡Oh, claro que no! ¡Faltaría más! Vd. perdone.
"¡Uf!".
Y acto seguido se perdió escaleras arriba.

***

Por primera vez reparó en la habitación que ya para entonces se hallaba inundada de luz. Y al acercarse a la ventana, admiró con alegría el hermoso sol que con sus rayos anegaba la ciudad y cada rincón del cuarto. "Sábado-sabadete", masculló alejándose de la ventana y dejando caer su cuerpo en el borde de la cama. "¿Qué me sucederá ahora?", se preguntó.
Justo en ese instante alguien llamó a su puerta:
"¡Toc!" "¡Toc!".
"¡Ah, he ahí la respuesta!", pensó casi con alegría.

EL DESCONOCIDO
Y EL "FAVOR"
QUE ESTE LE PIDIO

Tras quedar durante unos segundos dubitativo entre si abrir o no abrir, decidió al final acercarse a la puerta con gran sigilo. Al abrir la puerta apareció ante él un hombre de unos cuarenta años. Iba vestido con un batín, y sus ojos -que parecían inteligentes- despedían un brillo especial. Su cabeza era más bien pequeña y un bigotito ponía punto final a su apariencia externa. Por otro lado, era alto y delgado, y lucía con descaro un porte aristocrático y vanidoso. En su nariz aguileña llevaba un monóculo del que a su vez pendía una cadenita de oro. Si no fuera porque era huésped de aquél hotel, cualquiera hubiera pensado que se trataba de algún conde, marqués o millonario con solera. Y no por ello debe pensar nadie que el hotel era un hotel para delincuentes ni siquiera para huéspedes humildes y de escasas posibilidades. "¡Faltaba más!". Era un hotel de aspecto pulcro y ordenado, aunque no demasiado grande (ocupaba un portal de cuatro pisos).
Entablaron conversación:
-¿Me recuerda?
-¡Oh, claro! Vd. es el que ha dado un puñetazo a la mujer de al lado -e inmediatamente trató de corregir su salida de tono-. Perdone... no quería decir eso...
-No se preocupe -le interrumpió el desconocido, afable-. Al fin y al cabo, yo soy el que ha dado un puñetazo a la mujer de al lado. -Y prosiguió-: Quisiera tener un cambio de impresiones con Vd., caballero. Al menos, si es que ello no le importuna en exceso. En cualquier caso, lo que debo contarle no le llevará mucho tiempo.
Edmundo le invitó a entrar en la habitación. La improvisada aparición del desconocido había picado su curiosidad. En un principio, creyó que aquél hombre necesitaba desahogarse con alguien. Incluso le pasó por la cabeza si no querría pedirle dinero prestado para pagar la habitación. Sin embargo, desechó en seguida esas dos ideas: aquél hombre, al menos en apariencia, no parecía de esos que están dispuestos a revelar sus intimidades al primero con que se topan. Por otro lado, su porte aristocrático estaba lejos del de un pedigüeño. También pasó por su cabeza la posibilidad de que la mujer hubiera muerto, pero juzgó esa posibilidad de disparatada. "¡20.000 millones de años!", pensó a fin de darse ánimos.
Mientras él se sentaba en una esquina de la cama, con un gesto invitó al desconocido a sentarse en la única silla que había en la habitación. Y a partir de ahí, un sinfín de tópicos se sucedió: que si le permitía fumar, que por supuesto, que muy agradecido, que no hay de qué... "¡Uf!". Y hasta que ambos no estuvieron sacando humo como un par de chimeneas, el desconocido no comenzó su relato.
-En primer lugar, caballero, desearía pedirle disculpas por lo sucedido. En segundo lugar, quisiera una vez más disculparme por haber venido a importunarle y, aún mas imperdonable si cabe, por atreverme a demandar su ayuda y, en definitiva, rogarle me conceda un favor para mí inestimable. De cualquier manera, quiero que sepa que, en caso de no aceptar ayudarme y rechazar por tanto el favor que en seguida le voy con toda humildad a rogar, en caso tal, digo, me haría cargo de sus razones y volvería a irme tal y como he venido, y sin insistir más en ello. Pero permita que me presente, caballero.
"¡Help!" "¡Help!", Edmundo.
El desconocido dio una profunda calada al cigarrillo. Y continuó hablando:
-Provengo de una pequeña ciudad no demasiado lejos de La Gran Ciudad. Pertenezco a una familia de alcurnia y soy bastante conocido en el mundo de los negocios. Por esta razón, quisiera pedirle licencia para mantener en secreto mi identidad. Aunque, por supuesto, en el caso de que Vd. lo creyera oportuno, estaría dispuesto a revelarle quién soy, única y exclusivamente a Vd., caballero -el desconocido interrumpió su perorata para dar una nueva calada a su cigarrillo, al tiempo que mantenía fija la mirada en algún punto invisible del techo-. Ayer, con la mujer que Vd. ya conoce, vinimos aquí, a La gran Ciudad, y según es habitual en nosotros, buscamos la tranquilidad de uno de estos pequeños hoteles, cuya discreción es para nosotros... altamente beneficiosa, por decirlo de algún modo.
"Jo, jo", rió Edmundo para sus adentros.
El desconocido hizo una pausa y chupó varias veces del cigarrillo, valiéndose de ese intervalo para poner en orden sus ideas.
Edmundo le escuchaba en silencio. Permanecía atento a lo que le pediría. Y estaba decidido a negarse, porque intuía que, fuera lo que fuese, no podía ser nada bueno. Y a fin de cuentas, él no tenía nada que ver con todo eso. Así que, perdido el interés inicial, continuó prestándole atención con curiosidad cada vez más ausente. "¡20.000 millones de años! ¡20.000 millones de años!", se repetía una y otra vez intentando no perder la paciencia.
El desconocido se puso en pie y fue hasta la ventana. A continuación, empezó a pasear por la habitación y, sin mirar a Edmundo, continuó con su plática.
-Caballero, le voy a confesar la pura verdad: esa mujer es mi amante. Yo soy un hombre casado padre de cuatro hijos. Y he venido a La Gran Ciudad a pasar con ella el último fin de semana. Es decir, mi intención era decirle a ella que era necesario dar término a esta relación que, durante dos largos años, hemos mantenido.
"¡Menuda perogrullada me está endilgando el jodido de marras!", comenzó a pensar Edmundo.
Mientras, el otro continuaba infatigable:
-Cuando esta mañana le he hecho conocer mis intenciones, le ha dado un ataque de histeria. Luego, ha empezado a chillar y antes de que pudiese hacer nada, ha salido al pasillo del hotel gritando como una loca que se lo iba a decir a todo el mundo... Ya sé que ha sido un espectáculo bochornoso. ¡No me lo recuerde, se lo ruego! Bien que lo sé, caballero. En fin, he tenido que darle una bofetada para calmarla. Y no un puñetazo, como todos han creído. De un modo o de otro, el caso es que ha perdido el conocimiento. Pero Vd. ya sabe todo eso.
"¡Con una plancha te alisaba yo las arrugas de los huevos: baboso, glotón, atrevido, petulante!", continuaba pensando Edmundo sin prestarle ya ninguna atención.

***

En vista de que el desconocido no parecía dispuesto a dejar de hablar, Edmundo decidió comenzar a pensar por su propia cuenta en otros asuntos. Recordaba a Justiñe. Y aún le llenaba de asombro pensar en ella y en todo lo ocurrido en el Caribahamas. Ya de paso, ponía en duda si de veras estaba en aquél hotel. Y se preguntaba si acaso no continuaría todavía soñando. Pero pensar en el sueño también le pareció asombroso, porque él por lo general nunca recordaba ningún sueño. Y pensó que entre la vida real y su sueño había un nexo en común: tanto en un mundo como en otro los sucesos acaecían con rapidez, y ambos se le aparecían llenos de sorpresas, atrapado en ocasiones por un hecho inesperado, un acto casual... "La vida real y el mundo de los sueños no parecen ser muy diferentes", pensó. "Y eso sin olvidarnos de los 20.000 millones de años que aún han de pasar por encima mío", añadió convencido.

***

-Vd. perdone, caballero. No sé si está escuchando...
-¡Oh, cuánto lo siento! -Edmundo.
-No se preocupe, caballero -el otro, cortés.
"Pinchos morunos haría yo con tus pelotas", pensó Edmundo. Y pareció que le había adivinado el pensamiento, pues en su rostro se dibujó algo así como una expresión dolorosa. Sin embargo, en seguida volvió a recuperar la compostura y continuó con su verborrea infinita como Dios.
"¡Help!" "¡Help!", Edmundo.
-Verá Vd., caballero. He dado a mi amante un par de somníferos y ahora duerme. Hasta pasadas ocho horas no volverá en sí. Le he dejado una carta y en ella le digo adiós para siempre jamás. Sin embargo...
El desconocido cayó en un nuevo silencio y, lanzando un profundo suspiro, añadió con expresión melodramática:
-Me temo que pueda cometer alguna locura, caballero.
-¿Alguna locura? -repitió Edmundo con los ojos abiertos como huevos, aguzando todos sus sentidos, pues intuía que era entonces cuando le iba a pedir el misterioso favor.
El desconocido le miró con ojos de niño desamparado. Y con un leve temblor del labio superior, confesó:
-Estoy convencido de que intentará suicidarse.
-Comprendo... comprendo... -asentía Edmundo que, por cierto, no entendía nada.
-Le ruego que escuche ahora con atención, caballero. Pues es precisamente ahora cuando debo pedirle un favor para mí de incalculable valor -continúo el desconocido. Su rostro había cobrado un color amarillento.
Edmundo se sentía cada vez más incómodo. "¡A la cámara de gas contigo, cabronazo!", pensaba rabioso.
-Si viniera Vd. hacia las siete de la tarde para despertarla, le diera la carta que he dejado escrita para ella y luego la acompañara a la estación para que tome el tren... Este es precisamente el inestimable favor que deseo pedirle, caballero. Y además de agradecérselo de todo corazón, estaría dispuesto a premiar su generosa acción, para mí de importancia vital, con una generosa cantidad de dinero -pronunció estas últimas palabras con especial entonación.
-El dinero es lo de menos -se apresuró Edmundo a contestar-. Pero, y dígame una cosa: ¿por qué no se queda Vd. aquí para despertarla? -le preguntó a bocajarro, viendo el tamaño de la empresa que se le venía encima en cuanto se descuidara.
-No es posible -respondió con rapidez el desconocido-. Si así lo hiciese, otra vez volvería a comenzar toda esta historia. Me conozco y sé que cedería. No es posible, caballero. ¡Debe Vd. creerme! -y pronunciadas esas palabras con decadente tono teatral, quedó con la cabeza gacha.
"Unas tortitas haría yo con tus órganos sexuales:¡impotente, cancerígeno, holgazán, estafador!", seguía Edmundo entregado a sus reflexiones.
-Y bien, caballero. ¿Consentirá entonces y hará por mí aquello que tan encarecidamente le pido? -y terminada la pregunta, el grave rostro del desconocido pareció descomponerse en una descomunal ansiedad. Estaba claro que la respuesta de Edmundo era vital para él.
Edmundo, por otro lado, aún tenía las cejas arqueadas, ya que le resultaba difícil asimilar el nauseabundo estilo oratorio del desconocido. Pero logró salir del estupor que le dominaba y cuando pudo articular palabra, dijo:
-Bueno... Tal vez pueda despertarla a las siete de la tarde... Si ello es tan importante para Vd...
La tensión acumulada hasta ese momento en el rostro del desconocido se transformó en un gesto de alivio.
Y continuó Edmundo:
-También la acompañaré hasta la estación. Al menos, si ella me lo permite. ¿No ha pensado en esta posibilidad?
El desconocido asintió con la cabeza y respondió:
-En cualquier caso, lo que debe conseguir es que, desde el momento en que se despierte, no permanezca sola un sólo instante. Esto es lo más importante.
"Una pajarita es lo que haría yo con tus huevos: ¡listillo, contrahecho, soplón, rucio, desordenado!", pensaba Edmundo al tiempo que le obsequiaba con una sonrisa complacida.
Hicieron una pausa que aprovecharon para encender unos cigarrillos.
-Le ruego, caballero, que me crea si le digo que conozco bien a mi amante. Es una mujer de por sí apasionada. Esta cosas las puede llegar a sentir de un modo increíble.
Edmundo, para sus adentros:
"Jo, jo".
En este punto otra vez se hizo un silencio, que el desconocido aprovechó para mamar con fruición de la boquilla del cigarro.
-Si en un momento determinado decidiera suicidarse, lo haría sin dilación. Sin embargo, si se le da el tiempo necesario para admitir la nueva situación, es decir, para recuperar de nuevo su sangre fría, en tal caso inmediatamente desechará cualquier idea de suicidio y en seguida se adaptará a las nuevas circunstancias. Se lo juro. No tenga la más mínima duda, caballero.
-¡Por supuesto, cómo no! -repetía Edmundo con total falta de interés y sin cesar de hurgarse en las narices en lo que parecía ser una exploración bien organizada.
-En algunas ocasiones puede ser que se comporte de un modo irracional, histérico incluso -continuaba el desconocido sin prestar atención al grosero comportamiento de Edmundo-. Sin embargo, no es en realidad una mujer histérica. Sólo le hace falta un poco de tiempo para reaccionar con la cabeza y hacerse dueña de la situación, es decir, para dominar sus primeros impulsos.
La verborrea del desconocido parecía no tener fin.
En un momento dado, el desconocido calló. Y viendo que ya estaba todo dicho, se puso en pie y sacando del bolsillo un abultado fajo de billetes, se lo ofreció a Edmundo.
-No-no es ne-necesario. De-de ve-veras...
-¡Insisto, caballero!
-No puedo aceptarlo. Yo...
-¡Faltaría más!
"¡Uf!".
Antes de que pudiera darse cuenta, el desconocido le tomó de la mano y puso en ella el fajo de billetes.
A continuación, salió de la habitación a grandes zancadas y sin volverse ni una sola vez. La cantidad de dinero parecía ser realmente generosa. Incluso le parecía que, en vez de un favor, iba a realizar una suerte de trabajo. "¡Salvador de vidas! ¡Nuevos oficios para el año 20.000!", pensó Edmundo que, por cierto, se sentía como un flotador. "¡El Capitán Trueno!", exclamó para sus adentros, "Sigfrido: ¡yo te salvaré! Ji-ji".
Ya eran las cuatro de la tarde. Aquella situación era cada vez más absurda, así que decidió contárselo todo al dueño del hotel. Al fin y al cabo, también él acabaría sabiéndolo tarde o temprano. Además, tenía que estar en el hotel a las siete para despertar a la presunta suicida.

***

Tan pronto como oyó la palabra suicidio, una mueca de horror indescriptible se apoderó del rostro del abuelo-recepcionista. Y llevado por un mero impulso instintivo, se apresuró a sacar el spray de debajo del mostrador. Mientras, Edmundo hacía lo imposible para convencerle de que nadie iba a suicidarse en su hotel.
-¿Qué se ha creído? Nadie se suicida en mi hotel. ¡Va contra las normas! -chillaba al tiempo que blandía el spray en el aire, como si quisiera espantar a una legión invisible de fantasmas.
Por fin, a fuerza de numerosos, largos y laboriosos razonamientos, Edmundo no sólo consiguió calmar al dueño del hotel, sino que además logró también convencerle para que adoptara una actitud humana.
Sin embargo, necesitó más de una hora para persuadirle de que no llamara a la policía. Y tuvo que sudar lo suyo para que volviera a guardar el spray de marras.
-Si pudiera hablar con el amante para que se la llevara de aquí, lo haría. Pero ya no está en el hotel.
-¿Se ha marchado? -preguntó Edmundo sin demostrar asombro.
-Se ha marchado cinco minutos antes de que Vd. bajara. ¡Vaya un tipo listo! Abandona a la chica mientras duerme y luego le envía a Vd. a salvarla. No creo que haya muchas personas en el mundo capaces de adoptar actitudes humanas como la suya.
Edmundo se preguntó si acaso no estaría haciendo el canelo. En cualquier caso, estaba acostumbrado a hacerlo. Y puesto que todo estaba ya decidido, creyó que era demasiado tarde para empezar a dudar. "¡20.000 millones de años!", pensó para darse ánimos, como siempre.
Faltaban aún dos horas para las siete y no le apetecía pasarlas en el hotel. Decidió salir a dar un paseo. "Me hace falta poner en desorden mis ideas", se dijo.
Antes de salir a la calle, todavía tuvo que aguantar otro inoportuno sermón de su futuro jefe:
-Y más le vale estar aquí a las siete en punto para impedirle que se suicide. Si a las siete no estuviera de vuelta, llamaré a la policía y que se hagan ellos cargo de este asunto. Yo -e hizo especial incapié en las siguientes palabras- no permitiré que nadie se suicide en mi hotel. Me espantaría los clientes, y ensuciaría el buen nombre de este establecimiento.
"¡Qué tío plasta!", Edmundo.
Le aseguró que estaría allí a las siete en punto. Y tras repetirle un millar de veces que no le fallaría, se despidió del abuelo-recepcionista y caminó hasta llegar a una boca de metro, por la que desapareció.
"Primero las ratas, please", masculló.

¡QUE BELLA ES LA MUSICA!

Era sábado y la calle estaba repleta de gente. Grupos de chicas y chicos lo invadían todo, muchos de ellos vestidos a la última moda. Charlaban en animada conversación, que a veces interrumpían con gritos y risas.
Edmundo recordó los tiempos en que tenía quince años. Por desgracia, no lograba situarse en aquella época. El pasado era como un borrador oscuro, en donde no le era posible distinguir nada. Excepto la vaga sensación de estar vivo, tenía que admitir que carecía de cualquiera otra certeza. Aún así, se preguntó cuál sería su rostro cuando sólo tenía quince años. Y a pesar de sus esfuerzos, tuvo al fin que admitir que no podía recordarlo. Es por ello que sintió pesar al no poseer ninguna fotografía de entonces. "Qué pena...", murmuró, "En aquél cambio de dirección perdí todas las fotografías que guardaba...".
El centro de la ciudad era un hervidero de gente. Y al salir por la boca de metro, se perdió casi feliz en el anonimato que le proporcionaba la muchedumbre. Aunque por lo general procuraba evitar las grandes concurrencias, en esta ocasión, sin embargo, se sentía realmente a gusto entre el gentío, casi como protegido. Aún más, de su interior una enigmática simpatía parecía proyectarse hacia todas aquellas personas que en aquél instante compartían con él la calle, la ciudad e incluso el planeta.
Al pasar junto al Palacio de la Opera se detuvo ante el cartel que anunciaba las próximas obras a extrenar. Le acometieron unos deseos irreprimibles de oír uno de esos conciertos. No importaba cuál. "¡Oír un concierto de música clásica en directo!", exclamó para sus adentros. "Una obra clásica. Sí, es la mejor manera de matar las dos horas que todavía faltan para las siete".
Una vez en la Opera, un acomodador le guió hasta su asiento. En el escenario, vestido con ropas de otra época, ocho o diez personas iban de un lado a otro, gesticulando con brazos y manos, llenando de aire los pulmones y expulsándolo de nuevo, unas veces corriendo por el escenario y otras haciendo gestos graves. Era una ópera. Edmundo no sabía de quién podría ser aquella ópera. Pero ello no le importó. Al contrario, lo único que le preocupaba era que las voces, sobre todo las de la mujer soprano, fueran de su gusto.
En el asiento de al lado estaba sentada una pareja de edad madura. A pesar de que la sala estaba a oscuras, le pareció que la mujer podría ser unos veinte años más joven que el hombre. Los dos vestían con elegancia un poco afectada. Edmundo recordó que sólo vestía la camisa y el jersey que le habían dado en las dependencias policiales, y casi le entró la risa.
Dejó que la música se adueñara de él. En ocasiones, la melodía le comunicaba sensaciones esperanzadoras, que en seguida daban paso a otras más melancólicas o, incluso, indefinibles. De hecho, cuando una de esas explosiones musicales surgía proclamando aquella suerte de mensaje esperanzador, de inmediato sobrevenía un nuevo empuje armónico que distorsionaba ese mensaje, o bien si no, le daba una nueva proyección. Era como si alguien, o algo, estuviera jugando con sus sentimientos.
Edmundo por un momento pensó que mejor si en vez de una ópera hubiera sido un concierto, ya que en las óperas siempre hay un guión, así como una cierta escenificación teatral. Y puesto que la música tiene que reflejar en mayor o menor medida lo que en el escenario sucede, la posibilidad de perderse en las distintas tonalidades -cuando tan solo son eso, tonalidades, carentes de escenificación teatral, es decir, puro concierto- disminuye de forma considerable en el oyente, rompiendo así con la abstracción que constituye el principal atractivo de la música.
Edmundo cerró los ojos y dejó a su pensamiento flotar en los acordes musicales que anegaban el auditorio. Edmundo siempre había creído que una determinada melodía hacía surgir en la mente de quien la escuchara determinadas imágenes, pensamientos y sensaciones.

***

En aquél instante, se oyeron los orgullosos acordes que anunciaban el inminente final de algo. La gente aplaudió hasta hacerse daño en las palmas de la mano y toda la Opera fue iluminada con potentes focos. También encendieron innumerables lámparas situadas en todos lados. Pero la más impresionante era la de en medio, una colosal lámpara de araña que pendía maravillosa del techo, y cuya luz irradiaba brillos y reflejos extraordinarios, tal si de un diamante gigantesco se tratara. "¿Qué haría el ser humano en un mundo sin luz?", se le ocurrió pensar a Edmundo. "Matar a todos los topos y adueñarse de sus casas, por supuesto", respondió él mismo.
Apagadas de nuevo las luces principales, un potente foco iluminó el escenario. Y a continuación, lanzaron otro haz de luz hacia el coro situado a un lado del escenario.

***

Cerró los ojos y dejó que la música se apoderara de él. El comienzo de la nueva partitura parecía prometedor. Al menos, los primeros acordes brotaron con fuerza inaudita. Aquellos sonidos llevaban a Edmundo de un estado anímico a otro, provocando en él sentimientos que cambiaban casi constantemente, sin interrupción, sin darle apenas tregua. Se acordó de la mujer del hotel, y pensó: "Todavía estará dormida... Claro que tal vez haya despertado y leído la carta de despedida que su amante le ha dejado... Tal vez haya saltado por la ventana o se haya ahorcado en algún sitio...". Comenzó a repasar de memoria los lugares en los que una persona podía ahorcarse dentro de la habitación de un hotel. Casi al mismo tiempo, recordó que había dejado olvidado el dinero que el desconocido le había dado. Sin embargo, no le importó demasiado. Luego lo recogería. Y si no estuviera... "No importa", se dijo, "a fin de cuentas, esa pasta no sé por qué pero me toca las pelotas".
Edmundo creía estar flotando en una nube de bondad y ternura. Y el pensamiento más cruel de este mundo no le hubiera sacado de su beatífico sosiego y quietud, ni aun cuando hubiera tenido delante suyo al mismísimo Jack El Destripador. Y ese estado era provocado por la música, que le transportaba a un mundo noble pero ficticio, en el que la injusticia y la maldad no existían. "Al fin y al cabo, para eso he entrado en la Opera", se dijo, "para no pensar en mí".

***

Acabada la Opera, permaneció sentado en la butaca aguardando a que la mayoría de la gente saliera del Palacio. Miró al reloj. Eran las seis de la tarde. Faltaba todavía una larga hora para las siete. La tarea que el desconocido le habían encomendado le ponía nervioso, así que decidió volver andando al hotel, esperando que el paseo calmaría sus nervios.
"¿Por qué me mezclaría yo en todo esto? ¿Qué me importan a mí los problemas de los demás?", se preguntaba con rabia. Pero había dado su palabra y se sentía obligado a tomar parte en ello, tanto si le gustaba como si no. Por supuesto, también podía hacer un mutis y desaparecer. Pero él nunca lo haría. Para ser sinceros, si alguien pensara que Edmundo hallaba una cierta diversión en ese tipo de enredos, probablemente no se equivocaría. ¿Comediante o de corazón noble? "Sólo el Diablo conoce el corazón de las personas", murmuró Edmundo citando a no sé quién.
Cuando ya casi todo el mundo había salido de la Opera, Edmundo se dirigió a la salida principal. Cerca de la puerta aún había bastante gente, así que encendió un cigarrillo y aguardó junto a una gran columna de mármol, en espera de la ocasión para salir de allí sin apretujones. Tocó la imponente columna con los dedos, y tal y como si fuera la fina piel de una mujer, la halló suave y sensual.

OTRA VEZ EN LA CALLE

Los peldaños inmediatos al Palacio de la Opera estaban llenos de papeles y suciedad. En ellos solían sentarse cuadrillas de chicos y chicas no demasiado cuidadosos. Había también restos de basura desparramada aquí y allá.
Los peldaños de color gris y toda aquella basura le deprimieron de forma especial, ya que traían a su memoria su propia juventud malgastada y transcurrida en lugares como aquél, en una época en la que estuvo casi aniquilado, destruido por su propia sociedad, cuyos valores no quiso aceptar, aunque sin ser lo suficientemente fuerte como para crear su propia escala de valores.
Bajó las escalinatas y se metió en la primera calle que encontró, camino del hotel. Las melodías de la Opera todavía daban vueltas en su cabeza.
Continuó calle arriba, deteniéndose de vez en cuando delante de los escaparates, hasta que se topó con un accidente de circulación.
Un coche ardía subido a la acera. Edmundo sintió curiosidad y se acercó al lugar del accidente. El fuego del coche había pasado primero a un árbol y de ahí a un kiosco de revistas y prensa. La gente miraba al fuego fascinada. Entre los curiosos allí congregados se respiraba un sentimiento de alborozo, que excepto unos pocos, todos procuraban más o menos disimular. Sin embargo, estaba claro que todos los allí presentes se hallaban muy a gusto contemplando la pequeña destrucción. Por otro lado, el coche envuelto en llamas era un modelo bastante bueno, lo cual no hacía sino aumentar el interés del espectáculo. Edmundo lo contemplaba todo en silencio, y pensó: "Si del coche incendiado saliese alguien envuelto en llamas, el espectáculo sería aún más interesante". Pensamiento que, como es obvio, se corresponde claramente con el sentimiento de una persona frustrada.
Las sirenas de bomberos y policía empezaban a oírse cada vez más cerca del lugar en donde se desarrollaba el siniestro. Y Edmundo, para quien todo se había vuelto siniestro, optó por alejarse cabizbajo del lugar. Por un momento pensó si acaso habría habido víctimas. Pero se encogió de hombros, porque estar vivo o muerto en La Gran Ciudad no tenía mayor importancia para él. Por un momento, sintió a los planetas todos girar y girar alrededor suyo.
Ya no quería seguir caminando por la ciudad. Las miradas de los viandantes con los que se cruzaba se hincaban en su cerebro como si fueran alfileres. Y creyó que no tendría fuerzas para recorrer el camino que aún quedaba hasta llegar al hotel. La calle ahora le parecía una grosería. Le acomplejaba esa soledad puntual suya. Quería huir de la multitud.
Buscó una boca de metro y desapareció en ella. A punto estuvo de chocarse con un joven que sangraba de la cabeza y vestía poco más o menos que con harapos. Parecía borracho y por sus rasgos tal vez fuera argelino. La gente procuraba evitar siquiera mirarle. "Nadie quiere saber nada de los asuntos que tienen que ver con la miseria", pensó Edmundo. Y luego actuó como los demás. "La solidaridad", pensó, "dicen que tiene sus propios caminos para llegar hasta el corazón de las personas. ¡Bah, quién sabe!".
Como todavía le quedaban tickets para tres viajes más, cruzó las puertas automáticas.
Cuando el tren llegó a la estación fue como si un trueno acabara de salir del túnel. Las puertas automáticas del tren se abrieron; descendió de ellas una nube de usuarios; subió otro tanto de lo mismo; y las puertas automáticas volvieron a cerrarse. Parecía que Dios estaba ahora intentándolo con milagros propios de la modernidad.
Edmundo buscó con la vista un lugar donde sentarse, pero no halló ningún asiento libre. Mejor dicho, vio uno. Pero hubiera tenido que sentarse junto a un mendigo y prefirió permanecer de pie.
Apareció el letrero de la estación en la que Edmundo debía apearse y así lo hizo. Antes de dirigirse hacia la salida, quedó inmóvil mirando cómo se alejaba el metro, y hasta que la fría máquina de los Infiernos no hubo desaparecido del todo en los misterios del subsuelo, no se movió del lugar.
En la estación sólo había unas pocas personas y los enormes carteles publicitarios. Casi en cada anuncio aparecía una mujer semidesnuda, como dando a entender que toda la felicidad del mundo giraba alrededor de un par de piernas bien hechas. "¿Para qué serán estos carteles?", pensó Edmundo, "¿para animar a los violadores, tal vez?".

***

Tan pronto entró en el hotel, el abuelo-recepcionista salió de la cueva que tenía por recepción y corrió a darle la bienvenida, nervioso y haciendo gestos inútiles con las manos. Como debido a la edad tenía las espaldas ya un poco deformadas, a Edmundo le vino a la memoria el jorobado de Notre-Dame.
-¡Ya pensaba que no iba a venir nunca! -chilló el dueño del hotel a modo de saludo-. ¿Qué ha pensado hacer con ella? -y al pronunciar esas últimas palabras dio a su tono de voz una entonación especial, señalando con el dedo hacia las habitaciones de arriba.
-Pues subir a la habitación y despertarla -contestó Edmundo sin mucho convencimiento-. Luego, buscaré la carta que su "ex" le ha dejado y se la daré para que la lea.
-Mmmm. Sí. Claro. Estupendo -respondía el otro a base de monosílabos.
-Y por último -continuó Edmundo en un tono de fastidio y sin prestarle atención-, haré todo lo que pueda para que no se suicide. Al menos -añadió-, en su hotel.
-¡Sí! ¡Sí! -gritó con alborozo el abuelo-recepcionista-. ¡Sáquela de aquí cuanto antes! ¡Que ni se le ocurra hacerlo en el hotel! ¡Que se vista y que se largue a la puta calle!
Cuando acabó de dar consejos a Edmundo, éste se aprovechó de la pausa para pedir la llave de la mujer abandonada, y acto seguido, partió escaleras arriba.
Cuando llegó a la puerta en cuestión, antes de decidirse a introducir la llave en la cerradura, golpeó en la puerta con los nudillos. Pero como nadie le respondió, metió la llave por el ojo de la cerradura, abrió la puerta y entró dentro de la habitación.
"Espero que nadie se haya ahorcado", murmuró con un humor de perros.

LA MUJER ABANDONADA

La mujer abandonada aún dormía. Estaba tumbada encima de la cama. Las mantas y sábanas caían en desorden hacia el suelo y su cuerpo quedaba prácticamente al descubierto. Vestía el mismo salto de cama transparente que llevaba en el pasillo, es decir, el que Edmundo había podido ver mientras ella estuvo sin conocimiento. La mujer dormida le provocó una intensa emoción poética -aunque también algunas otras emociones no tan poéticas-. Edmundo se dejó llevar por una ternura casi cómica. "Con que ésta es la víctima de la traición", murmuró mirando al rostro de ella.
De súbito, recordó la razón por la que se hallaba en aquél cuarto. "Ahora los dos necesitamos un poco de valor. Ahora más que nunca", susurró. Y se le escapó una risita.
Miró a su reloj, que señalaba las siete en punto. Luego, lanzando un suspiro y sentándose en el borde de la cama, sacudió con cuidado a la mujer, quien poco a poco, fue despertando. Al fin, abrió los ojos y una vez que no tuvo duda alguna de que estaba despierta, volvió la cabeza topándose de improviso con los ojos de Edmundo clavados en los suyos.
-¿Quién es Vd.? -gritó ella cubriéndose instintivamente con la sábana-. ¿Qué hace Vd. aquí? ¿Cómo ha entrado? -preguntó atemorizada y apretándose contra la cabecera de la cama.
-No tema -contestó Edmundo intentando una sonrisa-. Mire -prosiguió-, cuando Vd. dormía, la persona que estaba con Vd. entró a mi habitación. Entonces, su... -hizo una pausa tratando de encontrar la palabra adecuada- amigo me pidió que le diera a leer una carta que ha dejado escrita para Vd. También quería que yo permanezca al lado suyo mientras la lee.
Edmundo escudriñó con los ojos la habitación en busca de algún sobre o folio. Al fin descubrió lo que buscaba encima del tocador. Se levantó, cogió la carta y se la entregó a la mujer abandonada. Esta permanecía en silencio, sin poder salir de su estupor. Además, había comenzado a barruntar lo peor.
Otra vez habló Edmundo:
-Su... amigo me ha pedido también que no la deje sola y que la acompañe a la estación.
Pero la mujer ya no le prestaba atención, y con dedos nerviosos sacaba la carta del sobre sin hacer a Edmundo caso alguno.
Mientras leía la carta, su rostro fue descomponiéndose hasta que estalló en un llanto.
Edmundo la miraba sin saber qué hacer. Creyó por fin que tal vez debía de consolarla. Así que levantó una mano y alargó su brazo a fin de acariciar la nuca de ella. Pero su brazo permaneció suspenso en el aire, sin decidirse a bajarlo. Y tras un momento de duda, retiró el brazo otra vez a su posición original.
La mujer abandonada lloraba con el rostro escondido sobre la almohada. Con una mano aferraba la carta hasta romperla, como si en ese gesto quisiera destruir su fracaso sentimental. Y con la otra agarraba con fuerza la punta de la sábana, como si quisiera agarrar algo que ya estaba lejos de ella.
Y durante más de media hora, en aquella habitación del hotel sólo se oyó el llanto de la mujer y el chasquido del mechero de Edmundo. Las cosas permanecieron así hasta que Edmundo pensó: "Hay que hacer algo".
-Vamos, mujer -le habló con ternura-. Anímese. Si no me equivoco, su tren sale dentro de dos horas. -En realidad, Edmundo no sabía a qué hora debía salir el tren de ella, pero quería acabar cuanto antes con aquella situación-. Si se vistiera y recogiese sus cosas, sería mucho mejor para los dos. La acompañaré hasta la estación.
Eukene -pues así se llamaba la mujer abandonada- mandó a Edmundo literalmente a tomar por el saco, y escondiendo la cabeza debajo de la almohada, continuó con sus lloros y gemidos.
Edmundo decidió que lo mejor era aguardar a que se calmara. Así que se levantó del borde de la cama y se fue a sentar en la silla situada en una esquina del cuarto.
Hasta pasada una hora no dejó Eukene de llorar.
-¡Oh, maldito cerdo! -chilló de repente Eukene con gran sobresalto de Edmundo-. Es decir, que hasta se ha preocupado de buscarme un enfermero, ¿no es así? -y con rabia, arrojó la almohada a Edmundo con todas sus fuerzas. Y, por cierto, con bastante buena puntería.
A continuación, se dirigió de este modo a un Edmundo absolutamente espantado:
-¿No le importaría dejarme sola un momento?
Edmundo ya se disponía a levantarse de la silla y abandonar la habitación, cuando recordó la razón por la que se hallaba en aquella habitación. Dudó un instante y luego respondió:
-Si me da su palabra de que no va a cometer ninguna tontería, haré lo que me pide.
-¡Oh, condenado cerdo! Incluso lo ha dejado todo arreglado para que no pueda suicidarme -y otra vez comenzó a llorar.
Tratando de animarla, dijo Edmundo lanzando un suspiro:
-Si supiera la de cosas que me han sucedido en tan solo cuarenta y ocho horas...
Luego de esas palabras se sucedió una pausa que duró varios segundos, en los que no se oyó otra cosa excepto los lamentos de Eukene.
Mas para alegría de Edmundo, fue la misma Eukene la primera en romper con ese silencio.
-¿Qué... qué le ha sucedido? -le preguntó ella sonándose las narices con la sábana.

***

Para cuando acabó con su relato, Eukene reía y lloraba al mismo tiempo. Edmundo, por su parte, la miraba contento y asombrado, en vista de aquél súbito cambio de ánimo.
Luego de un ratito, ambos reían a carcajadas como si fueran un par de adolescentes, aunque sin saber con exactitud cuál era el motivo de su hilaridad.
Y de allí a poco, salieron juntos de la habitación y bajaron las escaleras que llevaban a la recepción cogidos del brazo.
Cuando el abuelo recepcionista los vio bajar, lanzó un profundo suspiro y secó el sudor que perlaba su frente con un pañuelo sucio y arrugado. Se notaba que había estado al borde de un ataque de nervios.
Echó una expresiva mirada a Edmundo, como si quisiera decirle: "Muy bien, chico. Lo has conseguido. La colega no se nos ha suicidado en el hotel".
-Quisiéramos llamar a un taxi -dijo Edmundo.
El dueño del hotel se precipitó hacia el teléfono y les pidió uno. Luego colgó el teléfono, murmuró algo acerca de que el taxi estaba ya en camino y por último acabó sentándose en el banquillo situado tras la cueva, es decir, tras el mostrador de la recepción, mirando atónito unas veces a Edmundo y otras a Eukene, la mujer abandonada. Por un instante una sonrisa maliciosa cruzó su semblante. Pero inmediatamente la hizo desaparecer -como si de pronto hubiera recordado que aquella mujer todavía seguía siendo cliente del hotel. "Money igual a respetabilidad", pensó Edmundo reparando en todos estos detalles y dándose cuenta que había empezado a cobrar una animadversión profunda hacia el abuelo-recepcionista, dueño del hotel.
Llegó el taxi y salieron. Edmundo volvió la cabeza y, mientras Eukene entraba en el taxi, guiñó el ojo al abuelo-recepcionista (que les miraba desde la entrada del hotel), dándole a entender que todo había salido bien. Este le respondió con otro guiño de ojos. Y fue así como dieron por asumida, y terminada, aquella complicidad recíproca.
En la calle aún había mucha luz.

***

Una vez en el taxi, el chófer volvió la cabeza para preguntar a dónde querían ir. Pero cuando vio a Edmundo, exclamó:
-¡Caramba! ¡Pero si es Vd. la misma persona que he traído al hotel hoy por la mañana! ¿Ha dormido Vd. bien?
Edmundo, con lógico asombro, exclamó para sí: "¡Coño! ¡Otra vez Mickey Mouse!".
-Eh... Sí, claro. Muchas gracias. Es un buen hotel, sí.
-¿Otro viajecito por la ciudad? -le preguntó con un guiño de ojos.
Edmundo enrojeció levemente. Y Eukene, al darse cuenta de la situación, rompió en una carcajada. Pronto, también Edmundo se echó a reír.
-No, no -respondió Edmundo todavía riéndose-. En esta ocasión iremos a la estación de tren. A la estación del Este.
El taxista arrancó el coche y todos dejaron atrás el hotel. Edmundo tuvo la impresión de que no volvería a ver aquél hotel. A pesar de haber dado su palabra de comenzar el lunes a trabajar en la recepción, en aquél instante, al menos, la idea le pareció un tanto increíble.
Cuando llegaron a la estación, bajaron del taxi y Edmundo pagó al taxista, quien se despidió con otro guiño de ojos. Justo entonces recordó Edmundo el dinero que había dejado olvidado en la habitación del hotel y que le había dado el desconocido a cambio de ocuparse de Eukene. Pero no le importó.
Edmundo y Eukene entraron en la estación. Y una vez en la taquilla de expedición de billetes, le preguntó Eukene de sopetón:
-¿Por qué no vienes conmigo?

RECORRIENDO EL MUNDO

Por un momento no supo qué decir. Todavía estaba asimilando el asombro que la pregunta había obrado en él. "¡Hacia el sur con la mujer abandonada!", pensó. "¿Qué haría yo en una pequeña ciudad de provincias?", se preguntó.
En los últimos seis años no había salido ni una sola vez de La Gran Ciudad. Además, tenía apalabrado con el dueño del hotel comenzar el lunes a trabajar para él. "Claro que esto no tiene demasiada importancia. Al fin y al cabo", razonaba, "también tengo un contrato con el jefe de la oficina, y hace ya doce años que trabajo allí". Y al recordar la oficina no pudo evitar lanzar un profundo suspiro, ya que pensar en su trabajo le traía a la memoria imágenes de cementerio. Y por un instante se preguntó si en vez de oficinista no estaría acaso trabajando de enterrador. A pesar de todo, tenía que admitir que aquella oficina tenía también su lado positivo. Por ejemplo, le mantenía fuera del alcance del mundo, al igual que el monasterio guarda al fraile del mundanal ruido. Gracias a la oficina, no se veía obligado a tener nada que ver con historias tales como las que ese fin de semana excepcional le había dado a conocer. La realidad a la que le mantenía unido aquella oficina era radicalmente diferente. Si viviera durante seis meses a la velocidad con la que estaba viviendo ese fin de semana, creyó que al final también acabaría hartándose de ese modo de vida, y que tarde o temprano extrañaría el plácido modus vivendi que le proporcionaba su oficina.
-Bueno, ¿no vas a responder nada? -oyó que le preguntaba Eukene.
-No sé...
-Pues éste es el momento de decidirlo -le apremió ella.
Tras unos segundos de vacilación, preguntó a su vez Edmundo:
-¿Es bonita tu ciudad?
Eukene lanzó una carcajada.
-Estás loco. Sí, ya verás cómo te gusta.
Entre risas, pidieron al empleado otro billete. Cuando Edmundo se disponía a pagar, se dio cuenta de que no tenía suficiente dinero. Ello le hizo sentirse bastante incómodo.
-No te preocupes -dijo Eukene-. Ya pongo yo la diferencia.
Edmundo otra vez se acordó del dinero que el desconocido le había dado y que él había vuelto a dejar olvidado en la habitación. Y aunque por un momento pensó en mencionar a Eukene la existencia de aquél dinero, decidió que era mejor no decirle nada acerca de ello. "Por si las moscas", pensó.
Pero a Edmundo no le hacía ninguna gracia que otra persona pagara su billete. Además, le ponía nervioso estar sin dinero. Y antes de subir al tren, decidió buscar un cajero automático.
-Ve tú al andén -le dijo a Eukene-. Yo voy ahora mismo.
-¿A dónde vas? -le preguntó Eukene con cierta preocupación.
Pero no pudo impedirle marchar. Y antes de que se pudiera dar cuenta, Edmundo ya había traspasado la puerta de la estación.
Sólo faltaban diez minutos para la partida del tren. La ciudad a la que iban quedaba a seiscientos kilómetros de La Gran Ciudad. Y a pesar de saber que podía sacar dinero en cualquier parte del globo, prefería disponer de un poco de dinero en efectivo. Así, en caso de que surgiera algún imprevisto, no se vería obligado a depender de si tenía o no tenía dinero en ese momento para poder tomar una decisión. Por lo que respecta a esa obsesión suya de llevar encima algo de dinero en metálico, hay que tener en cuenta que Edmundo había conocido largos y penosos años en el paro. De hecho, casi toda su juventud la pasó sin trabajo, en la época de la Gran Crisis.
Por fin, en la acera de enfrente y a pocos metros de la estación, empotrada en una pared ciega, encontró un cajero automático. "La Gran Ciudad", pensó, "tan solo te ofrece sus riquezas vomitándolas desde las entrañas".

***

Cuando regresó al andén encontró a Eukene fumando un cigarrillo, nerviosa. Todos los viajeros estaban ya en el tren. Al ver Eukene que Edmundo venía corriendo por el andén, le hizo un gesto con la mano y le sonrió. Subieron con prisas al vagón. Justo en aquél momento, se escuchó el pitido de salida y el tren, lanzando a modo de saludo un imponente silbido, echó a andar poquito a poco, entre chirridos y lamentos de ruedas, los vagones golpeándose unos contra otros, con gran estrépito.
En el tren no iban muchos viajeros y no les fue difícil dar con un compartimiento vacío, en donde se acomodaron. Sentados junto a la gran ventanilla, tenían por delante un viaje de unas nueve horas.
Sin embargo, al poco de ponerse en marcha, se oyeron unos gritos en la estación. Y casi inmediatamente, el tren se detuvo. Cuando Eukene y Edmundo se asomaron a la ventanilla para intentar averiguar qué estaba ocurriendo, observaron a un numeroso grupo de personas formando corro en la cola del tren. Los encargados de seguridad de la estación se acercaban corriendo al lugar.
-Parece un accidente -comentó Edmundo sin poder ocultar su curiosidad.
Y añadió:
-Aguarda aquí. Voy a ver qué ha pasado.
De allí a poco regresó de nuevo. Venía lívido. Una mujer había intentado subir al tren ya en marcha y había caído a las vías. Aunque las ruedas no le pasaron por encima, un hierro saliente del vagón le había arrancado una pierna casi de cuajo. Cuando ocurrió el accidente iba acompañada de su marido y su hijo pequeño. El niño, al escuchar los gritos estremecedores de su madre y horrorizado ante el terrible accidente que acababa de presenciar, se había alejado corriendo del lugar y vagaba todavía perdido. Y el marido, por su lado, no cesaba de gritar, histérico.
-¡Que alguien haga algo! ¡Que alguien haga algo!
Como si pidiera a la Tierra que dejara de dar vueltas.
Edmundo cuando estuvo otra vez con Eukene, sólo hizo este comentario:
-Vestía unos leotardos rojos.
Luego de un largo rato de silencio, añadió:
-Podría haberle ocurrido a cualquiera de nosotros. ¿Te das cuenta? Esa mujer se disponía a coger el tren. Nada más. Pero ahora se está muriendo. Nunca sabemos cuándo y cómo ha de sucedernos. Nuestra única esperanza es llegar a la vejez, que de por sí es terrible.
-No deberías haber ido a verlo -protestó Eukene.
Transcurridos unos minutos, el tren de nuevo echó a andar. Debido al accidente, una preocupación quedó latente en el ánimo de todos los viajeros. Edmundo, con la mirada perdida a través del cristal de la ventana, no podía apartar de su mente el recuerdo de la mujer que vestía esos leotardos rojos.
Hacia las diez y media de la noche apenas se veía nada. A lo lejos, las luces de algún pueblo aparecían y desaparecían de forma intermitente. La oscuridad se había tragado el paisaje. A veces pasaban por delante de pequeñas estaciones sin detenerse ni disminuir demasiado la velocidad. Y estas pequeñas estaciones eran como pequeños recuerdos de la civilización, arrojados en aquellos lugares para recordar a los viajeros que no estaban solos. Aunque en ocasiones también llegaban a producir justo la sensación contraria. En efecto, aquellas apariciones huidizas acrecentaban la sensación de soledad de los viajeros, provocando en ellos cierta inquietud y desasosiego. Más allá del lugar donde uno vive hay otros pueblos y otras ciudades. Y en ellas hombres y mujeres que se despiertan, trabajan y luego otra vez vuelven a dormirse. Edmundo pensó: "Esta clase de certezas tan simples son precisamente las más difíciles de asimilar".
Sumido en similares reflexiones, una honda pesadumbre se adueñó de su ánimo.
Mientras tanto, Eukene iba medio dormida, con la cabeza inclinada en el hombro de Edmundo, todavía un poco sedada por las pastillas que su amante le había dado para tranquilizarla.
Hacia las cuatro de la mañana, el tren redujo su velocidad y una estación apareció como por embrujo bajo la luz de unas luces artificiales de color amarillento. Edmundo retiró de su hombro la cabeza de Eukene y volvió de nuevo a apoyarla, con muchísimo cuidado, en el respaldo del asiento. Luego le dio un beso en la mejilla, acarició un rizo que le caía caprichoso por la cara y salió del compartimiento.
La estación era bastante pequeña. Pero al coincidir con un cambio de agujas, los trenes de largo recorrido solían detenerse en ella. Edmundo saltó al andén y, cuando estaba a punto de desaparecer en la cafetería de la estación, una voz le detuvo. Era la voz de Eukene.
-Adiós, Edmundo. Eres un buen tipo. Pero estás loco.
Casi al mismo tiempo, la locomotora echó a andar. Y Edmundo permaneció mirando hacia la ventanilla en la que Eukene le decía adiós con la mano. Por fin, la noche devoró el tren. Y tan sólo unas lucecitas rojas cada vez más pequeñas -que pertenecían, claro está, al vagón de cola- delataban a la inmensa mole de hierro que se perdía por la línea recta de la vía del tren. Hasta que, con la ayuda de las sombras y de la noche, desapareció del todo.

CUANDO LLAMA LA NOCHE

No reparó en el letrero que indicaba el nombre del pueblo. Entró directamente en la cafetería y, tras pedir un café, le preguntó al camarero sin demasiada curiosidad:
-¿Cómo se llama este pueblo?
El otro, sin prestar mucha atención a la pregunta, le demandó a su vez:
-¿Quiere algo de comer?
A Edmundo en aquél instante le vino a la memoria la mujer de los leotardos rojos.
-No-no. Gra-gracias -respondió.
-Encontrará la pensión del pueblo justo frente a la estación -le informó sin dejar de limpiar la pila de vasos.
-Es-estupendo... -murmuró, tímido, Edmundo-. Pero cre-creo que daré un pa-paseo por el pueblo. ¿Es tranquilo este lu-lugar? -requirió sin darse aún cuenta de que se hallaba en un pequeño pueblecito.
-No hay cuidado -le respondió el otro-. Aquí no ocurre como en La Gran Ciudad.
Y eso fue todo lo que se dijeron. Edmundo tomó el café y entró en la estación para consultar el horario de trenes. Había un tren a las ocho y cuarto de la mañana. Edmundo miró la hora en su reloj.
-¡Las cuatro y veinte! -exclamó en voz alta y sorprendido.
Y acordándose del camarero de la estación, se preguntó para sí: "¿Qué demontres estaría haciendo ese camarero trabajando a las cuatro y veinte de la mañana en un lugar desolado como éste?
Edmundo no sabía que el camarero era aficionado al juego y que precisamente aquella noche había organizado una timba con los tahures del pueblo.
Frente a la puerta principal de la pequeña estación dio con una antigua plazuela. Allí, tumbado en un banco de piedra, un borrachillo canturreaba una canción popular. A Edmundo se le hizo conocida la letra. Se trataba de unos versos del gran bertsolari Xenpelar, y su traducción al castellano era más o menos la siguiente:

Fuera de su casa
de todo se queja,
en el oficio que tiene
no se quiere cansar;
comer y beber bien y
jugar en el juego,
los malos vicios nadie
se los puede prohibir.

Una vez que hubo atravesado la plaza, aparecieron ante sí las pulcras casitas del pueblo, unas al lado de otras. Al respirar el aire que el viento le traía, cayó en una suerte de sensación placentera, embrujado por los ricos y sabrosos olores de las huertas cercanas. Inmensas heredades, cientos de acres de terreno cultivados, la fruta colgando exquisita de los árboles... Su imaginación se exaltó sin límites.
Echó a andar por una callejuela, esperando que le llevaría hasta las afueras del pueblo. La cercanía de lo que anhelaba ver podía casi sentirla a flor de piel. "Soy un hombre libre", murmuró burlándose de sí mismo. Le parecía que era dueño de su destino. Y a decir verdad, al menos en aquél instante, era un hombre absolutamente libre. A pesar de saber que aquello sólo era la libertad puntual que ese instante le ofrecía, una inmensa y alocada alegría parecía haberse adueñado de su cordura. Y apresuró el paso para así salir cuanto antes de aquellas estrechas callejuelas y llegar al campo abierto que tanto deseaba admirar y sentir bajo sus pies.
Los campos a lo lejos eran oscuros, casi negros. Y haciendo surgir un murmullo fascinante, tal como si fueran olas meciéndose en el mar, se acunaban impresionantes de un lado a otro.
-¡Trigales! -gritó Edmundo sin apenas dar crédito a sus ojos-. ¡Son trigales! -gritó de nuevo, y acto seguido echó a correr por un camino pedregoso, como si en esa carrera estuviera dejando atrás toda la monotonía de los últimos años. No cabía en sí de gozo.
Mientras corría, una vez más le vino a la memoria la mujer de los leotardos rojos que, en la estación, había caído a las ruedas del tren en marcha. Y aquella incomunicable solidaridad que sentía hacia ella se le apareció como parte misteriosa del universo entero. Se acordó de todos los muertos que han sido en el mundo, y también de toda la humanidad que vive en el miedo a la muerte. Y pensó, "¿pero quién toca el tambor de esta macabra danza?". Y le entró la risa loca.
Llegó hasta un riachuelo y le pareció que aquél lugar era el más maravilloso que había visto nunca. Por el arroyo corría un agua con reflejos de plata, y de vez en cuando arrastraba pequeñas y oscuras ramas, hojas de árboles...
"Esta noche", pensó, "voy a permanecer vigilante. Vigilaré el arroyo, las piedras del sendero, el murmullo del trigal y esta noche infinita".
Antes de que cayera vencido por el sueño, se preguntó a sí mismo de qué tenía que vigilarlos. Y aunque no se le ocurrió ninguna respuesta, repitió varias veces para sus adentros que, a pesar de todo, así lo haría, hasta que a vueltas con esa idea quedó definitivamente dormido, como si la noche se hubiera introducido silenciosa y oscura en sus párpados.
En aquél paraje salvaje, por un momento creyó escuchar el susurro de cuando la noche llama. Y entonces su cuerpo se estremeció en sueños, pero al mismo tiempo en un estado de semi-inconsciencia, en el que, a pesar de todo, Edmundo no se daba cuenta de nada, porque su inteligencia gravitaba en los confines de la irrealidad, dos grados a la derecha de las Pleiades, siete grados a la izquierda de Perseus. Y hacia el norte, siempre hacia el norte....

***

Cuando salieron los primeros rayos del sol, Edmundo abrió los ojos. Creyó que una explosión de colores le daba los buenos días.
Escuchó unas voces y se puso en pie. Tenía los miembros entumecidos y las piernas como si le hubiesen inyectado plomo en ellas. A duras penas consiguió dar unos pasos. Dos campesinos hablaban acerca de la tierra. Luego, cada uno se fue por su lado, llevando colgados a la espalda diversos aperos del campo.
Edmundo, escondido tras un desnivel del terreno, vio como ambos se alejaban. Y tan pronto como los perdió de vista, salió de su escondrijo y tomó el camino del pueblo, sin apresurarse.
Debido al frío de las primeras horas, su cuerpo temblaba y tenía la cara enrojecida. Aún cuando todavía era verano, el viento del amanecer -que provenía de una gran sierra cercana- penetraba inmisericorde por su jersey. Pronto tuvo ante sí las casitas del pueblo. Eran casas que surgían de la tierra como plantas fantásticas. "Seguro que por debajo tienen incluso raíces", pensó Edmundo sin dejar de castañear con los dientes.
Al alcanzar las primeras casas, una de las ventanas se abrió y una mujer de edad apareció asomada en ella. Miró a Edmundo con sorpresa y, al pasar por debajo, dijo:
-Buenos días le dé Dios.
Y Edmundo, alzando la cabeza e igualmente asombrado, respondió:
-Lo mismo le deseo, señora.
Luego de andar dando vueltas por las callejuelas, consiguió llegar a la plaza en donde estaba la estación. Y una vez en ella, se dirigió directamente a la ventanilla.
-¿A qué hora pasa el tren para La Gran Ciudad?
-A las ocho y cuarto -respondió el encargado entre toses y carraspeos, sin dejar de atusarse el bigotillo.
Edmundo no recordaba que unas horas antes había mirado el horario de trenes en el panel de la estación.
-Bien -respondió-. Déme un billete, por favor.
Cuando hubo sacado el billete salió al andén y se sentó en un banco a esperar, ya que la cafetería estaba cerrada. "Esta estación es realmente original", pensó Edmundo. "Hoy a la noche, a eso de las cuatro, la cafetería estaba abierta. Y ahora, a las siete de la mañana, cerrada". Como la vía del tren le recordaba a Eukene, se olvidó de la cafetería y se preguntó si habría llegado ya a su ciudad.
Pensar en un hecho sobre el que ya no tenía -ni tendría jamás- influencia alguna le hizo comprender lo frágiles que pueden llegar a ser los límites entre realidad y fantasía. Lo más importante -al menos, en aquél momento- era seguir por la vía del tren, sin alejarse nunca de las dos líneas infinitas, ya que fuera del camino de hierro no existía paisaje ni esperanza de llegar a ningún sitio. Sí, él también tenía que ser como la vía del tren: ¡una extensión que no se acabara nunca!
Decidió dar un paseo por las calles del pueblo, para así escapar de aquella estación que empezaba a hacérsele un tanto desoladora. Además, quería sacarse el frío del cuerpo.

¡HAY QUE DETENER EL TREN COMO SEA!

Apenas había nadie en la calle. A esa hora de la mañana y siendo además domingo, el pueblo seguía sumido en su sueño. Ya no reconocía los olores del campo porque se había acostumbrado a ellos. Las puertas de madera permanecían cerradas, como si quisieran guardar sus secretos de las miradas de curiosos e impertinentes, alzando una barrera entre la ficción y -por decirlo de algún modo- el mundo.
Edmundo no alcanzaba a comprender por qué tantas y tantas casas de La Gran Ciudad suelen ser tan feas, e incluso, monstruosas; y por qué las de aquél pueblecito, sin embargo, eran tan bonitas y atrayentes. "No es cuestión de dinero. Eso está claro", razonaba. "Algunos constructores de la urbe o bien han perdido el sentido de la belleza o no ponen ilusión en lo que construyen o andan en busca de un nuevo canon de belleza pero sin llegar a dar con él". Había también otra razón que no tenía en cuenta: qué te impulsa a crear. Por otro lado, hay otro aspecto también digno de mención: muchas casas de La Gran Ciudad, más que ser feas, suelen estar en realidad a falta de una buena restauración. De hecho, una vez rehabilitadas, y con una buena mano de pintura, reaparecen otra vez bastante más atractivas de lo que eran antes. Y esto, desde luego, no es culpa del constructor.
Sumergido en tales reflexiones, topó un bar que estaba ya abierto. Y sin pensárselo dos veces, entró adentro. Nunca había tenido tantas ganas de tomar un café con leche.
-¿Qué va a tomar? -le preguntó un tabernero con cierto aspecto de intelectual.
-Café con leche, gracias -respondió Edmundo sentándose en una mesita.
En el bar no había nadie más. El silencio le incomodaba y para romperlo dijo:
-Será agradable vivir en un lugar tranquilo como éste, ¿no? -comentó sin demostrar demasiada originalidad por su parte.
El camarero se encogió de hombros y respondió mordiéndose los labios:
-¡Bah! No crea.
A Edmundo no se le ocurrió nada más que decir. Además, el camarero no parecía tener ganas de conversar, al menos en aquél momento.
Edmundo bebió su café a pequeños sorbos y sin levantar los ojos de la taza.
Sin previo aviso, el camarero del bar se acercó a la mesa de Edmundo y tomó asiento enfrente suyo.
-¿De dónde vienes? -le preguntó tuteándole.
Edmundo le miró sin prisas antes de responder. Luego, contestó:
-De La Gran Ciudad.
El camarero asintió con la cabeza, como dándole a entender que sabía lo que quería decir con eso.
-También yo vine de La Gran Ciudad -confesó con un cierto tono de resignación.
-¿No has vivido siempre aquí? -preguntó Edmundo sin demasiado interés.
-No, no... Cuando acabé los estudios de Derecho, trabajé en varios sitios. Siempre en trabajos humildes. Un día, no sé, decidí enviarlo todo a hacer puñetas. Cómo te diría yo... Quería hacer algo...
-Ah... -exclamó Edmundo ahora ya más interesado.
-Estaba asqueado -continuó el abogado-tabernero-. Bah, nunca me arrepentiré. Subí al primer tren que salía y bajé en la estación de este pueblo, sin ninguna razón en especial. Luego, tomé esta taberna en traspaso y, la verdad, no gano mucho. Pero también es cierto que trabajo poco. Y aunque la gente del pueblo cree que soy un poco raro, a pesar de todo no nos llevamos mal. Por ahora estoy bien.
Edmundo pensó que el abogado-tabernero estaba ocultando algo. Luego de unos segundos de silencio, preguntó Edmundo:
-¿Y tienes intenciones de quedarte aquí mucho tiempo?
Antes de responder, el otro vaciló:
-No... No creo. Un año más, tal vez. Dos como mucho. Y regresaré.
-¿A La Gran Ciudad? -Edmundo.
-A La Gran Ciudad -el abogado-tabernero, sin mucho convencimiento.
Otra vez quedaron callados, hasta que uno de los dos rompió el silencio:
-¿Y tú? ¿Has venido para quedarte? -le preguntó con tono guasón.
-No, no -respondió Edmundo con un "no" rotundo y también burlón-. Regreso con el tren de las ocho y cuarto.
Edmundo miró a su reloj. Aún faltaba una larga hora para la llegada del tren.
De repente, un extraño nerviosismo se apoderó de él. Y aunque pasó por su cabeza abandonar el bar y marchar a dar una vuelta, permaneció donde estaba, taciturno y melancólico.
-¿Quieres echar una partida al ajedrez? -le preguntó el abogado-tabernero adivinando el súbito cambio de ánimo operado en Edmundo.
-Yo no soy muy buen jugador...
-No importa. Yo tampoco lo soy.
Y entonces le contó que para no aburrirse había comprado un ajedrez electrónico, y que le había puesto el nombre de "Einstein", y que "Einstein" siempre le ganaba todas las partidas. Antes de ir a por el ajedrez, le contó también que él se llamaba Auxtin, pero que en el pueblo todos le llamaban "el abogado". Y todas esas cosas le contó. Luego se levantó a por el tablero de ajedrez y las fichas, desapareció tras unas cortinas y al poco rato otra vez apareció por el mismo sitio.
-Las blancas nos las jugamos a cara y cruz. ¿De acuerdo? -le propuso ordenando las piezas en el tablero.
-Muy bien -respondió Edmundo sin ser capaz ni tan siquiera de ordenar él solo las piezas en los escaques.

***

Ambos eran dos jugadores realmente malos. Pero al cabo de una hora más o menos, Edmundo había conseguido comer a Auxtin bastantes más piezas. Y esto ponía de mal humor a Auxtin. Sin embargo, a Edmundo se le notaba cada vez más eufórico, y había olvidado incluso mirar qué hora era. De repente, se oyó el pitido de un tren. Edmundo se puso en pie de un salto y mirando al reloj exclamó:
-¡Mi tren! -gritó llevándose la mano a la frente-. ¡Ese es el pitido del tren que debía coger!
Auxtin, sin apenas sobresaltarse, lanzó un vistazo al reloj que colgaba encima de la vitrina donde estaban las botellas, detrás del mostrador, y profetizó sin alterarse lo más mínimo:
-Pues no creo que puedas ya coger ese tren. -Y añadió-: Al menos, no en este pueblo.
-¿Qué quieres decir? -se volvió Edmundo.
-Tengo el coche ahí fuera -replicó el otro flemático-. Podemos llegarnos hasta la próxima estación antes de que lo haga el tren.
-Y en tal caso, podría cogerlo en el próximo pueblo. ¿No es así?
Salieron del pueblo a toda velocidad. Edmundo iba un tanto asustado, debido precisamente a la rapidez con la que Auxtin conducía el vehículo. Sin embargo, a Auxtin se le notaba casi feliz, ya que iba perdiendo la partida de ajedrez y a él no le gustaba perder.
-¿Cuántos kilómetros hay hasta el próximo pueblo?
-Pocos -respondió lacónico Auxtin dando un nuevo acelerón al coche-. Llegaremos a tiempo, al menos si no nos la damos contra un árbol.
Edmundo lanzó una carcajada.
Y añadió Auxtin:
-Tienes que volver a visitarme. En este maldito pueblo no ocurren muchas cosas.
Edmundo pensó que Auxtin se conformaba con muy poco. "¿Y yo?", se preguntó casi inmediatamente. "¿Con qué me conformo yo? ¿Tal vez con esa especie de catacumba que es mi oficina?". Le dio rabia por el tiempo que había transcurrido. Y sintió una gran impotencia, porque ya no había nada que hacerle. A fin de cuentas, él no era sino un equilibrista en lo alto del precipicio. Y así tendría que vivir hasta el día de su muerte: sin comprender muy bien el porqué; sin poder sentir apenas entusiasmo hacia lo que le rodeaba. Indiferente incluso a la posibilidad de la caída.
-Pronto habremos llegado -dijo Auxtin.
Escondido tras una pequeña loma, apareció ante sus ojos un pequeño pueblecito que no tendría más de quinientos habitantes. Los tejados de las casitas eran de un rojo vivo, mientras que sus paredes relucían blancas e inmaculadas, bañadas por los primeros rayos del sol. Todo el pueblo parecía ser dueño de una humilde riqueza, que los habitantes sabían apreciar. Así lo ponía en evidencia, al menos, el aspecto pulcro y bien cuidado del lugar.
-¿Crees que el tren va a detenerse en un pueblecito tan pequeño? -preguntó Edmundo con preocupación.
-Se detendrá.
-¿Por qué estás tan seguro? -le preguntó Edmundo con desconfianza-. Es un pueblo muy pequeño. Y el tren que debo coger es de largo recorrido. Sólo se detendrá en las estaciones importantes.
-Te diré qué es lo que vamos a hacer -respondió Auxtin.

***

Auxtin reveló a Edmundo sus intenciones y, al cabo de un rato, los dos estaban en la estación en la que el tren debía detenerse. Y tal como había predicho Edmundo, el tren pasaría sin detenerse, y no volvería a hacer ninguna parada hasta la próxima estación situada a sesenta kilómetros de allí.
Edmundo y Auxtin salieron rápidamente de la estación.
-¿Has entendido bien? Ve entonces a la estación ahora mismo y diles que el coche se nos ha parado justo en el paso a nivel y que no podemos sacarlo, que está atascado en la vía. ¿De acuerdo?
-¿Y si no me creyeran o si reaccionaran demasiado tarde?
-Bueno, sólo es un cacharro de segunda mano. Y no creo que el tren vaya siquiera a salirse de la vía... Pero no te preocupes. Seguro que nada de eso va a ocurrir. Tan pronto como les digas que hay un coche detenido en el paso a nivel, estoy convencido de que detendrán el tren inmediatamente. Adelante, Edmundo. No nos queda mucho tiempo.
Ambos se estrecharon la mano y a continuación cada cual fue a su lugar: Auxtin a dejar el coche en medio del paso a nivel, y Edmundo a la estación para avisar de que había un coche obstruyendo la vía.
-¿Dónde está el jefe de estación? ¡Rápido! ¡Es una emergencia! -gritó Edmundo tan pronto como entró en la estación.
-Yo soy el jefe de estación -respondió una voz surgida de debajo de un escritorio.
Acto seguido apareció un hombrecillo que se disculpó así:
-Perdone Vd., pero se me ha caído el lápiz al suelo y no lo encuentro -e hizo otra vez ademán de agacharse y desaparecer bajo el escritorio, cosa que Edmundo se apresuró a impedir.
-¡El coche se nos ha detenido sobre el paso a nivel y no lo podemos sacar! ¡Está atascado en la vía! ¡Rápido! ¡Hagan algo!
El jefe de estación dio un respingo y quedó mudo y lívido. Luego, gritó a alguien a quien Edmundo no podía ver:
-¿Cuánto falta para la llegada del tren expreso?
Una voz respondió:
-Apenas un minuto.
-¡Rápido! ¡Aprieta el botón de la luz roja! ¡Hay que detener el tren como sea!
-¡Estupendo! -exclamó Edmundo-. Yo me vuelvo al paso a nivel a ver si podemos sacar el coche de la vía.
Y antes de que tuviera tiempo de decir a Edmundo que le aguardara, Edmundo ya había salido de la estación y se dirigía a la carrera hasta el lugar en donde debía detenerse el tren.
El semáforo ferroviario no estaba demasiado lejos de la estación. Edmundo se ocultó en la maleza junto a la vía y aguardó la llegada del tren. Para entonces el semáforo ya estaba en rojo. Y de allí a poco, el tren hizo su aparición y, con gran estrépito de hierros y chirridos metálicos, pese a las protestas y llantos de los escandalosos frenos de máquina y vagones, el tren se detuvo.
Inmediatamente, Edmundo salió de su escondrijo y subió al vagón más cercano. Excepto un viajero, nadie más le vio subir al tren. De todas maneras, y por si acaso, fue pasando de un vagón a otro hasta llegar al último.
Transcurridos más o menos tres minutos, el tren echó a andar. Edmundo asomó la cabeza por la ventanilla con la esperanza de ver a Auxtin y decirle adiós con la mano.
En seguida estuvieron a la altura del paso a nivel. Auxtin mantenía una calurosa conversación con el jefe de estación, y a todas luces, el jefe de estación le estaba echando un buen rapapolvos, a juzgar por los gestos que hacía con los brazos de forma exagerada, en evidente estado de nerviosismo y enfado.
Pero Auxtin no le hacía apenas caso. Miraba con ansia hacia los vagones, también él deseoso de ver a Edmundo en uno de ellos, y asegurarse así que todo había salido según lo planeado.
Edmundo le lanzó un silbido y Auxtin, al escucharlo, inmediatamente vio a Edmundo y, haciéndole un último saludo con la mano, le dedicó una abierta sonrisa que tenía algo de eternidad, ya que en la memoria de Edmundo habría de quedar grabada para siempre.
Edmundo no se asomó demasiado a la ventanilla por miedo a que el jefe de estación pudiese reconocerle. Pero él también agitó la mano, hasta que se perdió en una revuelta de la vía férrea.
"Otra vez camino de La Gran Ciudad", pensó alzando la cabeza hacia el azul del cielo.

DE REGRESO A CASA

En el tren no había muchos viajeros. Buscó un compartimiento vacío y se aprestó a pasar el viaje cómodamente, junto a la ventanilla.
Una vez sentado, y hallándose ensimismado en el viaje y en el paisaje, se percató de un libro abierto y con las tapas hacia abajo que alguien había dejado allí por olvido, justo sobre el asiento enfrente de Edmundo. "Tal vez sea un regalo anónimo", pensó medio en bromas medio en serio. "Alguien leyó el libro, le gustó y luego lo dejó ahí, con la esperanza de que llegara a manos de alguien que supiera apreciarlo". Aunque en el fondo pensó que era una tontería aquello que acababa de ocurrírsele, sin embargo decidió creer que era cierto, porque: "¡Qué demontres! Sería bonito que fuese tal y como lo he pensado".
Tenía por delante más de cuatrocientos kilómetros, así que abrió el libro por la primera página y se enfrascó en su lectura. "Metámonos ahora en otro lío", se dijo. Pronto cobró interés al libro. De hecho, Edmundo respondía casi de modo perfecto a la idea que solemos tener del lector acérrimo. Aún más, si no fuera por los libros, hacía tiempo que se habría pegado un tiro, ya que gracias a las lecturas hallaba el medio de evadirse de su mediocridad diaria y entrar así en ese otro mundo en el que los límites de la realidad se difuminan, hasta incluso desaparecer o, cuanto menos, llegar a producir la sabia Duda. "Como la nieve fundida bajo los rayos del sol", leyó Edmundo una frase del libro en voz alta.
Para aliviar la fatiga de la lectura, de vez en cuando salía del compartimiento y se iba a fumar un cigarro. Solía hacerlo una vez cada cincuenta páginas. Y en una de esas ocasiones en que había salido al pasillo a fumar, se le acercó una joven que no tendría más de veinte años. La había visto antes, al igual que él pasando el tiempo.
-¿Tiene fuego? -le preguntó con acento claramente extranjero. Edmundo, un tanto turbado por la juventud y la sensualidad de la chica, le ofreció la punta de su cigarrillo casi como un autómata. Y la joven, con una amplia sonrisa -de pillina- dibujada en su rostro, encendió su cigarrillo y luego se lo devolvió. Ella continuó fumando su cigarrillo más o menos a la altura de Edmundo, pero sin hacer desaparecer la sonrisa de su rostro.
Vestía una falda bastante corta de las que sobresalían unas piernas largas y finas, prácticamente perfectas, hasta acabar en un par de zapatos de tacón alto que a Edmundo se le asemejaron inmensos alfileres, excitantes.
La joven le provocaba una auténtica sensación de desnudez. Y aunque aún no había terminado su cigarrillo, Edmundo se puso nervioso y decidió regresar a su compartimiento, para huir así de aquél remolino de sensualidad y juventud.
Cuando estuvo solo, se reprochó no haber preguntado a la joven extranjera al menos por su nombre. Pero en seguida hizo un gesto enérgico con la cabeza, como queriendo ahuyentar los pensamientos desatinados. Y otra vez se sumergió en la lectura del libro.
Poco antes de llegar a La Gran Ciudad, Edmundo ya había terminado la lectura. Le pareció una buena novela. Más que el argumento en sí, era la calidad de la prosa lo que le había gustado. Y a pesar de no ser una de esas narrativas trabajadas al detalle, halló cada frase escrita empapada de literatura, es decir, una forma de escritura que tan sólo puede hallarse en las novelas, más allá del lenguaje oral y técnico, tal vez en otra dimensión del lenguaje. Aquella prosa en apariencia sencilla probablemente le habría llevado muchos años de trabajo y esfuerzo a su autor.

**

Los primeros barrios periféricos hicieron su aparición.
"¡Hemos llegado!", exclamó lanzando un suspiro.
Llegados al andén, una vez más le vino a la memoria el recuerdo de la mujer arrollada por el tren, con sus vistosos leotardos rojos.
Cuando bajó del tren eran las siete de la tarde. La estación estaba casi vacía. "¿Qué voy a hacer ahora?", pensó deteniéndose en mitad del solitario andén. Todavía faltaban algunas horas para que finalizara el domingo. Supo que el increíble fin de semana estaba a punto de llegar a su fin. "Ha sido de locura", se dijo.
Se sentía como en una encrucijada. "Tengo dos posibilidades: romper con este círculo vicioso y retornar a mi habitual modo de vida como oficinista, o aceptar el empleo del hotel y echar a suertes mi futuro", reflexionaba. Aún se le ocurrió otra posibilidad: con el dinero que tenía ahorrado coger unas largas vacaciones y no regresar a La Gran Ciudad hasta que se le acabase el dinero. "A fin de cuentas", razonó, "ya no existe escasez de trabajo. Y siempre tendré a mi disposición una humilde oficina o la recepción de algún pequeño hotel".
De todos modos, no tenía claro qué hacer. Por supuesto, la idea que más atractiva se le hacía era coger unas buenas vacaciones. "Luego de doce años trabajando sin interrupción, bien podría ser ésta la oportunidad que esperaba para tomarme un largo descanso", pensaba para sí. Es cierto que gastaría casi todo el dinero que había logrado ahorrar, pero eso no le preocupaba demasiado. Además, Edmundo era dado a gastar el dinero de cualquier manera. Hizo cálculos y murmuró: "Aún podría pasar tres o cuatro años sin dar ni golpe. Y estoy seguro que en esos tres o cuatro años no sabría lo que es el aburrimiento. Porque eso es precisamente lo más importante: luchar contra el aburrimiento".
Edmundo tenía una opinión muy grave acerca del aburrimiento. En su opinión, el tedio y cansancio moral eran como una puerta a través de la cual entraban todos los vicios. "¡Hay que animarse!", se alentaba en secreto.
Fue hacia la puerta principal de la estación sintiéndose como el astronauta que se apresta para hollar por primera vez un planeta hasta la fecha virgen. Necesitaba descubrir un nuevo mundo. Quería poner ante sus ojos todas las posibilidades que llevaba dentro de sí; pero no de una manera mística, en absoluto, sino de una manera humana. Los tres días de ese fin de semana le habían enseñado una cosa: que los días pueden también ser maravillosos y extraordinarios, pero que esos días maravillosos y extraordinarios solamente los hallará quien los busque. "Quien se quede aguardando a que los días le lleguen", pensaba, "nunca logrará nada, excepto una violenta frustración que acabará con él en unos pocos meses".
Salió de la estación. Pensar en ese futuro aún por estrenar le llenaba de gozo. Caminaba sonriente por la calle. E incluso la propia calle le parecía más alegre y risueña de lo habitual, como si también ella quisiera unirse a su eufórico estado de ánimo. Los mismos objetos inanimados de la calle parecían identificarse con su especial animosidad. Por ejemplo, veía un edificio y lo encontraba alegre. Y eso mismo le sucedía con los demás objetos de la calle: los árboles, un buzón, la señal de tráfico... los hallaba alegres.
Todavía no se había alejado de los alrededores de la estación, cuando le salió al paso un hombre de unos sesenta años.
-¡Aguarde! -gritó a Edmundo-. Déjeme que le diga algo. Tengo estupendas noticias para Vd.
A Edmundo le pareció un anciano cuanto menos excéntrico, ya que iba vestido con una levita negra de los pies a la cabeza y remataba su sólido atuendo con un sombrero que en los años treinta ya hubiera estado fuera de moda. Por si fuera poco, de la barbilla le sobresalía una más bien puntiaguda barba al estilo Abraham Lincoln que, por cierto, le daba un extraordinario aspecto cabruno.
-¡Oiga! -protestó Edmundo tratando de librarse de él.
Sin embargo, el nuevo Lincoln seguía en sus trece y no estaba dispuesto a dar su brazo a torcer hasta que Edmundo escuchara sus nuevas buenas.
-¡Sólo unos pocos conocemos la verdad absoluta! El mundo va hacia su destrucción, pero nadie lo sabe... !excepto unos pocos! -chillaba el nuevo Lincoln.
-Mire, abuelo. La próxima vez que nos veamos hablaremos de todo eso, ¿vale? -le interrumpió Edmundo perdiendo la paciencia y alejándose casi a la carrera del lugar, temeroso de lo que aquél nuevo encuentro podría acarrearle.
Antes da torcer la esquina, aún pudo escuchar la voz del nuevo Lincoln, llamándole:
-¡Soy el Doctor Hermoso! ¡Licenciado en fenómenos paranormales y especializado en lo sobrenatural!
Luego, nada. Unicamente el silencio de la calle. "El ambiente de todas las tardes de todos los domingos", pensó Edmundo reparando en La Gran Ciudad por primera vez desde que regresara de su viaje. Y se preguntó si aquél silencio no estaría acaso amasado con el propio cemento de la urbe.
Un autobús se dirigía, vacío, hacia algún lugar secreto de La Gran Ciudad. Aquél autobús sin viajeros en seguida lo identificó con su propio destino, juzgándolo igual de extraño e inescrutable.
Luego entró en un jardín descomunal y paseó por él durante horas y horas.
Junto con el aire caliente del verano le llegaban los aromas de innumerables flores cuyos nombres nunca había aprendido, tal vez ni siquiera oído. Edmundo parecía un loco dando vueltas por el patio de un inmenso jardín. Y hasta que no llegó el encargado avisando del inminente cierre del parque, Edmundo vivió al margen de toda preocupación horaria.
Eran las nueve y media de la noche cuando atravesó la gran puerta enrejada del parque-jardín. No había decidido nada respecto a su futuro. Caminó despacio por la Avenida Principal.
Las últimas horas, los últimos minutos del domingo iban deslizándose hacia un cementerio perdido, rumbo a la nada humana.
Pasó otro autobús vacío y Edmundo murmuró en voz alta:
-¿No sería el propio autobús quien guiaba al chófer?.
Un transeúnte se cruzó con él en aquél instante y se volvió para ver mejor a la persona que iba hablando a solas.
-Sí, hablo a solas en mitad de la calle. ¿Y qué? -volvió de nuevo a gruñir con indiferencia y en un tono de voz más alto que antes. Y luego se echó a reír.
Se detuvo a leer un cartel pegado a una pared sucia y gris. Para poder leer lo que decía una frase escrita en letra bastante pequeña, tuvo que acercar la nariz casi hasta la pared misma. La frase rezaba del siguiente modo: "Más allá de la torpeza inherente a todo ser humano, el límite de la inteligencia se extiende como un tapiz labrado con prodigiosa maestría". Creyó haber leído esa frase anteriormente en algún sitio, o al menos, se le hizo familiar. Pero no pudo recordar en qué libro la había leído, así que se encogió de hombros y siguió su camino.
"¿Qué diablos voy a hacer mañana?", masculló.
Para empezar, decidió que lo mejor sería regresar a casa y dormir un poco.
Echó un vistazo al cielo cerrado, y tras encender un cigarrillo, tomó el camino de regreso a casa, hasta que desapareció por las calles vacías y silenciosas de La Gran Ciudad... sin dejar rastro alguno.

FIN

AURKIBIDEA

Un gatito en medio de la solitaria
y misteriosa noche 7

El viejo amigo Friedrich, el
Club "Caribahamas" y Justiñe 14

Tal vez, camino del infierno 22

En el cielo con la joven mujer 38

¡Vaya un loco de recepcionista! 46

En sueños 52

Un pequeño escándalo y
una oferta de trabajo 56

El desconocido y el "favor" que
éste le pidió 64

¡Qué bella es la música! 74

Otra vez en la calle 79

La mujer abandonada 83

Recorriendo el mundo 89

Cuando llama la noche 95

¡Hay que detener el tren
como sea! 101

De regreso a casa 110

Otros títulos de X. Galarreta:

* Argiak Ilunean
* Luces en la Oscuridad
* Murruaz Bestaldean
* Más allá del Muro
* Itsasoko Istorioak (I)
* Itsasargiko Misterioa
* Egunkarietakoak
* Kaletarren Istorioak
* Fragmentarios y Ditirambos
* Gauak Gauari
* Historias del Mar

y traducciones:

* Bihar. J. Conrad
* Azeria. D.H. Lawrence
* Ekialdeko Ipuinak. Herri-literatura

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Cuando llama la Noche


X. Galarreta

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