Sunday, April 17, 2011

Torquemada en el Purgatorio Benito Pérez Galdós Tercera Parte

Torquemada en el Purgatorio

Benito Pérez Galdós

Tercera Parte

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- I -

Entró el año nuevo con buena sombra. Diríase que los Santos Reyes le habían traído al tacaño cuantos bienes del orden material puede imaginar la fantasía del más ambicioso. Llovía el dinero sobre su cabeza; apenas tenía manos para cogerlo; por añadidura, hasta se sacó, a medias con Taramundi, el premio gordo de la Lotería de fin de Diciembre, y ningún negocio de los emprendidos por él solo o en comandita dejaba de fructificar con lozanos rendimientos. Nunca fue la suerte más loca, ni reparó menos en el desorden con que reparte sus dádivas. Atribuíanlo algunos a diabólicas artes, y otros a designios de Dios, precursores de alguna catástrofe; y si eran muchos los que le envidiaban, no faltaba quien le mirase con supersticioso temor, como un ser en cuya naturaleza alentaba infernal espíritu.
Infinidad de personas quisieron confiarle sus intereses, con la esperanza de verlos aumentados en corto tiempo; pero él no consentía en manejar fondos de nadie, con excepción de tres o cuatro familias de mucha intimidad.

Pero si, en la esfera de los negocios, motivos tenía para reventar de satisfacción, en la propiamente doméstica no pasaba lo mismo, y el hombre, desde la entrada de año, se veía devorado por intensas melancolías. Los gastos de la casa eran ya como de príncipes: aumento de servidumbre de ambos sexos; libreas; otro coche, uno exclusivamente destinado a la señora y al ama con el niño; comidas de doce y catorce cubiertos; reforma de moblaje; plantas vivas de gran coste para decorado de las habitaciones; abono en la Comedia, además del Real; enormísimo lujo de trajes para el ama, que salía hecha una emperatriz a estilo pasiego, con más corales sobre su corpacho que pelos tenía en la cabeza. De Valentinico no se diga: a los pocos días de nacido, ya tenía en su Debe más gasto de ropa que su papá en los cincuenta y pico años que contaba. Encajes riquísimos, sedas, holandas y franelas de lo más fino componían su ajuar, no menos lujoso que el de un Rey. Y a estas superfluidades, el usurero no podía oponerse, porque sus últimas energías estaban agotadas, y delante de Cruz no se atrevía ni a respirar; a tal grado llegaba, en el nuevo orden de cosas, el predominio de la tirana.

El día de la Epifanía hubo gran comida, y por la noche recepción solemne, a que asistieron por centenares las personas de viso. Ya no se cabía en la casa, y fue preciso convertir el billar en salón, decorándolo con tapices, cuyo valor habría bastado para mantener a dos docenas de familias por algunos años. Verdad que tuvo D. Francisco la satisfacción de ver en su casa ministros de la Corona, senadores y diputados, mucha gente titulada, generales y hasta hombres científicos, sin que faltaran bardos, y algún chico de la prensa, por lo cual decía para su sayo el Marqués de San Eloy: "Si buena ínsula me das, buenos azotes me cuesta". El licenciado Juan de Madrid describía con pluma de ave del paraíso el espléndido sarao, concluyendo por pedir con relamidas expresiones que se repitiera. A propósito de él, hicieron los Romeros un chiste, que corrió por toda la sociedad, haciendo reír a cuantos le oían. Dijeron que el amo de la casa no pudo asistir porque... había ido a esperar los Reyes.

Transcurrieron los meses de invierno sin más novedad que algunas indisposiciones de Valentinico, propias de la edad. Verdaderamente la criaturita no parecía de cepa saludable, y algunos íntimos no ocultaban su opinión poco favorable a la robustez del heredero de la corona. Pero se guardaban muy bien de manifestarla, desde que ocurrió un desagradable incidente entre D. Francisco y su yerno Quevedito.
Hallábase este una mañana hablando con Cruz de si la leche del ama era o no superior, de la complexión raquítica del niño, y desembuchando con sinceridad médica todo lo que pensaba, se dejó decir: "El chico es un fenómeno. ¿Ha reparado usted el tamaño de la cabeza, y aquellas orejas que le cuelgan como las de una liebre? Pues no han adquirido las piernas su conformación natural, y si vive, que yo lo dudo, será patizambo. Me equivocaré mucho, si no tenemos un marquesito de San Eloy perfectamente idiota.

-¿De modo que usted cree...?

- Creo y afirmo que el fenómeno...

Don Francisco, que en aquellos tiempos había adquirido la costumbre de escuchar tras de las puertas y cortinas, espiando las ideas de su cuñada para prevenirse contra ellas, sorprendió aquel breve diálogo al amparo de un portier, y al oír repetida la palabra fenómeno, no tuvo calma para contenerse, entró, de un salto abalanzose al pescuezo del joven facultativo, y apretándoselo con la sana intención de estrangularle, gritaba: "¿Con que mi hijo es fenómeno?... ¡Ladrón, matasanos! El fenómeno eres tú, que tienes el alma patizamba, y comida de envidia... ¡Idiota mi hijo!... Te ahogo para que no vuelvas a decirlo.

Con gran trabajo pudo Cruz quitársele de entre las manos, y calmar su furia.

"No digo más que la verdad - murmuró Quevedito, rojo como un pimiento, arreglándose el cuello de la camisa, que destrozaron las uñas de su suegro -. La verdad científica por encima de todo. Por respeto a esta señora no le trato a usted como merece. Adiós.

- Vete de mi casa, y no vuelvas más a ella. ¡Decir que es fenómeno!... La cabeza grande, sí... toda llena de talento macho... El idiota y el orejudo eres tú, y tu mujer otra idiota. ¿Apostamos a que la desheredo?

- Cálmese, amigo D. Francisco - le dijo Cruz colgándose del brazo, porque quería correr tras su yerno, y echarle otra vez la zarpa.

¡Oh! sí, señora... tiene usted razón... - replicó dejándose caer sin aliento en una silla -. Le he tratado muy a lo bruto. ¡Pero mire usted que decir...!

- No decía más sino que el niño está encanijadito... Lo de fenómeno es una broma...

-¿Broma?... Pues que vuelva, y me diga que es broma, y le perdonaré.

- Ya se ha ido.

- Fíjese usted en que Rufina no ve con buenos ojos al hijo varón. Naturalmente, antes de casarme yo, pensaba la niña que todo iba a ser para ella cuando yo cerrara la pestaña, y no crea usted, se puso de uñas conmigo a raíz de mi casamiento. ¡Ah, es de lo más egoísta esa mocosa! Yo no sé a quién sale. ¿Le parece a usted que le prohiba el venir acá?

-¡Oh, no! ¡Pobrecilla!

No le costó poco trabajo a la tirana quitarle de la cabeza estas ideas. Al principio, por no contrariarle abiertamente en todas las cosas, no insistió mucho; pero pasados unos días, no dejó de la mano el asunto hasta conseguir que a los expulsados hija y yerno, se les abriesen de nuevo las puertas de la casa. Volvió, en efecto, Rufina; mas Quevedito cortó relaciones con su suegro, y por no dar su brazo a torcer en la cuestión facultativa, seguía sosteniendo que el chico era un caso teratológico.

Los negocios, que en aquellos meses consumían a Torquemada lo mejor de su tiempo, no le impidieron dedicar algunos ratos, por la noche, a la obra magna de su progresiva ilustración. En su despacho solía leer alguna obra buena, la Historia de España, por ejemplo, que a su juicio era el indispensable cimiento del saber, y consagraba algunos ratos a la compulsión de Diccionarios y Enciclopedias, en las cuales veía satisfechas sus dudas sin tener que recurrir a Zárate, que le mareaba con su vertiginosa ciencia. Con esto, y con redoblar su atención cuando oía hablar a personas eruditas, se fue afinando con estilo y lenguaje hasta el punto de que, en aquella tercera fase de su evolución social, no era fácil reconocer en él al hombre de la fase primera o embrionaria. Hablaba con mediana corrección, huyendo de los conceptos afectados o que trascendiesen a sabiduría pegadiza, y de fijo que si su enseñanza no hubiera empezado tan tarde, habría llegado a ser un rival de Donoso en la expresión fina y adecuada. ¡Lástima que la evolución no le hubiese cogido a los treinta años! Aun así, no había perdido el tiempo. Haciendo su propia crítica, y dejando a un lado la modestia, que en los monólogos no viene al caso, se decía: "Hablo muchísimo mejor que el Marqués de Taramundi, que a cada momento suelta una simpleza".

Al propio tiempo su facha parecía otra. Personas había, de las que le conocieron en la calle de San Blas y en casa de doña Lupe, que no le creían el mismo. La costumbre de la buena ropa, el trato constante con gente de buena educación, habíanle dado un barniz, con el cual las apariencias desvirtuaban la realidad. Sólo en los arrebatos de ira asomaba la oreja, y entonces, eso sí, era el tío de marras, tan villanesco en las palabras como en las acciones. Pero con exquisito esmero evitaba toda ocasión de encolerizarse, para no perder el coran-vobis ante personas a quienes, por propia conveniencia, quería considerar. Sus éxitos en el mundo eran extraordinarios, casi casi milagrosos. Muchos que en la primera fase de la evolución se burlaban de él, respetábanle ya, teniéndole por hombre de excepcional cacumen para los negocios, en lo cual no iban descaminados, y de tal modo fascinaba a ciertas personas el brillo del oro, que casi por hombre extraordinario le tenían, y conceptos que en otra boca habrían sido gansadas, en la suya eran lindezas y donaires.

El marquesado, si al principio se le despegaba un poco, como al Santo Cristo un par de pistolas, luego se le iba incrustando, por decirlo así, en la persona, en los modales, hasta en la ropa, y la costumbre hizo lo demás. Lo que aún faltaba para la completa adaptación del título a su catadura plebeya hízolo el criterio comparativo del público, pues este fácilmente se explicaba que tal cabeza ciñese corona, toda vez que otras, tan villanas por dentro y por fuera, se la encasquetaban, por herencia o real merced, no más airosamente que el antiguo prestamista.

- II -

Sin necesidad de que nos lo cuente el licenciado Juan de Madrid, ni otro ningún cronista de salones, sabemos que a los tres o cuatro meses de su alumbramiento estaba la señora de Torquemada hermosísima, como si una rápida crisis fisiológica hubiera dado a su marchita belleza nueva y pujante savia, haciéndola florecer con todo el esplendor y la frescura de Mayo. Mejoró de color, cambiando la transparencia opalina en tono caliente de fruta velluda que empieza a madurar; sus ojos adquirieron brillo, viveza su mirada, prontitud sus movimientos, y en el orden moral, si menos visible, no era menos afectiva la transmutación, trocándose lentamente en gravedad el mimo, y en juicio sereno la imaginatividad traviesa.
Vivía consagrada al heredero de San Eloy, que si en los primeros días no era para su madre más que una viva muñeca, a quien había que lavar, vestir y zarandear, andando los meses vino a ser lo que ordena la Naturaleza, el dueño de todos sus afectos, y el objeto sagrado en que se emplean las funciones más serias y hermosas de la mujer. De cómo desempeñaba Fidela su misión de madre, no se puede tener idea sin haberlo visto. Ninguna existió jamás que la superase en cuidado y solicitud, ni que con mayor sentido se penetrara de su responsabilidad. De los cariños extremados, que al principio producían en ella tensión convulsiva, pasó por gradación suave al cariño verdaderamente protector, garantía de vida para los seres débiles que amenazados de mil peligros entran en ella. De su afición a las golosinas le curó el miedo de enfermar y morirse antes de ver crecido a su hijo, y se fue acostumbrando a los alimentos sanos, y a poner método en las comidas.
Novelas, no volvió a leerlas, ni tiempo tenía para ello, pues no había hora del día en que no encadenase su atención alguna faena importante, ya el aseo del chico y del ama, ya la ropa de ambos; y luego venía el dormirle, y el vigilar el sueño, y ver si mamaba o no, y si todas sus funcioncitas se hacían con regularidad.

A ninguna parte iba, y rarísima vez se la vio en el palco de la Comedia, durante una hora o poco más, pues no tenía calma para estarse allí tontamente oyendo lo que nada le interesaba, y asaltada de mil ideas terroríficas, por ejemplo: que el ama, al acostarle, no le había puesto bien tapadito, o que se pasaba la hora de la teta, porque la muy gansa se había quedado dormida. Estaba en ascuas, impaciente porque llegase Tor para llevarla a casa. De nadie se fiaba, ni de las criadas más adictas y cuidadosas, ni de su hermana misma. Su tertulia servíale tan sólo para hacer mil consultas sobre temas de maternidad con esta y la otra señora: todo lo demás érale indiferente. Y no se crea que la monotonía de su conversación resultaba antipática, pues sabía poner en cuanto hablaba su originalidad ingénita y su gracejo. Era, en suma, encanto y admiración de cuantos íntimamente trataban a la familia. Sobre este particular dijo un día Donoso a su amigo Torquemada: "En todo, absolutamente en todo, es usted el hombre de la Suerte. ¿Qué virtudes extraordinarias son la causa que así le proteja y le mime Dios Omnipotente? Tiene usted una mujer que si se buscara con candil otra igual por toda la tierra, no se la había de encontrar. ¡Vaya una mujer! Todo el dinero que usted posee no vale lo que el último cabello de su cabeza...

- Buena es, sí, buenísima - replicó el tacaño -, y por ese lado no hay queja.

- Ni por otro alguno. Pues estaría bueno que usted se quejara, cuando parece que el dinero no sabe ir a ninguna parte más que a su bolsillo... Y a propósito, amigo mío: dícese que toman ustedes en firme todas las acciones del ferrocarril leonés.

- Así lo hemos acordado.

- Por eso he visto locos de entusiasmo a dos o tres individuos de la colonia leonesa; y hablan de darle a usted un banquete y qué sé yo qué.

-¿Banquetearme, porque voy a mi negocio?... En fin, si ellos lo pagan...

- Naturalmente.

Morentín continuaba siendo el visitante pegajoso en la casa de San Eloy, y con el pretexto de acompañar a su amigo Rafael, se pasaba allí las horas muertas tarde y noche. Pero es el caso que el ciego abominaba de él secretamente, y se ponía nerviosísimo cuando le sentía la voz. Cruz, por su parte, no gustaba de tal asiduidad. Mas ninguno de los dos encontró manera de echarle, ni aun de conseguir, por cualquier discreto artificio, que redujera sus visitas a lo estrictamente indicado por las prácticas sociales. Entró una tarde, por familiar costumbre, en el gabinete de Fidela y en el cuarto de Valentinico, próximo a la alcoba matrimonial, y allá se estuvo embelesado, viendo a la Marquesa de San Eloy en todo el lleno de sus funciones maternales, abrumándola de adulaciones hiperbólicas con las formas más extravagantes de la galantería, después de haber ensayado con deplorable éxito las más comunes. "Porque usted, Fidela, es uno de esos ejemplos raros en la Historia, en la Historia sagrada y profana, no hay que reírse... sé lo que digo. El hombre que a usted la posee debe de tener las mejores aldabas en el tribunal divino, porque si no, ¿cómo le han dado el número, la criatura selecta, el non plus ultra?

- Vamos, que no pico tan alto como usted cree. En cierta ocasión me dejé decir que yo valía mucho. ¡Cuánto me he reído de aquella jactancia! Pues ahora me parece que no valgo nada, y que no tengo ningún talento. No crea usted que lo digo por modestia. La modestia sigue pareciéndome una tontería. Ahora que tengo delante de mí algo muy grato, de muchísima responsabilidad, entiendo que no puedo llegar a lo que deseo.

- No me diga usted que no es modesta. Harto conoce cada cual lo que vale... Pero hay una cosa de que sin duda, por la abstracción en que la tienen los trabajos maternales, no se ha enterado usted todavía.

-¿Qué?

- Que ahora está usted hermosísima, vamos, en un grado de hermosura desesperante. Créame usted: cuando se la contempla, se padece vértigo... y estoy por decir que oftalmía. Es como mirar al sol.

- Pues póngase usted vidrios ahumados - dijo Fidela, echándose a reír, y mostrando las dos carreras de perlas de su incomparable dentadura -. ¿Pero para qué, si tiene usted ahumado el entendimiento?

- Gracias.

- No... ahora me da por la sinceridad. Y haciendo gala de inmodestia, diré a usted que si nada valgo en... ¿cómo se dice?... en el concepto general, lo que es como belleza... ¿Verdad que estoy guapísima? No crea usted que me voy a ruborizar por oírlo decir. Si estoy cansada de saberlo.

- Su sinceridad es un nuevo atractivo en que no había reparado hasta ahora.

- Es que usted en nada repara. No se fija más que en sí mismo, y como se mira tan de cerca no puede verse.

- Tan no me he mirado nunca, que no sé cómo soy.

- Eso lo creo, porque si usted lo supiera, no sería como es. Le hago ese favor.

- Pues bien: ¿cómo soy?

-¡Ah! yo no he de decirlo.

- Ya que usted tan sincera es en la crítica de sí propia, séalo juzgando a los demás.

- No me gusta echar incienso, y como usted es de los que todavía cultivan la modestia, si yo le colmo de elogios podría creer que le adulo.

- No creeré tal cosa, sino que me hace justicia.

- No, no, de fijo que si yo le digo lo que pienso, se ruborizará usted como los jóvenes tímidos, y no volverá más a mi casa, por temor a que mis alabanzas le sonrojen.

- Yo le juro a usted que no dejaré de volver, aunque usted me compare con los ángeles del Cielo.

- Pues con ellos pensaba compararle... Mire usted cómo va acertando.

-¿Por la pureza?

- Y por la inocencia. Desde el tiempo en que era usted estudiante, y galanteaba a las patronas de las casas de huéspedes donde vivían los compañeros con quienes repasaba la lección, no ha adelantado usted un solo paso en el arte del mundo, ni en el conocimiento de las personas con quienes trata. Ya ve usted si se halla en estado de inocencia, y si merece elogios. Ha conseguido aprender muchas cosas, no todas de gran provecho, la verdad; pero el tacto fino para conocer el grado y la clase de afecto a que debe aspirar en sus relaciones de amistad no lo tiene todavía Pepito Morentín. Es usted muy niño, y si no se da prisa a aprender esto, creo que mi Valentín le va a tomar a usted la delantera.

Desconcertado, el Tenorio sin drama afectaba no comprender, y se defendía con exclamaciones festivas; pero por dentro le atormentaban las retorceduras de su amor propio vapuleado por la altiva dama. Hablaba esta en pie, con su chiquillo en brazos, marcando el paso de niñera, y dándole golpecitos en la espalda.

"Gasta usted unas ironías que me anonadan - dijo al fin Morentín, que ya no podía contraer su rostro para fingir la hilaridad, y bruscamente se puso serio.

-¿Ironía yo...? ¡Bah! No me haga usted caso. No hay más sino que le miro a usted como a un chiquillo, y no ciertamente de los mejor educados. La juventud del día, y llamo juventud a los hombres de treinta a cuarenta años, necesita una disciplina de colegio muy dura para poder andar suelta en sociedad. No conoce la verdadera finura, ni la delicadeza, y es... ¿lo digo? una generación de majaderos muy bien vestidos y que saben algo de francés. No recuerdo quién decía la otra noche aquí que ya no hay señoras.

- La marquesa de San Salomó.

- Justo. Puede que tenga razón. Es dudoso por lo menos. Lo indudable es que ya no hay caballeros, como no sea algún viejo de la generación pasada.

-¿Lo cree usted así? ¡Oh, qué daría yo por pertenecer a la generación pasada, aunque tuviera mi cabeza llena de canas, y viviera plagado de reuma! Si así fuera, ¿sería usted más benévola conmigo?

-¿Soy acaso malévola? Esto no es malevolencia, Morentín, es vejez. No se ría. Yo soy vieja, más vieja de lo que se cree usted, si no por los años, por lo que me ha enseñado el sufrimiento.

De improviso cambió de tono Fidela, dejando al otro cortado y con la palabra en la boca. Besuqueando locamente al nene, rompió en estos chillidos:

"¿Pero ha visto usted, Morentín, una cara más repreciosa que la de este mico de Dios, rey de los pillos, y alguacil de los ángeles? ¿Conoce usted belleza igual, ni monada igual, ni desvergüenza como la suya? Esto vale más que el mundo entero.
¿Ve usted ese pelito que se me ha quedado entre los labios, besándole? Pues vale este pelito más que usted en cuerpo y alma, vale más, como unos diez mil millones de veces... elevadas a la raíz cúbica... Yo también soy matemática... Y vale más que toda la humanidad pasada, presente y futura... Conque... abur. Dile adiós, hombre. (Cogiéndole la manecita y haciéndole saludar.) Dile: adiós, adiós, tonto...

Se fue al otro cuarto, y Morentín a la calle, amargado y aburrido. Su amor propio era en aquel momento como un vistoso y florido arbusto, que un pie salvaje hubiera pisoteado bárbaramente.

- III -

Ya venía de atrás aquel desaliento del gallardo joven, que mal acostumbrado a fáciles triunfos, se figuraba que Dios había hecho el mundo para recreo de los Don Juanes de cartulina Bristol, y que las pasiones humanas eran un juego, o sport destinado al solaz de los jóvenes que, además del título de doctores en Derecho, poseían un acta de representante del país, renta para bien vivir, caballo, buena ropa, etc... Sus esperanzas, que al principio estuvieron muy verdes, nutridas tan sólo de la vanidad de él, y sin que ella en ninguna forma las alentara, habíanse marchitado antes del coloquio que acaba de referirse. Siempre que tenía ocasión de hablar a solas con su amiga, se arrancaba el hombre, no sin cautela; mas ella le paraba al instante, refregándole el rostro con irónicas e intencionadas réplicas, no más suaves que ortigas. Lo que más desconcertaba al buen Morentín era el compromiso en que, ante la opinión pública, le ponía la resistencia de la señora de Torquemada, pues siendo como un artículo de fe que ella le había elegido para desquitarse de las tristezas de su matrimonio con un hombre imposible, ¿con qué cara le decía él ahora a la pública opinión: "Señores, ni conmigo ni con nadie se desquita, porque no hay tal adulterio ni cosa que lo valga, ni en el hecho ni en la intención. Desistan ustedes de esa idea calumniosa, si no quieren que se les tenga por imbéciles como malvados"...?

Y seguramente añadiría: "Yo hago cuanto puedo. Pero no hay caso. Por mí, bien saben cuantos me conocen que no quedaría. Pero una de dos: o no le gusto, lo cual extraordinariamente me mortifica, o se encastilla en la virtud. Me inclino a creer esto último, como menos vejatorio para mí, y no tendría inconveniente en afirmar que, no gustándole yo, es cosa probada que otro ninguno le gustará, aunque se lo traigan del Cielo. Nada, señores, que por esta vez me ha fallado la puntería. Creo como Zárate, que tiene atrofiado el lóbulo cerebral de las pasiones. ¡Ah, las pasiones! Lo que pierde a las criaturas; pero también lo que las ennoblece y ensalza. Mujer sin pasiones puede ser una hermosa muñeca, o una gallina utilísima, si es madre... Confieso que ninguna batalla me pareció más fácil ganar hace un año, cuando Fidela reapareció ante el mundo casada con ese pavo de corral. Esta es la primera vez que, creyendo abrazar una mujer, me estrello contra una estatua...
Paciencia, y a otra. ¡Cuando uno piensa que ha despreciado proporciones bonitísimas, por seguir este rastro engañoso! Renuncio, pues, y me consuelo con que si el dios de las batallas... amorosas no me ha dado esta vez la victoria, será por apartarme de un gran peligro. En la casa de San Eloy siento la incubación del drama, y del drama huye el hijo de mi madre como del cólera. Esto declara y mantiene Serrano Morentín, adúltero profesional".

Debe añadirse que si el unigénito de don Juan Gualberto era incapaz de virtud en grado superior, era también inepto para el mal, realizado categóricamente. Por tener algo de todo, también tenía su poquito de conciencia, y después de poner a las heridas de su amor propio la venda de aquel optimismo reparador, dio en pensar cuán inicuos eran los errores de la opinión acerca de Fidela. Pero cualquiera destruía la dura concreción formada con los malos pensamientos y la falsa lógica del público. Como ciertas conglomeraciones calcáreas, la calumniosa especie endurecía con el tiempo, y al fin no había cristiano que la rompiera con codos los martillos de la verdad. Hallábase él dispuesto a salir por ahí diciendo a todo el que quisiera oírle: "Señores, que no es cierto... que hay virtud, virtud verdadera, no de farsa". ¡Pero nadie lo había de creer! Bueno está el tiempo para dar crédito a voces que tratan de reivindicar las reputaciones, no de destruirlas. Aquel poquito de conciencia de que el gallardo caballero disponía para los casos muy apurados de moral, le argüía su culpabilidad, porque cuando las voces empezaron, la seguridad del triunfo fue parte a que no las desmintiera con la energía y la indignación que la justicia demandaba. Dejó correr la especie, siendo falsa, porque creía como en el Evangelio, que los hechos la harían verdadera. Equivocáronse los hechos: luego estos eran los que tenían la culpa, él no. Como quiera que fuese, Morentín, saliendo aquel día de la casa de San Eloy con los espíritus enormemente abatidos, pensó que, en conciencia, y procediendo con hidalga caballerosidad (de la cual tenía también su poquitín), debía hacer un supremo esfuerzo para ahogar aquella opinión y arrancarla de cuajo.

No hacía diez minutos que Morentín había salido del gabinete de Fidela, cuando entró Rafael, conducido por Pinto.

"Ya sé que se ha ido ese danzante. Esperaba que saliera para entrar yo - dijo a su hermana, que volvió al gabinete con el chico en brazos.

- Sí, ya partió para la Palestina el bravo Malek-Adel... Siéntate. Es lástima que no puedas ver esta preciosidad. Hoy está tan contento, que no hace más que reír y tirarme de las orejas. ¿Por qué está hoy tan guasoncito el trasto de Dios?

- Déjame que le coja la cara. Acércate.

Fidela acercó el nene a su hermano, que le besó y acarició en las mejillas.
Valentinico hizo pucheros.

"¿Qué es eso, ángel? No se llora.

- Se asusta de verme.

-¡Quia! De nada se asusta este sinvergüenza. Ahora te está mirando fijo, fijo, con los ojos muy espantados, como diciendo: "¡qué serio está hoy mi tío!...". ¿Verdad que tú quieres mucho al tiíto, Rey, Sumo Pontífice, gatito de la Virgen? Dice que sí, que te quiere muchísimo, y te estima y es tu seguro servidor que besa tu mano, Valentín Torquemada y del Águila.

Viendo que Rafael callaba melancólico, creyó que refiriéndole las gracias que con inaudita precocidad hacía ya el pequeñuelo se animaría un poco. "No sabes lo tunante que es. Desde que ve una mujer, se le tira a los brazos. Este va a ser aficionadillo al bello sexo, sí señor, y muy enamorado. Mujer que vea, la querrá para sí. Y desde ahora... (dándole suaves golpes en semejante parte) le iré yo enseñando a que no se entusiasme tanto con las señoras. ¿Verdad, rico mío, que a ti te gustan mucho las niñas guapas?... A los hombres no les puede ver. El único con quien hace buenas migas es su padre. Cuando le sienta sobre sus rodillas para hacerle el caballito, suelta unas risas... ¿Y sabes lo que hace el muy tuno? Le quita el reloj. Es una afición loca a robar relojes... También ha sacado la maña de meterle mano al bolsillo de su padre, y... No creas, empieza a sacar duros y pesetas y a tirarlos al suelo, riéndose de verlos rodar...

- Simbolismo - dijo Rafael saliendo de su taciturnidad -. ¡Ángel de Dios! Si persiste en esa maña dentro de veinte años, ayúdame a sentir.

Siempre que acompañaba a su hermana, en el gabinete o en el cuarto del chiquitín, las sensaciones, y aun los sentimientos del pobre ciego sufrían alteraciones bruscas, pasando del contento expansivo al desmayo hondísimo y aplanante. Era un variar continuo, como los movimientos de la veleta un día de turbión. Horas tenía Rafael, en las cuales gozaba extraordinariamente oyendo a su hermana en los trajines de la maternidad, horas en que aquel mismo cuadro de doméstica dicha (para él, más bien sonata) le llenaba el corazón de serpientes. Razones de esto: que antes del nacimiento de Valentinico, era Rafael el niño de la familia, y en la época de miseria, un niño mimado hasta la exageración. Claro que sus hermanas le querían siempre; pero la nueva vida les distraía en mil cosas, y en los afanes que ocasiona una casa grande. Le atendían, le cuidaban; pero sin que fuera él, como en otros tiempos, la persona principal, el centro, el eje de toda la vida. Vino al mundo con repique gordo de campanas el heredero de San Eloy, y aunque las dos hermanas tenían siempre para Rafael cariño y atenciones, nunca eran estas como las que al chiquitín consagraban; cosa muy natural, pues si débiles los dos, Rafael estaba formado y no había que pensar ni en librarle de su incurable mal, ni en darle mayor robustez, mientras que Valentín era un principio de hombre, una esperanza, que había que proteger contra los mil peligros que a la infancia rodean. ¡Eterna subordinación de los amores del pasado, ante los amores y los intereses del presente y el porvenir!

Así lo pensaba Rafael en sus murrias llenas de amargura negra: "Soy el pasado, un pasado que gravita sobre ellas, que nada les da, que nada les ofrece; y el niño es el presente risueño, y un porvenir... que interesa como incógnita.

Su imaginación siempre en ejercicio le representaba los hechos usuales informados por su idea. Creía notar que su hermana Cruz, al ocuparse de él, lo hacía más por obligación que por cariño; que algunos días le servían la comida de prisa y corriendo, mientras que se entretenían horas y más horas dándole papillas al mocoso. Figurábasele también que su ropa no se cuidaba con tanto esmero. A lo mejor, le faltaban botones, o aparecían descosidos que le molestaban. Y en cambio, las dos señoras y el ama consagraban días enteros a los trapitos del crío. Sobre esto, claro está, guardaba un silencio absoluto, y antes muriera que proferir una queja. Su hermana Cruz había notado en él una tristeza fúnebre, un laconismo sombrío, y un suspirar de ese que saca la mitad del alma en un aliento. Pero no le interrogaba, por temor a que saliese con alguna tecla de las de marras. "Peor es meneallo - se decía hablando como Cervantes y como D. Francisco.

- IV -

Sobre el asunto de Morentín, sí hablaron con amplitud, y discutiendo el artificio más propio para evitar la constancia de sus visitas, convinieron en valerse de Zárate. Rafael habría deseado que se le echara sin miramiento alguno; pero a esto no se avino Cruz, por no disgustar a la señora de Serrano Morentín, una de las amigas más adictas y leales. Lo mejor era que Zárate le soltase esta indirecta: "Mira, Pepe, sea por lo que fuese, Rafael te ha tomado antipatía, y se excita siempre que te siente a su lado. Conviene que dejes de ir una temporadita por allá.
Las señoras no quieren decírtelo porque no lo tomes a mal. Pero yo, amigo tuyo, amigo de ellas, te aconsejo, etc... etc...". Acordado este plan, a Cruz le faltó tiempo para pedir al pedante su amistosa mediación, y el pedante despachó tan bien su cometido, que el otro no parecía por la casa sino contadas veces, y siempre de noche, a la tertulia grande. Los comentarios que hicieron el sabio y el galán cuando aquel le transmitió los deseos de las señoras, no constan en autos; pero es fácil colegir que uno y otro daban versión muy distinta de la oficial a los móviles de aquella cortés despedida.

Y a Rafael se le quitó un peso de encima con la seguridad de que su antiguo amigo no le visitaría con tanta frecuencia. Mas no disminuyeron por ello sus tristezas, que Cruz, a fuerza de cavilar, se explicaba porque el convencimiento de su error, en lo que de Fidela tan malignamente supuso, le inquietaba la conciencia. En efecto, Rafael parecía disuadido de los pensamientos maliciosos que le sugirió su insana lógica de ciego pesimista y reconcentrado. Una noche se lo confesó a Cruz, añadiendo que si rectificaba su infame juicio por lo tocante a Fidela, lo mantenía por Morentín, pecador de intención; como que cifraba su orgullo en ser adúltero sin drama, y corruptor de las familias con discreto escándalo. "Y para que veas cómo mi lógica no me engaña siempre - añadió -, te diré que lejos de cesar ahora la difamación de mi hermana, aumenta y toma cuerpo, porque el mundo no recoge, no puede recoger la piedra que tira.

- Bueno - replicó la primogénita, queriendo cortar -. No te ocupes de eso, y desprecia la maledicencia.

- Ya la desprecio; pero siempre existe.

- Basta ya.

- Basta, sí.

Al quedarse solo, inclinando la cabeza sobre el pecho, se sumergió en cavilaciones obscuras, cavernosas: "¿Soy yo el equivocado? No, porque pensé este desate de la opinión contra la honra de mi casa, y acerté. Si mi hermana se ha mantenido en sus deberes, realizando el mayor prodigio de los tiempos, esto sólo quiere decir que la raza es de elección... sí señor... savia superior, incorrupta en medio de esta sentina...

Levantose bruscamente, y como si aún creyera que allí permanecía su hermana Cruz, dijo con mucho énfasis: "Pero vi yo el peligro, ¿sí o no?

No tardó en caer en la silla. Su tristeza se resolvía en un vivo desprecio de sí mismo; su amor propio, mucho más potente que el de Morentín, y de mejor fuste, no se curaba con tanta facilidad de las caídas, y él se sentía caído de lo más alto de su orgullo a lo más profundo de su conciencia.

"Sí, sí - pensaba, los codos en las rodillas, las manos agarrando la cabeza como si se la quisiera arrancar -, quiero engañarme con lisonjas, con elogios de mí mismo; mas por encima de este humo sale mi razón diciéndome que soy el más redomado tonto que ha echado Dios al mundo. ¡Equivocado en todo! Creí firmemente que mi hermana sería infeliz, y es dichosa. Su alegría echa por tierra todas estas lógicas, que como quincalla mohosa almaceno en mi pobre cerebro desvencijado. Creí firmemente que el matrimonio absurdo, antinatural del ángel y la bestia no tendría sucesión, y ha salido este muñeco híbrido, este monstruo... porque lo es, tiene que serlo, como dice Quevedito... ¡Vaya una representación de la estirpe del Águila! ¡Vaya un Marqués de San Eloy! Esto da asco. Si no viene pronto el cataclismo social, será porque Dios quiere que la sociedad se pudra lentamente, y se pulverice toda en basura para mayor fertilidad de la flora que vendrá después. (Dando un gran suspiro.) La verdad es que no sé qué sentir. Estoy obligado a querer al pobre niño, y a ratos me parece que le quiero, sí. ¿Qué culpa tiene él de haber venido a destruir todas mis lógicas? Y si es híbrido y monstruoso, y crecerá marcado de cretinismo y de caquexia, al menos ha servido para encender en su madre el fuego del cariño maternal, que la purificara... Esto es un consuelo... El colmo de mis equivocaciones sería que el chico creciera listo y fuerte... No me faltaba más que eso para creer que el deforme y cacoquimio soy yo; y en este caso...
Un golpecito en la puerta cortó su divagación. Era Fidela con el nene en brazos: "Aquí hay una visita - dijo -, un caballero que pregunta si está visible el Sr. D.
Rafaelito... ¿Se puede pasar? Adelante, hijo. Dile que vienes muy enfadado, pero muy enfadado, porque no ha ido a verte hoy.

- Ahora mismo pensaba ir - replicó el ciego, animándose -. Vamos. Dame la mano.

Condújole Fidela a su cuarto, donde entablaron una larga conversación que acaloraba ella con su vivaz ingenio, y él enfriaba con su tristeza mortecina.
Contendían en el terreno de la palabra, él arrojando plomo, su hermana azogue. El diálogo tan pronto se arrastraba lánguido, como corría presuroso, informando ideas diferentes. Más de una vez quiso Fidela poner el chiquillo en brazos de su hermano; pero Rafael se opuso, temeroso, según dijo, de que se le cayera. Cuando Valentinico apenas contaba un mes, gustaba su tío de hacer el niñero: le cogía en brazos, le zarandeaba, decíale mil extravagancias, y no le soltaba hasta que el nene, frotándose los ojos con sus puños cerrados, o rompiendo en chillidos, pedía pasar a otras manos. Mas transcurrido algún tiempo, Rafael empezó a sentir hacia su sobrinito una brutal aversión, que con ningún razonamiento podía dominar. El sentimiento de su impotencia para vencer aquel insano impulso, era tan afectivo y claro en su alma como el del espanto que le causaba. Por suerte, duraba poco; pero en su brevedad inapreciable, era lo bastante intenso para ocasionarle un padecer horrible, agravado por la lucha que había de sostener contra sí mismo. Fue tan vivo una tarde el instintivo aborrecimiento a la criatura, que por apartarla de sí con prontitud para evitar un acto de barbarie, a punto estuvo de dejarla caer al suelo. "Maximina, por Dios, venga usted... - gritó levantándose -. Coja usted el niño.
Pronto; me voy... Pesa mucho... me cansa... me ahogo...

Y soltando la cría en manos del ama, salió trémulo y jadeante, palpando las paredes y tropezando en los muebles. Imposible apreciar la duración de aquel salvaje arrechucho; pero no hay duda de que era brevísima, y en cuanto pasaba, sentía ganas ardientes de llorar, se metía en su cuarto y se arrojaba en el sillón, buscando la soledad. En ella no podía hacer otra cosa que analizar minuciosamente aquel fenómeno extraño, indagar su origen, y determinar las formas en que se manifestaba. Y mejor lo conocía por la observación retrospectiva de su alma, que en el momento de sufrir el ataque, relámpago de confusión y azoramiento, en que el tremendo impulso destructor se confundía con el pánico de la conciencia, aterrada del crimen. "La causa de esto - se decía, con sinceridad de filósofo solitario -, no puede ser otra que un terrible acceso de envidia... Sí, esto es; me ha nacido en el alma como un tumor. ¡Envidia del pequeñuelo, porque mis hermanas le quieren más que a mí! Puedo decirlo claro, en las soledades íntimas de la conciencia. Naturalmente, el niño es la esperanza de la casa, las grandezas posibles del mañana, y yo soy un pasado caduco, inútil, muerto... ¿Pero cómo ha nacido en mi alma sentimiento tan vil... y tan nuevo en mí, Señor, porque jamás sentí envidia de nadie? ¿Y en qué consiste que la envidia se me quita de repente, y vuelvo a querer al chiquillo...? No, no, no se me quita, no. Cuando me pasa el arrechucho, siempre me queda una cierta hostilidad contra el muñeco ese, y si es verdad que me inspira lástima, también lo es que deseo que se muera. Analicemos bien.
¿Alguna vez he deseado que viva? (Pausa.) Que sé yo. Pocas habrán sido, y mis recuerdos de este y el otro momento me dicen que por lo común pienso que ese desdichado engendro estaría mejor en la Gloria, o en el Limbo... sí, señor, en el Limbo. Y otro síntoma que veo en mí es el absoluto convencimiento de que Dios ha hecho muy mal en mandarle acá, como no haya venido para castigo del bárbaro, y para amargar los últimos años de su vida. Sea lo que quiera, el tal Valentinico...
me lo diré claro, como debo decirme las cosas a mí mismo, en el confesonario de la conciencia, que es como ponerse de rodillas ante Dios y descubrirle toda nuestra alma... el tal Valentinico me carga... Reconozco que allá nos vamos él y yo en candor infantil. Yo discurro, él no; pero ambos somos igualmente niños. Si yo, siendo como soy, estuviese ahora mamando, y tuviera mi nodriza correspondiente, no sería más hombre que él, aunque pegado a la teta resolviera en mi cabeza todas las filosofías del mundo. (Pausa.) ¿Por qué me causa profunda irritación el ver que mis hermanas no viven más que para él, y se preocupan de la ropita, de la teta, de si duerme o no, como si de ello dependiera la suerte de toda la humanidad? ¿Por qué, cuando oigo que le miman y le cantan y le saltan en brazos, rabio interiormente porque no me hagan a mí lo mismo? Esto es infantil, Señor; pero es como me lo digo, y no puedo remediarlo. Me confieso toda la verdad, sin omitir nada, y al hacerlo así, siento alivio, el único alivio posible... (Pausa larguísima.
Abstracción.)

"Porque yo no sé lo que me pasa, ni cómo empieza el endiablado ataque. Estalla de súbito como un explosivo. Me invade todo el sistema nervioso en menos tiempo del que empleo en decirlo. Si el ataque me coge con mi sobrinito en brazos, necesito echarme con la voluntad cinturones de bronce para no dejarme caer sobre el pobre niño y ahogarle bajo mi cuerpo. O bien me da la idea de lanzarle contra la pared con la fuerza terrible que en mí se desarrolla. Una tarde llegué a ponerle mí mano en el cuello; lo abarqué fácilmente, porque no está gordo que digamos el príncipe de Asturias; apreté un poquitín, nada más que un poquitín. Le salvaron los gemidos que dio, y aquella ilusión que tuve... alucinación de oírle decir: "Tío, no me..." Fue un segundo espantoso. Mi conciencia venció... por nada, por la milésima parte del grueso de un pelo, que era la distancia que me separaba del crimen. Me temo que otra vez mi voluntad no llegue al punto crítico, y venza el impulso, y resulte que cuando me entero del acto de barbarie, ya está consumado y no lo puedo remediar. Yo lo siento, lo sentiré mucho; me moriré de vergüenza, de terror... Y cuando nos encontremos él y yo en el Limbo, víctima y verdugo, nos reiremos de nuestras discordias de por acá... ¡Cuánta miseria, cuánta pequeñez, qué estúpido combatir por quién es más! "Valentín - le diré -, ¿te acuerdas de cuando te maté porque no me hacía gracia que fueras más que yo? ¿Verdad que tú, allá en los albores de tu voluntad, querías anonadarme a mí, y me tirabas de los pelos con intención de hacerme daño? No me lo niegues. Tú eras muy malo; la sangre villana de tu padre no podía desmentirse. Si hubieras vivido, habrías sido el vengador de los Águilas deshonrados, y habrías dado tortura a tu madre, que hizo mal, muy mal en ser madre tuya. Reconócelo: mi hermana no debió casarse con el bruto de tu papá, ni yo debí ser tu tío. Y admitido que el casamiento tenía que efectuarse, no debiste nacer tú, no señor. Fuiste un absurdo, un error de la Naturaleza... (Pausa.) Y también te digo que la noche que naciste, tuve yo unos celos terribles, y cuando tu padre se acercó a mí para decirme que te había dado la gana de nacer, poco me faltó para llenarle de injurias... Con que ya ves... Y ahora estamos iguales tú y yo.
Ninguno de los dos es más que el otro, y ambos nos pasamos la eternidad en esta forma impalpable, divagando por espacios grises sin término, sin más distracción que describir curvas, ni más juguete que nosotros mismos rasgando en medio del caos las masas de luz espesa...".

- V -

Su hermana Cruz solía sacarle de estos éxtasis dolorosos con el golpe seco de su razonamiento positivo. Poniendo en su lenguaje una de cariño y otra de severidad, le calmaba. Una tarde, hallándose Rafael con Zárate en el gabinete, fue bruscamente atacado de su arrechucho. Había puesto el ama en sus brazos a Valentín dormido, para ir en busca de unas piezas de ropa al aposento contiguo, y lo mismo fue sentir el peso del tierno infante, que se le descompuso la fisonomía, temblaron sus labios, como atacado de mortal frío, encendióse su rostro, se le contrajeron los brazos...

"Zárate, demonio de Zárate, ¿dónde estás?... Por amor de Dios... - clamaba con voz ronca -. Toma el niño, cógele, hombre, cógele pronto... que si no, le estrello contra el suelo... ¿Qué haces? No puedo más... Zárate, cógele... ¡Dios mío!

Acudió al instante el sabio, cogió casi en el aire al niño; despertose este dando berridos, y cuando apareció la madre presurosa, vio a su hermano que caía en el sofá con epilépticas convulsiones. Pero rápidamente se rehizo, y con nerviosa hilaridad, procurando estirar los músculos y serenar su alterado rostro, decía: "No es nada... nada... Esto que me da... una tontería... Parece que me crecen las fuerzas... que soy un Hércules, o que me vuelvo de trapo y no sé tenerme... no sé...
¡Cosa más rara!... Ya pasó, ya estoy bien... Quiero estar solo... Que me lleven, que me saquen de aquí... Y el niño... ¿le ha pasado algo? ¡Pobrecito... estas criaturas son tan débiles! De ciento, los noventa y ocho perecen...

Acudió también la hermana mayor, que con ayuda del pedante le llevó a su cuarto, donde un rato después hablaba tranquilamente con su amigo, recordando episodios de la época estudiantil. Ya cerca de la noche, pidió que se le llevara otra vez al gabinete de Fidela, y allí se entabló conversación amena, porque entró Cruz diciendo: "Parece cosa acordada que a tu marido le obsequiarán con un banquete monumental los leoneses, por su iniciativa en lo del ferrocarril.

Y Zárate, que era de los que mangoneaban en aquel asunto, confirmó la noticia, agregando que ya se habían inscrito unos ochenta, y que la junta organizadora había tomado el acuerdo de no limitar la fiesta al elemento leonés, sino que podía inscribirse y asistir todo el que quisiera, pues así se daba a la manifestación carácter nacional, público y solemne homenaje al hombre extraordinario que ponía sus capitales y su inteligencia al servicio de los intereses públicos.

Cuando esto decía, y antes que Fidela y Cruz añadieran ningún comentario, entraron Torquemada y Donoso.

"¿Conque, Tor, te van a dar un comebú muy grande? - le dijo su esposa -. Me alegro; que estas solemnidades no han de ser sólo para los literatos y poetas.

- No sé a qué vienen esas comilonas... Pero se empeñan en ello, ¿y qué he de hacer yo? Mi línea de conducta será comer y callar.

- Eso no - dijo Cruz -. Pues flojito discurso tendrá usted que pronunciar.

-¡Yo...!

- Tú, sí. Querido Tor, la salsa de esos banquetes está en los brindis.

- Brindarán ellos. Pero yo... ¡hablar yo ante tanta gente ilustrada!

- No lo es usted menos - observó Cruz -. Y bien podrá decirles cosas muy saladas, si quiere; cosas de sentido práctico, y de verdadera elocuencia a estilo inglés.

- En ningún estilo abro yo la boca delante de tanto prohombre, y de tanta eminencia.

- No habrá más remedio, querido D. Francisco - indicó Donoso -, que decir cuatro palabras. Por más que se acuerde que no haya brindis, alguien ha de hablar, al menos para exponer el objeto de la solemnidad; y naturalmente, usted tiene que dar las gracias... una manifestación sencilla, sin pretensiones de elocuencia, frases salidas del corazón...

El chiquillo soltó la risa, y todos, Torquemada el primero, considerando que se reía del discurso de su papá, corearon su infantil alegría.

"Mico de Dios, ríete, sí, del discursito que va a pronunciar Tor. ¿Verdad que tú sabes hablar mejor que él?... Déjate, que ya iremos los dos a silbarle.

- No tiene usted más remedio - dijo Zárate dejándose ir a la adulación -, que decirnos su pensamiento sobre ciertas y determinadas materias que agitan la opinión. Es más, lo esperamos ansiosos, y privarnos de oír su palabra sería defraudar las esperanzas de todos los que allí hemos de reunirnos.

- Pues yo parto del principio de que al buen callar llaman Sancho. Despotriquen ellos todo lo que quieran, y si veo que viene mucho incienso, les diré lacónicamente que yo no me pago de lisonjas, que soy muy práctico, y que me dejen en paz, ¡ea!

- Usted, prepárese - le dijo Cruz, que en aquella ocasión, como en todas, era maestra, sin alardear de ello -. Penétrese bien del motivo por que le dan el banquete. Fíjese en este punto y en el otro; haga su composición de lugar; escoja las frases que le parezcan más oportunas, elija las palabras, y pongo mi cabeza a que hace usted un discurso que llame la atención, y deje tamañitos a los demás oradores que salgan por allí.

- Dudo mucho, Crucita - afirmó Torquemada sentándose en el sofá junto al ciego -, que de esta boca, que es muy torpe de suyo, salgan buenas oratorias, como las que oímos en las Cámaras. Pero, en caso de que no tenga más remedio que romper, yo haré por dejar bien puesto el pabellón de la familia.

- También a mí - dijo el ciego, que hasta entonces había permanecido silencioso -, me da el corazón, como a mi hermana Cruz, que va usted a revelársenos orador de primer orden. Ya puesto a crecer, señor mío, crecerá usted en todas las esferas. Y si habla esa noche medianamente, el vulgo que le oiga saldrá diciendo que allá se va usted con Demóstenes, y así lo creerá, y así se forma la opinión. Cuanto haga y diga el señor Marqués de San Eloy, será hoy tomado por lindezas, porque está en la atmósfera del éxito. ¡Ah! si usted siguiera mis indicaciones, yo me levantaría, después que hubieran hablado todos, y les diría: "Señores...

Quiso interrumpirle Cruz, temiendo alguna salida impertinente; pero él no hizo caso, y alentado por el propio D. Francisco, que le incitaba a exponer con entera ingenuidad su pensamiento, prosiguió así: "Señores, valgo más, infinitamente más que vosotros, aunque muchos de los que me escuchan se decoren con títulos académicos y con etiquetas ofíciales que a mí me faltan. Puesto que vosotros arrojáis a un lado la dignidad, yo arrojo la modestia, y os digo que me tengo bien merecido el culto de adulación que me tributáis, a mí, reluciente becerro de oro.
Vuestra idolatría me revolvería el estómago, si no lo tuviera bien fortalecido contra todos los ascos posibles. ¿Qué celebráis en mí? ¿Las virtudes, el talento? No; las riquezas, que son, en esta edad triste, la suprema virtud, y la sabiduría por excelencia. Celebráis mi dinero, porque yo he sabido ganarlo y vosotros no. Vivís llenos de trampas, unos en la mendicidad de la vida política y burocrática, otros en la religión del sablazo. Me envidiáis, veis en mí un ser superior. Pues bien, lo soy, y vosotros unos peleles que no servís para nada, muñecos de barro cincelado con cierta gracia: yo soy de estilo de Alcorcón; pero no de barro, sino de oro puro. Peso más que todos vosotros juntos, y si queréis probarlo, tomadme el tiento, arrimad el hombro a mi peana y llevadme en procesión, que no está de más que paseéis por las calles a vuestro ídolo. Y mientras vosotros me aclamáis con delirio, yo mugiré, repito que soy becerro, y después de felicitarme de vuestro servilismo, viéndoos agrupados debajo de mí, me abriré de las cuatro patas, y os agraciaré con una evacuación copiosa, en el bien entendido de que mi estiércol es efectivo metálico.
Yo depongo monedas de cinco duros y aun billetes de Banco, cuando con esfuerzos de mi vientre quiero obsequiar a mis admiradores. Y vosotros os atropelláis para cogerlo; vosotros recogéis este maná precioso; vosotros...

Tan excitado se puso, gesticulando y alzando la voz, que Cruz hubo de cortarle el discurso, suplicándole que callara. Los que oían, tan pronto lo tomaban a broma, tan pronto se ponían serios, como queriendo apuntar la censura, y Donoso, principalmente, todo corrección y formulismo, se alegró mucho de que la primogénita tapase la boca a su hermano. En cambio, Torquemada celebró la perorata, y dando al orador palmetazos en la rodilla, le decía: "Bien, muy bien, Rafaelito. La síntesis del discurso me parece excelentísima, y por mi gusto, yo pronunciaría eso, si encontrara un vocabulario de mucha trastienda para poder soltar tales perrerías con lenguaje de doble fondo, de ese que dice lo que no dice.
Pero verás como el pobre becerro no pronuncia más que un mu como una casa.

La aprobación de su cuñado le excitó más, y hubiera seguido en aquella locuacidad delirante, si Cruz no llevara con gran esfuerzo la conversación a otro asunto. Zárate hizo el gasto, charlando de mil cosas que trajo por los cabellos, y Rafael metía baza en todas, expresando opiniones graciosísimas, ya sobre las nuevas teorías de la degeneración, ya sobre la quiebra del Panamá, los anarquistas, o los diamantes del Shah de Persia. A la hora de comer, trataron Rafael y Cruz del deseo que este había manifestado diferentes veces de trasladarse al piso segundo, porque su habitación del principal era muy calurosa y estrecha, y en el segundo había dos hermosas piezas interiores, que no se utilizaban, y en las cuales el ciego podía vivir con más independencia. No había querido la hermana mayor consentir la traslación, porque abajo le tenía más cerca para vigilarle y cuidar de su persona; pero tanto insistió Rafael, que al fin, previa consulta con D. Francisco, fue autorizada la mudanza, disponiéndose que Pinto durmiese en la habitación próxima para estar al cuidado del señorito. Contentísimo parecía este de su cambio de aposento, porque arriba disponía de dos piezas muy capaces, en las cuales podía pasearse con holgura; no le molestaría el ruido de la calle, y estaba más lejos del bullicio de la casa, que en noches de recepción o de gran comida era insoportable. Bromeando con Torquemada, le dijo: "Me voy con usted. ¡Qué apostasía! ¡Instalarme tan cerquita del becerro de oro!... Vueltas del mundo. Yo, que fuí el mayor enemigo del becerro, ahora le pido hospitalidad en su sacristía...

- VI -

A principios de Mayo celebróse el banquete en honor del grande hombre, y por Dios que no hay necesidad de investigar los pormenores de la fiesta, porque la prensa de Madrid contiene en los números de aquellos días descripciones minuciosas de cuanto allí pasó. El local era de los más desahogados de Madrid, capaz para que comieran, en tres o cuatro mesas larguísimas, doscientas personas; pero como los inscritos pasaban de trescientos, por bien que quiso el fondista colocarles, ello es que estaban como sardinas en banasta; y si funcionaban medianamente con un brazo, el otro tenían que metérselo en el bolsillo. A las siete ya hervía el salón, y los de la junta organizadora, entre los cuales dicho se está que Zárate era uno de los más diligentes, se multiplicaban para colocar a todos, y procurar que en la designación de puestos presidiese un criterio jerárquico.
Sentáronse acá y allí personajes de nombradía política, militares de alta graduación, ingenieros, algún catedrático, banqueros y hombres adinerados, periodistas pobres de bolsillo, si ricos de ingenio, alguno que otro poeta, y entre col y col, personas varias no mentadas aún por la fama, propietarios y rentistas de cuenta, y en fin, gente distinguidísima, títulos del reino, etc... Predominaba, como observó muy bien Donoso, el elemento serio de la sociedad.

Mientras se iban acomodando los comensales, picante confusión y bullicio reinaban en el local. Estos, sentados ya y con la servilleta prendida, charlaban y reían; aquellos dejaban un sitio para ponerse en otro, cerca del grupo de amigos más de su gusto. El adorno del salón era el que para estas solemnidades se usa comúnmente: cenefas de hojarasca verde, tarjetones con escudos de las provincias, deteriorados del uso que tienen en las verbenas, banderas nacionales tendidas en forma de ropa de baño puesta a secar. Todo ello es de la guardarropía patriótica del Ayuntamiento, que galantemente lo facilita, contribuyendo así al esplendor de la fiesta. Algunos tarjetones se añadieron, por iniciativa de Zárate, con los nombres de las cabezas de partido en la provincia de León, y en el centro de la anchurosa cuadra, hacia la cabecera de las mesas, veíase una laminota de la hermosa catedral con el lema, en cintas pintarrajeadas, de pulchra leonina.

Concuerdan los diferentes cronistas de aquel estupendo festín en la afirmación de que pasaban cinco minutos de las siete y media cuando entró D. Francisco acompañado de su corte, Donoso, Morentín, Taramundi, y algún otro que no se menciona. En lo que no hay conformidad es en las indicaciones de la cara que llevaba el tacaño, pues mientras un periódico habla de su palidez y emoción, otro sostiene que entró risueño y con los colores algo subidos. Aunque no conste en las relaciones del acto, bien puede afirmarse que al tomar asiento D. Francisco en la cabecera, sentáronse todos y empezó el servicio de la sopa. Daba gusto ver aquellas mesas, y aquellas filas de señores de frac, calvos unos, peludos los otros, casi todos de una gravedad chinesca. Escaseaba el elemento joven; mas no el bullicio y alegría, pues entre trescientas personas, aunque estas sean, por su edad y circunstancias, del género serio, nunca faltan graciosos que saben dar amenidad a los actos más fastidiosos de la vida.

Achantaditos en un extremo de la mesa lateral, a la mayor distancia posible de la cabecera, hallábase Serrano Morentín, Zárate y el Licenciado Juan de Madrid, este con la intención más mala del mundo, pues preparábase a tomar nota de todas las gansadas y solecismos que forzosamente había de decir, en su discurso de gracias, el grotesco tacaño, objeto de tan disparatado homenaje. Morentín anticipaba, con profético don, algunas ideas que D. Francisco había de emitir, y hasta las palabras que emplear debía; Zárate aseguró conocer lo principal del discurso, induciéndolo de las preguntas que su amigo le hiciera en los días anteriores, y los tres, y otros que al grupo se agregaron, se relamían de gusto, esperando el divertidísimo sainete que a la hora de los brindis se les preparaba. Por supuesto, mientras más desatinos dijese el bárbaro, con más fuerza le aplaudirían ellos, para empujarle por el camino de la necedad, y reírse más, y pasar un rato tan delicioso como en función de teatro por horas.

Pero no en todos los grupos predominaba este sentimiento de burlona hostilidad.
Hacia el centro de una de las mesas, Cristóbal Medina, Sánchez Botín y compinches expresaban su curiosidad por lo que diría o dejaría de decir San Eloy en su contestación a los brindis. "Es hombre tosco - afirmaba uno -, hombre de trabajo, y como tal, de palabra difícil. ¡Pero qué inteligencia, señores! ¡Qué sentido práctico, qué serenidad de juicio, qué puntería para dar en el blanco de todos los asuntos!". Y en otra parte: "Veremos por dónde sale este D. Francisco. Hablará poco. Es un tío muy largo que esconde su pensamiento, como todas las inteligencias superiores.

En tanto, el Marqués tacaño experimentaba emociones diversas, conforme se iba cumpliendo aquel programa de viandas que iban y viandas que venían. Comía poco, y no elogió ningún plato. Todos le sabían igual; eran, ante su burdo criterio de gastrónomo de patatas y salpicón, las porquerías de siempre, lo mismo de su casa guisado con menos arte, todo como de batallón. Al principio, no se preocupó poco ni mucho de la soflama que tenía que pronunciar. Su vecino, un señor viejo, leonés, propietario rico, senador y algo beato, le entretuvo charlando de cosas y personas del Bierzo, y apartó su pensamiento del empeño literario en que le pondrían los brillantes oradores allí reunidos. Pero al tercer plato empezó el hombre a pensar en ello, y a refrescar las ideas que para el caso había traído de su casa, y que no estaban ya menos marchitas que los ramilletes de la mesa. Tan pronto se le escapaban, como le volvían al pensamiento, trayendo otras ideas nuevecitas, que parecían nacer en el caldeado ambiente del inmenso comedor: "¡Re-Cristo! - pensó, dándose ánimos -; que no me falten las palabritas que tengo bien estudiadas; que no me equivoque en el término, diciendo peras por manzanas, y saldremos bien. De las ideas responde Francisco Torquemada, y lo que debo pedir a Dios es que no se me atraviese el vocablo.

Aunque su propósito era no beber gota, para conservar su cabeza en absoluto despejo, alguna vez hubo de quebrantar su propósito, y cuando le sirvieron el asado, gallina o pavipollo más duro que la pata de un santo, con ensalada sin cebolla, desabrida y lacia, sintió que le subían vapores a la cabeza y que la vista se le turbaba. ¡Cosa más rara! Vio a doña Lupe, sentada hacia el promedio de una de las mesas centrales, y vestida de hombre propiamente, con la pechera de la camisa como un pliego de papel satinado, corbata blanca, frac, florecilla en el ojal...
Apartó de la extraña figura sus ojos, y al poco rato volvió a mirar. Doña Lupe se había ido; buscóla, examinando una por una todas las caras, y al fin la encontró de nuevo en uno de los mozos que iban pasando las fuentes de comida, el cual con servil amabilidad sonreía, exactamente lo mismo que ella. No había duda de que era la propia señora de los pavos, con su boquita plegada, y sus ojos vivarachos.
Sin duda, al llamamiento patriótico de los leoneses, había salido del sepulcro, dejándose en él, por causa de la precipitación, algunas partes de su persona, verbigracia: el moño, la teta de algodón, y todo el cuerpo de la cintura abajo. Visto de cerca el camarero, resultaba tan exacto el parecido, que Torquemada sintió algo de miedo. "¡Ay, de mí! - pensó -; con estas cosas, se me trastorna la cabeza, y no es mal lío el que armaré. Anda, anda: ya se me ha olvidado todito lo que escribí anoche. ¡Y cuidado si estaba bien!... Me he lucido; ni una jota recuerdo.

Afanado buscó a Donoso entre los que a una banda y otra tenía en fila de honor, como los apóstoles en el cuadro de la Cena, y notó vacío el puesto de su amigo, que en aquel momento hubiérale sido de gran ayuda, pues sólo con que él le alentara, recobraría la serenidad, y con la serenidad la memoria. "¿Qué ha sido de D. José? - preguntó con viva inquietud. Pronto fue informado de que había tenido que abandonar la mesa, porque le avisaron que su esposa se hallaba en peligro de muerte. Contrariedad no floja era esta para el tacaño, pues sólo con mirar a Donoso, las ideas se le refrescaban, y acudían a su mente las palabras finas, y el habla elegante, acompasada y ceremoniosa.

Pues señor, no había más remedio que salir del paso como se pudiera. Procuraría reconcentrar todas las energías del caletre, sin dejar de atender a la charla de los dos apóstoles que a su lado tenía. No tardaron en apuntar en su mente algunos conceptos de lo que había escrito la noche anterior; pero las ideas aparecieron en dos o tres formas, porque escribió primero algo que no hubo de parecerle bien, y lo rompió, y vuelta a escribir, y a romper... Vamos, que aquello era un cien pies. Por suerte suya, recordaba perfectamente diversas formulillas retóricas oídas en el Senado, y que se pegaban a su magín como líquenes a la roca... Luego, algo había que dejar a la inspiración del momento, sí señor...

Sirvieron una como torta que D. Francisco no supo si era cosa de hielo, o de fuego, porque por un lado quemaba, y por otro ponía los dientes como si mascaran nieve... No se dio cuenta del curso del tiempo, y de pronto vio que entre él y el comensal de la derecha se introducía el brazo del mozo con una botella, y que le echaba champagne en la copa chata. En el mismo instante sintió tiroteo de taponazos, y una algazara, un murmullo sordo y penetrante... Levantose uno de aquellos puntos, y por espacio de medio minuto no se oyó más que el chicheo de los que mandan callar. Prodújose al fin un silencio relativo, y... ahí va el discursito en nombre de la junta organizadora, explicando el objeto de aquel homenaje.

- VII -

En rigor de verdad, el primer orador (un señor Director, cuyo nombre no hace al caso), retinto, de libras, habló malditamente, aunque otra cosa dijeran, rindiendo tributo a la cortesía, los periódicos de la mañana. ¡Cuánta vulgaridad! Que le dispensaran si hacía uso de la palabra, asumiendo la representación de la junta organizadora, él tan humilde, él tan poca cosa, él, sin duda, el último... pero por lo mismo que era el último, hablaba el primero, para dar las gracias al ilustre hombre que se había dignado aceptar, etc... Enumeró las batallas que hubieron de librarse contra la modestia del grande hombre, lucha horrible, en la cual la modestia se defendió bravamente, y hubo que traer casi a rastras al señor Marqués de San Eloy, hombre de trabajo, hombre de aislamiento y soledad, hombre de silencio fecundo, hombre que huía del brillo social, y de los trompetazos de la fama. Pero no le valía.
Forzoso era, para bien de la misma sociedad, sacarle a tirones de su retiro, traerle a donde pudiera recibir los plácemes que merecía... "rodearle de nuestros cariños, de nuestros homenajes, de nuestros... de nuestros loores, señores, para que sepa lo que vale, para que la sociedad pueda expresarle su inmensa gratitud por los beneficios que de su inteligencia poderosa ha recibido... He dicho. (Grandes aplausos; el orador se sienta muy sofocado, limpiándose el sudor del rostro. Don Francisco le abraza con el brazo izquierdo nada más.)

No se había calmado el barullo producido por el primer discurso, cuando allá, en el opuesto extremo del salón, surgió un señor alto y seco, que debía de tener fama de orador brillante, porque le precedió un murmullo de expectación, y todo el grave concurso se relamía de satisfacción por las sublimes cosas que pronto se oirían. En efecto, el demonio del hombre era una máquina eléctrica. Hablaba con la boca, con los brazos, que parecían aspas de molino, con las trémulas manos, que casi tocaban el techo, con los crispados dedos, con todo el semblante congestionado, echando fuego, con los ojos que se le salían del casco, con los lentes, tan pronto caídos, tan pronto puestos sobre el caballete de la nariz por la misma mano que quería horadar el techo. Tal era el desbordamiento de su oratoria enfática y caleidoscópica, que si aquello dura más de quince minutos, todos salen de allí con el mal de San Vito. ¡Qué acumular idea sobre idea, qué vértigo de figuras, corriendo como vagonetas descarriladas, que al chocar montan unas sobre otras, qué tono furiosamente altísono, desde el primer momento, tanto que no había gradación posible, y su oratoria era una sucesión delirante de finales de efecto! Como el tal ingeniero (no sé si por Madrid o por Lieja) iniciador de obras públicas tan grandiosas como impracticables, se despotricaba con un lío espantoso de retóricas del orden industrial y constructivo, y todo era carbón por allí, calderas al rojo cereza por allá, las espirales de humo que escribían sobre el azul del cielo el poema de la fabricación, el zumbido de los volantes, el chasquido de las manivelas; y tras esto, las dínamos, las calorías, la fuerza de cohesión, el principio vital, las afinidades químicas, para venir a parar al arco iris, a las gotas de rocío que descomponen el rayo solar, y qué sé yo, Dios de mi vida, todo lo que salió de aquella boca. Y a todas estas, nada había dicho aún de D. Francisco, ni se veía la relación que el festejado pudiera tener con toda aquella monserga de gotas de rocío, dínamos y manivelas.

Sin abandonar el estilo vertiginoso y las gesticulaciones epilépticas, hizo la gradación gallardamente. Presentó a la humanidad dándose de cachetes con la ciencia, como quien dice. La ciencia bebía los vientos por redimir a la humanidad, y esta emperrada en no dejarse redimir. Naturalmente, nada se conseguiría hasta que aparecieran los hombres de acción. Sin ellos, era impotente la señora ciencia.
Por fin ¡hosanna! aparecido había el hombre de acción. ¿Y quién dirán ustedes que era el hombre de acción? Pues D. Francisco Torquemada. (Grandes aplausos como salutación al nombre.) Después de un breve panegírico del ilustre leonés, el orador se sentó, entre un diluvio de aclamaciones de entusiasmo. Desplomose sin aliento en la silla, como un obrero que se cae del andamio, con todos los huesos rotos, y hay que llevarle al hospital.

Siguió un paréntesis de bulla, risas y tiroteo ingenioso. "Que hable D. Fulano, que hable el Sr. Tal". La concurrencia se hallaba en ese placentero estado psicológico, del cual se deriva toda la amenidad y gracia de esta clase de festines. A cada quisque tocaba un poquitín de la vis cómica que se derramaba por todo el ámbito del grandísimo comedor. Después de pinchar a este y al otro, levantose, no sin hacerse mucho de rogar, un señor pequeño y calvo. Había llegado el momento de la aparición del gracioso, pues en la solemnidad banquetil, para que el conjunto resulte completo, ha de haber una sección recreativa, un orador que trate por lo festivo las mismas cuestiones que los demás han tratado por lo grave. El indicado para llenar este vacío era un antiguo periodista, magistrado por poco tiempo, después diputado cunero, y en algunas épocas de su vida contratista de tablazón para envase de tabacos. Tal fama de gracioso tenía, que antes que hablara, ya se desternillaban de risa los oyentes.

"Señores - empezó -, nosotros hemos venido aquí con fines muy malos, con intenciones aviesas, y yo, porque así me lo dicta mi conciencia, pido al señor Gobernador, aquí presente, que nos lleve a todos a la cárcel (Risas.) Hemos traído engañado al excelentísimo señor Marqués de San Eloy. Él vino a honramos con su compañía en esta mesa pobre... y ahora resulta que le damos un menú (que algunos llaman minuta) de discursos, un verdadero indigestivo para que le haga daño la comida". El preámbulo fue muy divertido, y luego entró en materia diciendo: "Ninguno de los aquí presentes sabe quién es el Marqués de San Eloy, y yo, que lo sé, os lo voy a decir. El Marqués de San Eloy es un pobrecito, y los ricos, los poderosos somos los que le festejamos. (Risas.) Es un pobrecito que pasaba por la calle, y le hemos invitado a que entrara aquí, y entra, y participa de nuestro festín...
No, no reírse; pobrecito dije y os lo voy a demostrar. No es rico el que poseyendo riquezas, las consagra a labrar el bien de la humanidad. Es tan sólo un depositario, un administrador, no de lo suyo, sino de lo nuestro, porque lo destina a mejorar nuestra condición moral y material". (Aplausos, aunque el argumento a nadie convencía.) Prosiguió ensartando disparates, y jugando con la paradoja, hasta que terminó, ofreciendo cómicamente su protección al administrador de la humanidad, D. Francisco Torquemada. Imposible mencionar todo lo que después se dijo, en varios tonos; hubo discursos buenos y breves, otros largos, difusos, y sin ninguna substancia. Un señor habló en nombre de la provincia de Palencia, limítrofe de la de León, asegurando que no hacían falta tantos ferrocarriles, aunque él no los combatía, ¡cuidado! y que los capitales deben emplearse en canales de riego. Otro habló en nombre del Ejército, a que pertenecía, y el de más allá en nombre de la Marina mercante. Alguien dijo también cosas muy entonadas en nombre de la clase aristocrática, y en nombre del Colegio de Notarios, y el Gobernador expresó su sentimiento por que el señor de Torquemada no fuese hijo de Madrid, idea contra la cual protestaron airados los leoneses; pero el Gobernador remachó la idea, asegurando que León y Madrid vivían en perfecta fraternidad. Saltó uno de Astorga, llamando a Madrid su segunda patria, patria primera de sus hijos, y al fin concluyó por echarse a llorar; y otro, que había venido de Villafranca del Bierzo, aseguró ser sobrino del cura que bautizó a D. Francisco, lo cual fue el detalle tierno de la solemnidad. Gracias a un oportunísimo quite, se pudo evitar que unos ñales de poetas leyeran los versos que ya tenían medio desenvainados con la intención más alevosa del mundo. Por la calidad de las personas allí reunidas, y el objeto serio de la solemnidad, no estaba en carácter la lectura de composiciones poéticas.
Y al fin, se aproximaba el momento culminante. El héroe de la fiesta, mudo y pálido, revolvía ya en su mente las primeras frases del discurso. En los breves instantes que le faltaban, hizo acopio de su valor, y fijó bien en su mente ciertas reglas que se había propuesto seguir, a saber: no citar autores en concreto, sin absoluta seguridad en la cita; expresar vagamente y con frases equívocas todo aquello de que no tuviese un gran dominio; quedarse siempre entre dos aguas sin decir blanco ni negro, como hombre que más peca de reservado que de comunicativo, y pasar, como sobre ascuas, sobre todo punto delicado de los que no pueden tomarse en boca profana sin peligro de soltar una barbaridad. Hecha esta preparación mental, y encomendándose a su ausente ídolo literario, el señor de Donoso, a quien creía llevar en esencia dentro de sí mismo, como una segunda alma, levantose y aguardó tranquilo a que se produjese el silencio augusto que necesitaba para empezar. Gracias a los diligentes taquígrafos que el narrador de esta historia llevó al banquete, por su cuenta y riesgo, han salido en letras de molde los más brillantes párrafos de aquella notable oración, como verá el que siga leyendo.

- VIII -

"Señores: no voy a pronunciar un discurso. Aunque quisiera, y vosotros... digo que aunque vosotros gustarais de oírmelo, yo no podría, por causa de mi pobreza...
(murmullos) de mi pobreza de medios oratorios. Soy un individuo rudo, eminentemente trabajador, y de la clase de pueblo, artesano por excelencia del negocio honrado... (Bien, bien)... No esperéis en mí discursos más o menos floreados, porque no he tenido tiempo de aprender la ciencia oratoria. Pero, señores y amigos, no puedo faltar a lo que exigen de mí vuestra cortesía y mi gratitud y he de manifestar cuatro mal pergeñadas... manifestaciones, que si pobres de estilo y toscas de literatura, serán la expresión sincera de un corazón agradecido, de un corazón noble, de un corazón que late... ahora y siempre, al compás de todo sentimiento hidalgo y generoso. (Muy bien.)

"Repito que no esperéis de mí bonitos discursos, ni elocuentísimos períodos. Mis flores son los números; mis retóricas el cálculo; mi elocuencia... la acción.
(Aplausos.) La acción, señores. ¿Y qué es la acción? Todos lo sabéis, y no necesito decíroslo. La acción es la vida, la acción es... lo que se hace, señores, y lo que se hace... dice más que lo que se dice. Hase dicho... (pausa) hase dicho que la palabra es plata, y el silencio es oro. Pues yo añado que la acción es toda perlas orientales, y brillantes magníficos. (Aprobación calurosa.)

"Cábeme la satisfacción de contestar a los señores que me han precedido en el uso de la palabra, y al hacerlo... (pausa) cúmpleme declarar que en manera alguna hubiera aceptado este inmerecido homenaje que me tributáis, absolutamente, si no me obligaran a ello consideraciones de este y el otro linaje, sin que de cerca ni de lejos me hayan traído aquí móviles de vanidad... hasta el punto de que... mi ánimo... vamos, que mi absoluto fin era prevalecer en la línea de conducta que he observado siempre, y afirmarme en la tesis de que debemos rehuir cuanto tienda al enaltecimiento personal... que ¡harta representación tienen en el actual momento histórico las personalidades, señores...! y es tiempo ya de que se glorifiquen los hechos, no las personas, los principios, no las entidades... que yo reconozco su mérito, señores, yo lo reconozco; pero ya es tiempo de que por encima del individuo personal estén los hechos, la acción, el gran principio de obrar (alzando la voz) cada cual en su propio elemento, y en el círculo de sus propias operaciones.
(Muy bien, bravo.)

"¿Quién es el que tiene el honor de dirigiros su modesta palabra en este momento? Pues no es más que un pobre obrero, un hombre que todo se lo debe a su misma iniciativa, a su laboriosidad, a su honradez, a su constancia. Nací, como quien dice, en la mayor indigencia, y con el sudor de mi rostro he amasado mi pan, y he vivido, orillando un día y otro día las dificultades, cumpliendo siempre mis obligaciones, y evacuando mis negocios con la más estrictísima moralidad. Yo no he hecho ningún arco de iglesia; yo no he tenido arte ni parte con el demonio, como errada y torpemente creen algunos, (risas) yo no tengo el don del milagro. Si he llegado a donde estoy, lo debo a que he tenido dos virtudes, y de ello me alabo con vuestro beneplácito, dos virtudes. ¿Cuáles son? Helas aquí: el trabajo, la conciencia. He trabajado en una serie no interrumpida de, de... de tareas económico-financieras, y he practicado el bien, haciendo todos los favores posibles a mis semejantes, y labrando la felicidad de cuantas personas me encontraba al alcance de mi acción. (Bien, muy bien.) Ese ha sido mi desiderátum, y la idea que he abrigado siempre: hacer todo el bien que podía a mis semejantes. Porque el negocio, vulgo actividad, fijaos bien, señores, no está reñido con la caridad, ni con la humanidad más o menos doliente. Son dos elementos que se completan, dos objetivos que vienen a concurrir en un solo objetivo; objetivo, señores, del cual tenemos una imagen en nuestras conciencias, pero que reside en el Altísimo 9.
(Grandes, ruidosos y entusiastas aplausos.)

"Pero si declaro que siempre fue mi línea de conducta hacer el bien a todos, sin distinción de clases, a todos, tirios y troyanos, también os digo que, como trabajador por excelencia, nunca, nunca he dado pábulo a la ociosidad, ni he protegido a gente viciosa, porque eso ¡cuidado! ya no sería caridad, ni humanidad, sino falta de sentido práctico; eso sería dar el mayor de los pábulos a la vagancia.
De mí se podrá decir todo lo que se quiera; pero no se dirá nunca que he sido el Mecenas de la holgazanería. (Delirantes aplausos.)

"He partido siempre del principio de que cada cual es dueño de su propio destino; y será feliz el que sepa labrarse su felicidad, y desgraciado el que no sepa labrársela No hay que dejarse de la suerte... ¡Oh, la suerte, pamplinas, tontería, dilemas, antinomias, maquiavelismos! No hay más desgracias que las que uno se acarrea con sus yerros. Todo el que quiere poseer los intereses materiales, no tiene más que buscarlos. Busca y encontrarás, que dijo el otro. Sólo que hay que sudar, moverse, aguzar la entendedera, en una palabra, trabajar, ora sea en este, ora en el otro oficio. Pero, lo que es dándose la gran vida en paseos y jaranas, charlando en los casinos, o enredando con las buenas mozas, (risas) no se gana el pan de cada día... y el pan está allí, allí, vedlo, allí. Pero es menester que vayáis a cogerlo; porque él, el pan, no puede venir a buscaros a vosotros. No tiene pies, se está muy quietecito esperando que vaya a cogerlo el hombre, a quien el Altísimo ha dado pies para correr tras el pan, inteligencia para saber dónde está, ojos para verlo, y manos para agarrarlo... (Bravos y palmadas frenéticas.)

"De suerte, que si os pasáis el tiempo en diversiones, no tendréis pan, y cuando el hambre os haga salir de coronilla en busca de él, ya otros más listos lo habrán cogido... los que supieron madrugar, los que supieron emplear todas las horas del día en el clásico trabajo, los que supieron evacuar todas sus diligencias en tiempo oportuno, no dejando nada para mañana, los que se plantearon la cuestión de comer o no comer, como el otro, que vosotros conocéis mejor que yo, y no necesito nombrarlo, como el otro, digo, planteó la cuestión de ser o no ser. (Admiración, estrepitosos aplausos.)

"Seamos prácticos, señores. Yo lo soy, y me alabo de ello, dejando a un lado la careta de la modestia, que ya con tanto quita y pon se va cayendo a pedazos de nuestros rostros. (Ruidosos aplausos, y voces de sí, sí.) Seamos prácticos, digo, serlo vosotros, y yo, que soy perro viejo, os recomiendo que lo seáis. Ser prácticos sí no queréis que vuestra vida revista los caracteres de una tela de Penélope. Si hoy tejéis el bienestar con elementos superiores a vuestros medios, o séase posibles, mañana el déficit os obligará a destejerlo... y siempre tendréis suspendida sobre vuestras cabezas la espada de Aristóteles... (Rumores.) Quiero decir... He dicho Aristóteles, porque... (se ríe, y ríen todos esperando un chiste) tengo verdadera manía por este filósofo, que es el más práctico de todos. (Sí, sí.) Es mi hombre; le llevo en el pensamiento a todas horas del día. Y como tengo para mí que el tal Damocles, el de la espada, era un hijo de tal... o nadie sabe quién es... ¿Alguno de los que me escuchan sabe quién era ese Damocles? (Risas: voces de "no, no... no lo sabemos".) Pues yo estoy a matar con esas maneras de hablar, y he decidido que la famosa espada sea de Aristóteles... vamos, que le armo caballero, porque es el hombre de mi devoción, es mi ídolo, señores, el hombre más grandioso de la antigua Grecia, y del siglo de oro de todos los tiempos. (Bravo, muy bien.)

"Perdonadme la digresión, y volvamos a la tesis. Atendamos más a la acción que a la palabra, obremos, obremos mucho y hablemos poco. Trabajar siempre, de consuno con nuestras necesidades, y con el valioso concurso de todos los elementos que concurran a nuestro lado. Y hechas estas manifestaciones, que creo me imponía mi presencia en este augusto recinto... (enmendándose) y lo llamo augusto, porque en él se reúnen tantas eminencias científicas, políticas y particulares... (bien, bravo); hechas estas declaraciones, paso a concretar la cuestión. "¿A qué obedece esta comida? ¿Qué peculiar objetivo lleváis al festejarme, a mí, tan humilde? Pues habéis visto en mí un hombre activo, de suyo, dispuesto a patrocinar los grandes adelantos del siglo, a llevarlos al estadio de la práctica. Yo pongo mi corta inteligencia y mis ahorros al servicio de la patria, yo no miro a mi interés, sino al interés general, al interés público de la humanidad, que bien necesitada está la pobrecita de que se interesen por ella. Heme lanzado a emprender obras muy importantísimas, sin ambición alguna de lucro privado, podéis creérmelo, y a favorecer a mi patria natal llevando la locomotora con su penacho de humo a través de los campos. Si yo no idolatrara la ciencia y la industria como las idolatro, si no fuera mi bello ideal el progreso, yo no patrocinaría la locomotora, patrocinaría el carromato, y no vería más lazo de unión entre los pueblos que el ordinario de Astorga, o el ordinario de Ponferrada. Pero no, señores; yo soy hijo de mi siglo, del siglo eminentemente práctico, y patrocino el ordinario, mejor dicho, la ordinaria del mundo entero, la locomotora. (Frenéticos aplausos.)

"Adelante con la ciencia, adelante con la industria. El mundo se transforma con los adelantos, y hoy nos maravillamos de ver la claridad preciosísima de la luz eléctrica donde antes lucían velones de aceite, velas de sebo, bujías esteáricas, y el petróleo refinado. De donde saco la consecuencia de que lo moderno acaba con las antiguallas. ¡Cuán gran verdad es, señores, que esto matará aquello... como dijo, y dijo muy bien... quien todos sabéis! (Aplausos prolongados.)

"Yo, señores, no me canso de repetíroslo, soy un hombre muy humildísimo, muy llano, de cortas facultades (voces de no, no), de pocas luces (no, no), de escasa instrucción; pero a formalidad no me gana nadie. ¿Queréis que os defina mi actitud moral y religiosa? Pues sabed que mis dogmas son el trabajo, la honradez (murmullos de aprobación), el amor al prójimo, y las buenas costumbres. De estos principios parto yo siempre, y por eso he podido llegar a labrarme una posición independiente. Y no creáis que doy de lado, por decirlo así, al dogma sagrado de nuestros mayores. No; yo sé dar al César lo que es del César, y al Altísimo...
también lo suyo. Porque a buen católico no me gana nadie, bien lo sabe Dios, ni en lo de defender las veneradas creencias. Adoro a mi familia, en cuyo... foco, en cuyo seno encuentro la felicidad, y os aseguro que de mi casa al Cielo no hay más que un paso... (Con ternura.) Yo no debía hablar de estas cosas, que son del elemento privado... (Voces: sí, sí, que siga.) Pero mi familia, o séase el círculo del hogar doméstico, es lo primero en mi corazón, y pienso en ella siempre, y no puedo apartar del pensamiento aquellos pedazos de... No, no sigo; permitidme que no siga... (Gran emoción en el auditorio.)

"De política nada os digo. (Voces: sí, sí.) No, no señores. No he llegado a saber todavía qué partidos tenemos, ni para qué nos sirven. (Risas.) Yo no he de ser poder, ni he de repartir credenciales... no, no... Veo que pululan los empleados, y que no hay nadie que se decida a castigar el presupuesto. Claro, no castigan porque a los mismos castigadores les duele. (Risas.) Yo me lavo las manos: blasono de obedecer al que manda, y de no barrenar las leyes. Respeto a tirios y troyanos, y no regateo el óbolo de la contribución. A fuer de hombre práctico, no hago la oposición sistemática, ni me meto en maquiavelismos de ningún género. Soy refractario a la intriga, y no acaricio más idea que el bien de mi patria, tráigalo Juan, Pedro o Diego. (Muy bien.)

"Concluyo, señores... porque ya estaréis fatigados de oírme (no, no), y yo también fatigado de hablar, pues no tengo costumbre, ni sé expresarme con todo el brillo peculiar... ni... ni con la prosa correcta... que... En fin, señores, concluyo con las manifestaciones de mi gratitud por vuestras manifestaciones... por este holocausto, por este homenaje magnánimo y verídico. Lo digo y lo repito: yo no merezco esto; yo soy indigno de obsequios tan... sublimes, y que no tienen punto de contacto con mis cortos merecimientos. No me atribuyáis a mí rasgos que no me pertenecen. La verdad ante todo. En la cuestión del ferrocarril no he hecho más que obedecer al impulso de un ilustre y particular amigo mío, aquí presente, y a quien no nombro por no ofender su considerable modestia. (Todos miran al señor Marqués de Taramundi, que baja los ojos y se sonroja ligeramente.) Este amigo es el que ha movido toda la tramoya de la vía férrea, y a él se debe la coronación del éxito, [304] porque aunque no ha figurado para nada, detrás de la cortina ha manejado todo muy lindamente, de modo que bien puedo deciros que ha sido... pasmaos, señores, el Deus ex machina del ferrocarril de Villafranca al Berrocal.
(Ruidosísimos aplausos. Los leoneses se rompen las manos.)

"Pues... ya no me resta más que deciros sino que mi gratitud será eterna, y en ningún modo efímera, no, y que todos los presentes, sin distinción de tirios ni de troyanos (risas), me tienen incondicionalmente a su disposición. No es por alabarme; pero sé distinguir, y nadie me gana en servir a mis amigos y ayudarlos en... lo que necesiten, quiero decir, que en cualesquiera cosa en que necesiten de mi modesto concurso, pueden mandarme, en la seguridad de que tendrán en mí un seguro servidor, un amigo del alma y... un compañero, dispuesto a prestarles... todo el concurso desinteresado, todo el favor, todo el apoyo moral y moral, toda la confianza del mundo... siempre con el alma, siempre con el corazón... Les ofrezco, pues, con fina voluntad mi hacienda, mi persona, y todo cuanto soy y cuanto valgo.
He dicho. (Aplausos frenéticos, delirantes aclamaciones, gritos, tumulto. Todo el mundo en pie, palmoteando sin cesar, con estrépito formidable. La ovación no tiene término.)

- IX -

Los más próximos se precipitaron a abrazar al orador triunfante, y aquello fue el delirio. ¡Qué estrujones, qué vaivenes, qué sofocación! Por poco hacen pedazos al pobre señor, que con cara reluciente, como si se la hubieran untado de grasa, los ojos chispos, la sonrisa convulsiva, no sabía ya qué contestar a tan estrepitosas demostraciones. Y luego fueron llegando en confuso tropel los comensales, disputándose el paso, y todos le achuchaban, algunos con fraternal efusión y cierta ternura, efecto del ruido, de los aplausos, de esa sugestión emocional que se produce en las muchedumbres. D. Juan Gualberto Serrano, entrecortada la voz, rojo como un pavo, y sudando la gota gorda, no le dijo más que: "Colosal, amigo mío, colosal.

Y otro le aseguró no haber oído nunca un discurso que más le gustase.

"¡Y cómo se ve al hombre práctico, al hombre de acción! - dijo un tercero.

- Tenemos aquí al apóstol del Sentido común. Así, así se piensa y se habla. Mi enhorabuena más entusiástica, Sr. D. Francisco.

- Sublime... Venga un abrazo. ¡Qué cosas tan buenas ¡oh! nos ha dicho usted...!

- Y también ha sabido hablar al corazón. ¡Qué hombre...! Vaya, que de esta le hacemos a usted ministro.

-¿Yo? Quítese allá - replicó el tacaño, que ya se iba cargando de tanto estrujón -.
He dicho cuatro frases de cortesía, y nada más.

- Cuatro frases, ¿eh? Diga usted cuatro mil ideas magníficas, estupendas... Venga otro abrazo. Francamente, ha sido un asombro.

De los últimos llegó Morentín, y le abrazó con fingido cariño, y sonrisa de hombre de mundo, diciéndole:

"¡Pero muy bien! ¡Qué orador nos ha salido esta noche! No lo tome usted a broma; orador y de los grandes...

- Quite usted... por Dios.

- Orador, sí señor - añadió Villalonga, con la seriedad que sabía poner en su rostro en tales casos -. Ha dicho usted cosas muy buenas, y muy bien parladas. Mi enhorabuena.

Y luego fue Zárate, que le abrazó llorando, pero llorando de verdad, porque además de pedante, era un consumado histrión, y le dijo: "¡Ay, qué noche, qué emociones!... Mi enhorabuena en nombre de la ciencia... sí... de la ciencia, que usted ha sabido enaltecer como nadie... ¡Qué síntesis tan ingeniosa! ¡La ordinaria del mundo entero! Bien, amigo mío. No lo puedo remediar: se me saltan las lágrimas.

Y al despedirse de todos, más abrazos, más apretones de manos, y nuevos golpes de incensario. Asombrado de aquel bárbaro éxito, D. Francisco llegó a dudar de que fuese verdad. ¡Si se burlarían de él! Pero no, no se burlaban, porque en efecto, había hablado con sentido; él lo conocía y se lo declaraba a sí mismo, eliminando la modestia. No se consolaría nunca de que no le hubiera oído el gran Donoso.

Acompañáronle hasta su casa los más íntimos, y allá otra ovación. Noticias exactas habían llegado del exitazo, y lo mismo fue entrar en la sala, que todas aquellas señoras se tiraron a abrazarle. Cruz y Fidela, que antes de la llegada de D.
Francisco, al enterarse de la gravedad de su amiga la señora de Donoso, habían pasado malísimo rato, desde que vieron entrar al héroe de la noche saltaron bruscamente de la pena al júbilo, y no pensaron más que en añadir sus voces al coro de plácemes. "A mí no me sorprende tu triunfo, querido Tor - le dijo su esposa -. Bien sabía yo que hablarías muy bien. Tú mismo no has caído aún en la cuenta de que tienes mucho talento.

- Yo, la verdad, esperaba un éxito - dijo Cruz -, pero no creí que fuera tanto. No sé a qué más puede usted aspirar ya. Todo lo tiene: el mundo entero parece que se postra a sus pies... Vamos, ¿qué pide usted ahora?

-¿Yo? nada. Que a usted no se le ocurra ensanchar más el círculo... señora mía.
Bastante círculo tenemos ya. Ya no más.

-¿Que no? - dijo la gobernadora riendo -. Ya verá usted. Si ahora empezamos...
Prepárese.

- Pero todavía... - murmuró Torquemada temblando como la hoja en el árbol.

- Mañana hablaremos.

Estas fatídicas palabras amargaron la satisfacción del flamante orador, que pasó mala noche, no sólo por la excitación nerviosa en que le pusiera su apoteosis, sino por las reticencias amenazadoras de su implacable tirana.

Al día siguiente, trató en vano de recibir los plácemes de Rafael. Una ligera indisposición le retenía en su aposento del segundo piso, y no se dejaba ver más que de su hermana Cruz. Los periódicos de la mañana colmaron la vanidad oratoria del grande hombre, poniéndole en las nubes, y enalteciendo, conforme a la opinión del momento, su sentido práctico y su energía de carácter. Todo el día menudearon las visitas de personajes propios y extraños, algún diplomático, Directores de Hacienda y Gobernación, Generales, Diputados y Senadores, y dos Ministros, todos con la misma cantinela: que el orador había dicho cosas de mucha miga, y que había logrado poner los puntos sobre las íes. No faltaba ya si no que fuesen también el Rey, y el Papa, y hasta el propio Emperador de Alemania. La Iglesia no careció de representación en aquel jubileo, pues llegaron también, para incensar al tacaño, el Reverendísimo Provincial de los Dominicos, Padre Respaldiza, y el señor Obispo de Antioquía, los cuales agotaron el vocabulario de la lisonja. "Bienaventurados - dijo con unción evangélica Su Ilustrísima -, los ricos que saben emplear cristianamente sus caudales, en provecho de las clases menesterosas.

Cuando se fue la última visita, respiró el grande hombre, gozándose en la soledad de su casa y familia. Pero muy poco le duró el contento, porque le abordaron Fidela y Cruz en actitud hostil. Fidela callaba, asintiendo con la expresión a cuanto su hermana con fácil y altanera voz decía. Desde las primeras palabras, D.
Francisco se puso lívido, se mordía el bigote comiéndose más de la mitad de las cerdas entrecanas que lo componían, y se clavaba los dedos en los brazos o en las rodillas, presa de terrible inquietud nerviosa. ¿Qué nueva dentellada daba la gobernadora a sus considerables líquidos, que más bien eran sólidos? Pues era de lo más atroz que imaginarse puede, y el tacaño se quedó como si sintiera que la casa se venía abajo y le sepultaba entre sus ruinas.

En el arreglo de la deuda de Gravelinas, el palacio ducal, tasado en diez millones de reales, era una de las primeras fincas que saldrían a subasta. Decíase que con dificultad se hallaría comprador, como no le metiese el diente Montpensier, o algún otro individuo de la familia Real, y se gestionaba para que lo adquiriese el Gobierno con destino a las oficinas de la Presidencia. Finca tan hermosa y señoril no podía ser más que del Estado o de algún Príncipe. ¡Vaya con las ideas de aquel demonio en forma femenina, la primogénita del Águila, y oráculo del hombre práctico y sesudo por excelencia! Júzguese de sus audaces proyectos por la respuesta que le dio don Francisco, casi sin aliento, tragando una saliva más amarga que la hiel.

"¿Pero ustedes se han vuelto locas, o se han propuesto mandarme a mí a un manicomio? ¡Que me adjudique el palacio de Gravelinas, esa mansión de príncipes coronados... vamos, que lo compre...! Como no lo compre el Nuncio...

Rompió en una carcajada insolente, que hizo creer a la dama gobernadora que por aquella vez encontraría en su súbdito resistencias difíciles de vencer. Sintióse fuerte el tacaño en los primeros momentos, al desgarrar el hierro sus carnes, y sus resoplidos y puñetazos sobre la mesa habrían infundido pavor en ánimo menos esforzado que el de Cruz.

"¿Y tú qué dices? - preguntó D. Francisco a su esposa.

-¿Yo?... Pues nada. ¡Pero si en el negocio con la casa del Duque, comprendido el palacio y las fincas rústicas, has ganado el oro y el moro! Adjudícate el palacio, Tor, y no te hagas el pobrecito. Vamos, ¿a que te ajusto la cuenta, y te pruebo que comprándolo tú viene a salirte por unos seis millones nada más?

- Quita, quita. ¿Qué sabes tú?

- Y en último caso, ¿qué son para ti seis ni diez millones?

Miróla D. Francisco con indignación, balbuciendo expresiones que más bien parecían ladridos; pero pasado aquel desahogo brutal de su avaricia, el hombre se desplomó, sintiendo, ante las dos damas, una cobardía de alimaña indefensa, cogida en trampa imposible de romper. Cruz vio ganada la batalla, y por consideración al vencido, le argumentó cariñosamente, ponderándole las ventajas materiales que de aquella compra reportaría.

"Nada, nada; concluiremos en la miseria... - dijo el avaro con amargo humorismo - . Desde el campanario de San Bernardino, cuarenta siglos nos contemplan. Bien, bien; palacitos a mí. ¡Ay, mi casuca de la calle de San Blas, quién te volviera a ver! Que avisen a la Funeraria; que me traigan el féretro; yo me muero hoy. Este golpe no lo resisto; ¡que me muero...! Ya lo dije yo en mi discurso: esto matará a aquello... Y yo pregunto a ustedes, señoras de palacio y corona, ¿con qué vamos a llenar aquellos inmensos salones, que parecen el Hipódromo, y aquellas galerías más largas que la Cuaresma?... Porque todo ha de corresponder...

- Pues... muy sencillo - respondió Cruz tranquilamente -. Ya sabe usted que ha muerto D. Carlos de Cisneros, la semana pasada.

- Sí señora... ¿y qué?

- Que sale a subasta su galería.

- Una galería, ¿y para qué quiero yo galerías?

- Los cuadros, hombre. Los tiene de primer orden, dignos de figurar en reales museos.

-¡Y los he de comprar yo!... ¡yo! - murmuró D. Francisco, que de tanto golpe tenía el cerebro acorchado, y estaba enteramente lelo.

- Usted.

-¡Ay, sí, Tor! - dijo Fidela -, me gustan mucho los cuadros buenos. Y que Cisneros los tenía magníficos, de los maestros italianos, flamencos y españoles. ¡Pero qué tonto, si eso siempre es dinero!

- Siempre dinero - repitió el tacaño, que se había quedado como idiota.

- Claro: el día en que a usted no le acomoden los cuadros, los vende al Louvre, o a la National Gallery, que pagarán a peso de oro los de Andrés del Sarto, Giorgione, Guirlandajo, y los de Rembrandt, Durero y Van Dick...

-¿Y qué más?

- Para que todo sea completo, adjudíquese usted también la armería del Duque, de un valor histórico inapreciable; y según he oído, la tasación es bajísima.

- El Bajísimo ha entrado en mi casa, y ustedes son sus ayudantes. ¡Con que también armaduras! ¿Y qué voy yo a pintar con tanto hierro viejo?

- Tor, no te burles - dijo Fidela, acariciándole -. Es un gusto poseer esas preseas históricas, y exponerlas en nuestra casa a la admiración de las personas de gusto.
Tendremos un soberbio Museo, y tú gozarás de fama de hombre ilustrado, de verdadero príncipe de las artes y de las letras; serás una especie de Médicis...

-¿Un qué?... Lo que yo compraría de buen grado ahora mismo es una cuerda para ahorcarme. Me lo puedes creer: no me mato por mi hijo. Necesito vivir para librarle de la miseria, a que le lleváis vosotras, y de la desgracia que le acarreáis.

- Tonto, cállate. Pues mira; yo que tú, me quedaría también con el archivo de Gravelinas; se lo disputaría al Gobierno, que quiere comprarlo. ¡Vaya un archivo!

- Como que estará lleno de ratas.

- Manuscritos preciosísimos, comedias inéditas de Lope, cartas autógrafas de Antonio Pérez, de Santa Teresa, del Duque de Alba y del Gran Capitán. ¡Oh, qué hermosura! Y luego, códices árabes y hebreos, libros rarísimos...

-¿Y también eso lo compro?... ¡Ay, qué delicia! ¿Qué más? ¿Compro también el puente de Segovia, y los toros de Guisando? ¿Con que manuscritos, quiere decirse, muchas Biblias? Y todo para que vengan a casa cuatro zánganos de poetas a tomar apuntes, y a decirme que soy muy ilustrado. ¡Ay, Dios mío, cómo me duele el corazón! Ustedes no quieren creerlo, y yo estoy muy malo. El mejor día reviento en una de estas, y se quedan ustedes viudas de mí, viudas del hombre que ha sacrificado su natural ahorrativo por tenerlas contentas. Pero ya no puedo más, ya no más. Lloraría como un chiquillo, si con estos resquemores no se me hubiera secado el foco de las lágrimas.

Levantose al decir esto, y estirándose como si quisiera desperezarse, lanzó un gran bramido, al cual siguió una interjección fea, y tan pesadamente cayeron después sus brazos sobre las caderas, que de la levita le salió polvo. Todavía hubo de rebelarse en los últimos pataleos de su voluntad vencida y moribunda, y encarándose con Cruz, le dijo:

"Esto ya es una picardía... ¡Saquearme así, dilapidar mi dinero estúpidamente! Quiero consultar esta socaliña con Rafael, sí, con ese, que parecía el más loco de la familia, y ahora es el más cuerdo. Se ha pasado a mi partido, y ahora me defiende.
Que venga Rafaelito... quiero que se entere de esta horrible cogida... El cuerno, ¡ay de mí! me ha penetrado hasta el corazón... ¿Dónde está Rafaelito?... Él dirá...

- No quiere salir de su cuarto - dijo Cruz serena, victoriosa ya -. Vámonos a comer.

- A comer, Tor - repitió Fidela colgándosele del brazo -. Tontín, no te pongas feróstico. Si eres un bendito, y nos quieres mucho, como nosotras a ti...

-¡Brrrr...!

- X -

Grave, gravísima la señora de Donoso. Las noticias que aquella mañana (la del tantos de Abril, que había de ser día memorable) llegaron a la casa de los Marqueses de San Eloy, daban por perdida toda esperanza. Por la tarde se le llevó el Viático, y los médicos aseguraban que no pasaría la noche sin que tuvieran término los inveterados martirios de la buena señora. La ciencia perdía en ella un documento clínico de indudable importancia, por cuya razón, habría deseado la Facultad que no se extinguiera su vida, tan dolorosa para ella, para la ciencia tan fecunda en experimentales enseñanzas.

De prisa y sin gana comieron Fidela y Cruz para ir a casa de Donoso. Se convino en que D. Francisco se quedaría custodiando al pequeñuelo. La madre no iba tranquila si el papá no le prometía montar la guardia con exquisita vigilancia.
También le encargó Cruz que cuidase de Rafael, que aquellos días parecía indispuesto, si bien sus desórdenes mentales ofrecían más bien franca sedación, y mejoría efectiva. Mucho agradeció el tacaño que se le ordenara quedarse, porque se hallaba muy abatido y melancólico, sin ganas de salir, y menos de ver morir a nadie. Anhelaba estar solo, meditar en su desgraciada suerte, y revolver bien su propio espíritu en busca de algún consuelo para la tribulación amarguísima de la compra del palacio, y de tanto lienzo viejo y armadura roñosa.

Fuéronse las dos damas, después de recomendarle que avisara al momento, si alguna novedad ocurría, y haciendo bajar algunos papelotes, se puso a trabajar en el gabinete. El chiquitín dormía, custodiado de cerca por el ama. Todo era silencio y dulce quietud en la casa. En la cocina charlaban los criados. En el segundo, Argüelles Mora, el tenedor de libros, a quien Torquemada había encargado un trabajo urgente, escribía solo. El ordenanza dormitaba en el banco del recibimiento, y de vez en vez oíase el traqueteo de los pasos de Pinto que bajaba o subía por la escalera de servicio.

Al cuarto de hora de estar D. Francisco haciendo garrapatos en la mesilla del gabinete, vio entrar a Rafael, conducido por Pinto.

"Pues usted no sube a verme - díjole el ciego -, bajo yo.

- No subí, porque tu hermana me indicó que estabas malito, y no querías ver a nadie. Por lo demás, yo tenía ganas de verte, y de echar un párrafo contigo.

- Yo también. Ya sé que tuvo usted anteanoche el gran éxito. Me lo han contado muy detalladamente.

- Bien estuvo. Como todos eran amigos, me aplaudieron a rabiar. Pero no me atontece el zahumerio, y sé que soy un pobre artista de la cuenta y razón, que no ha tenido tiempo de ilustrarse. ¡Quién me había de decir a mí, dos años ha, que yo iba a largar discursos delante de tanta gente culta y facultativa! Créelo; mientras hablaba, para entre mí me reía del atrevimiento mío, y de la tontería de ellos.

- Estará usted satisfecho - dijo Rafael serenamente, acariciándose la barba -. Ha llegado usted en poco tiempo a la cumbre. No hay muchos que puedan decir otro tanto.

- Es verdad. ¡Dichosa cumbre! - murmuró D. Francisco en un suspiro, rumiando los sufrimientos que acompañaban a su ascensión a las alturas.

- Es usted el hombre feliz.

- Eso no. Di que soy el más desgraciado de los individuos, y acertarás. No es feliz quien está privado de hacer su gusto, y de vivir conforme a su natural. La opinión pública me cree dichoso, me envidia, y no sabe que soy un mártir, sí, Rafaelito, un verdadero mártir del Gólgota, quiero decir, de la cruz de mi casa, o en otros términos, un atormentado, como los que pintan en las láminas de la Inquisición o del Infierno. Heme aquí atado de pies y manos, obligado a dar cumplimiento a cuantas ideas acaricia tu hermana, que se ha propuesto hacer de mí un duque de Osuna, un Salamanca, o el Emperador de la China. Yo rabio, pataleo, y no sé resistirme, porque o tu hermana sabe más que todos los Padres y que todos los Abuelos de la Iglesia, o es la Papisa Juana en figura de señora.

- Mi hermana ha sacado de usted un partido inmenso - replicó el ciego -. Es artista de veras, maestro incomparable, y aún ha de hacer con usted maravillas. Alfarero como ella no hay en el mundo: coge un pedazo de barro, lo amasa...

- Y saca... Vamos, que aunque ella quiera sacarme jarrón de la China, siempre saldré puchero de Alcorcón.

-¡Oh, no... ya no es usted puchero, señor mío!

- Se me figura que sí. Porque verás...

Estimulado por la paz silenciosa de su albergue, y más aún por algo que bullía en su alma, sintió el tacaño, en aquel momento histórico, un grande anhelo de espontanearse, de revelar todo su interior. Lo raro del caso fue que Rafael sentía lo mismo, y bajó decidido a desembuchar ante el que fue enemigo irreconciliable los secretos más íntimos de su conciencia. De suerte que la implacable rivalidad había venido a parar a un ardiente prurito de confesión, y a comunicarse el uno al otro sus respectivos agravios. Contole, pues, Torquemada, el conflicto en que se veía de tener que hacerse con un palacio y la mar de pinturas antiguas, diseminando el dinero, y privándose del gusto inefable de amontonar sus ganancias para poder reunir un capital fabuloso, que era su desiderátum, su bello ideal y su dogma, etc.
Se condolió de su situación, pintó sus martirios, y el desconsuelo que se le ponía en la caja del pecho cada vez que aprobaba un gasto considerable, y el otro trató de consolarle con la idea de que el tal gasto sería fabulosamente reproductivo. Pero Torquemada no se convenció, y seguía echando suspiros tempestuosos.

"Pues yo - dijo Rafael, muellemente reclinado en el sillón, la cara vuelta hacia el techo, y los brazos extendidos -, yo le aseguro a usted que soy más desgraciado, mucho más, sin otro consuelo que ver muy próxima la terminación de mis martirios.

Observábale D. Francisco atentamente, maravillándose de su perfecta semejanza con un Santo Cristo, y aguardó tranquilo la explicación de aquellos sufrimientos, que superaban a los suyos.

"Usted padece, señor mío - prosiguió el ciego -, porque no puede hacer lo que le gusta, lo que le inspira su natural, reunir y guardar dinero; como que es usted avaro...

- Sí lo soy... - afirmó Torquemada con verdadero delirio de sinceridad -. Ea, lo soy, ¿y qué? Me da la gana de serlo.

- Muy bien. Es un gusto como otro cualquiera, y que debe ser respetado.

-¿Y usted, por qué padece; vamos a ver? Como no sea por la imposibilidad de recobrar la vista, no entiendo...

- Ya estoy hecho a la obscuridad... No va por ahí. Mi padecer es puramente moral, como el de usted, pero mucho más intenso y grave. Padezco porque me siento de más en el mundo y en mi familia, porque me he equivocado en todo...

- Pues si el equivocarse es motivo de padecer - replicó vivamente el tacaño -, nadie más infeliz que un servidor, porque este cura, cuando se casó, creía que tus hermanas eran unas hormiguitas capaces de guardar la Biblia, y ahora resulta...

- Mis equivocaciones, señor Marqués de San Eloy - afirmó el ciego sin abandonar su actitud, emitiendo las palabras con tétrica solemnidad -, son mucho más graves, porque afectan a lo más delicado de la conciencia. Fíjese bien en lo que voy a decirle, y comprenderá la magnitud de mis errores. Me opuse al matrimonio de mi hermana con usted, por razones diversas...

- Sí, porque ella es de sangre azul, y yo de sangre... verde cardenillo.

- Por razones diversas, digo. Llevé muy a mal la boda; creí a mi familia deshonrada, a mis hermanas envilecidas.

- Sí, porque yo daba un poquito de cara con el olor de cebolla, y porque prestaba dinero a interés.

- Y creí firmemente que mis hermanas rodaban hacia un abismo donde hallarían la vergüenza, el fastidio, la desesperación.

- Pues no parece que les ha pintado mal... el abismo de ñales.

- Creí que mi hermana Fidela, casándose por sugestiones de mi hermana Cruz, renegaría de usted desde la primera semana de matrimonio, que usted le inspiraría asco, aversión...

- Pues me parece que... ¡digo!

- Creí que una y otra serían desdichadas, y que abominarían del monstruo que intentaban amansar.

-¡Hombre, tanto como monstruo...!

- Creí que usted, a pesar de los talentos educativos de la papisa Juana, no encajaría nunca en la sociedad a que ella quería llevarle, y que cada paso que el advenedizo diera en dicha sociedad, sería para ponerle más en ridículo, y avergonzar a mis hermanas.

- Me parece que no desafino...

- Creí que mi hermana Fidela no podría sustraerse a ciertos estímulos de su imaginación, ni condenarse a la insensibilidad en los mejores años de la vida, y aplicándole yo la lógica vigente en el mundo para los casos de matrimonio entre mujer joven y bonita, y viejo antipático, creí, como se cree en Dios, que mi hermana incurriría en un delito muy común en nuestra sociedad.

- Hombre, hombre...

- Lo creí, sí señor; me confieso de mi ruin pensamiento, que no era más que la proyección en mi espíritu del pensamiento social.

- Ya, se le metió a usted en la cabeza que mi mujer me la pegaría... Pues mire usted, jamás pensé yo tal cosa, porque mi mujer me dijo una noche... en confianza de ella para mí: "Tor, el día que te aborrezca, me tiraré del balcón a la calle; pero faltarte, nunca. En mi familia es desconocido el adulterio, y lo será siempre.

- Cierto que ella pensaría eso; mas no se debe a tal idea su salvación. Sigo: yo creí que usted no tendría hijos, porque me pareció que la Naturaleza no querría sancionar una unión absurda, ni dar vida a un ser híbrido...

- Eh, hazme el favor de no poner motes a Valentín.

- Pues bien, señor mío, ninguna de estas creencias ha dejado de ser en mí un tremendo error. Empiezo por usted, que me ha dado el gran petardo, porque no sólo le admite la sociedad, sino que se adapta usted admirablemente a ella. Crecen como la espuma sus riquezas, y la sociedad que nada agradece tanto como el que le lleven dinero, no ve en usted el hombre ordinario que asalta las alturas, sino un ser superior, dotado de gran inteligencia. Y le hacen senador, y le admiten en todas partes, y se disputan su amistad, y le aplauden y glorifican, sin distinguir si lo que dice es tonto o discreto, y le mima la Aristocracia, y le aclama la Clase Media, y le sostiene el Estado, y le bendice la Iglesia, y cada paso que usted da en el mundo es un éxito, y usted mismo llega a creer que es finura su rudeza, y su ignorancia ilustración...

- Eso no, no, Rafaelito.

- Pues si usted no lo cree, lo creen los demás, y váyase lo uno por lo otro. Se le tiene a usted por un hombre extraordinario... Déjeme seguir; yo bien sé que...

- No, Rafaelito: ténganme por lo que me tuvieren, yo digo y declaro que soy un bruto... claro un bruto sui generis. A ganar dinero, eso sí, ¡cuidado! nadie me echa el pie adelante.

- Pues ya tiene usted una gran cualidad, si es cualidad el ganar dinero a montones.

- Seamos justos: en negocios... no es por alabarme... doy yo quince y raya a todos los que andan por ahí. Son unos papanatas, y yo me los paso por... Pero fuera de negocios, Rafaelito, convengamos en que soy un animal.

¡Oh! no tanto: usted sabe asimilarse las formas sociales; se va identificando con la nueva posición. Sea como quiera, a usted le tienen por un prodigio, y le adulan desatinadamente. Lo prueba su discurso de la otra noche, y el exitazo... Hábleme usted con entera ingenuidad, con la mano en el corazón, como se hablaría con un confesor literario: ¿qué opinión tiene usted de su discurso y de todas aquellas ovaciones del banquete?

- XI -

Levantose Torquemada, y llegándose pausadamente al ciego, le puso la mano en el hombro, y con voz grave, como quien revela un delicadísimo secreto, le dijo:

"Rafaelito de mi alma, vas a oír la verdad, lo mismísimo que siento y pienso. Mi discurso no fue más que una serie no interrumpida de vaciedades, cuatro frases que recogí de los periódicos, alguna que otra expresioncilla que se me pegó en el Senado, y otras tantas migajas del buen decir de nuestro amigo Donoso. Con todo ello hice una ensalada... Vamos, si aquello no tenía pies ni cabeza... y lo fui soltando conforme se me iba ocurriendo. ¡Vaya con el efecto que causaba! Yo tengo para mí que aplaudían al hombre de dinero, no al hablista.

- Crea usted, D. Francisco, que el entusiasmo de toda aquella gente era un entusiasmo verdad. La razón es bien clara: crea usted que...

- Déjamelo decir a mí. Creo que todos los que me oían, salvo un núcleo de dos o tres, eran más tontos que yo.

- Justo; más tontos, sin exceptuar ningún núcleo. Y añadiré: la mayor parte de los discursos que oye usted en el Senado son tan vacíos, y tan mal hilvanados como el de usted; de todo lo cual se deduce que la sociedad procede lógicamente ensalzándole, pues por una cosa o por otra, quizá por esa maravillosa aptitud para traer a su casa el dinero de las ajenas, tiene usted un valor propio muy grande. No hay que darle vueltas, señor mío; y vengo a parar a lo mismo: que yo he padecido una crasa equivocación, que el tonto de remate soy yo.

Al llegar a este punto, empezó a perder aquella serenidad triste con que hablaba, y ponía en su voz más vehemencia, mayor viveza en sus ademanes.

"Desde el día de la boda - prosiguió -, desde muchos días antes, se trabó entre mi hermana Cruz y yo una batalla formidable; yo defendía la dignidad de la familia, el lustre de nuestro nombre, la tradición, el ideal; ella defendía la existencia positiva, el comer después de tantas hambres, lo tangible, lo material, lo transitorio. Hemos venido luchando como leones, cada cual en su terreno, yo siempre contra usted y su villanía grotesca; ella siempre a favor de usted, elevándole, depurándole, haciéndole hombre y personaje, y restaurando nuestra casa; yo siempre pesimista, ella optimista furibunda. Al fin, he sido derrotado en toda la línea, porque cuanto ella pensó se ha realizado con creces, y de cuanto yo pensé y sostuve no queda más que polvo. Me declaro vencido, me entrego, y como la derrota me duele, yo me voy, Sr. D. Francisco, yo no puedo estar aquí.

Hizo ademán de levantarse, pero Torquemada volvió hacia él, sujetándole en el asiento.

"¿A dónde tiene usted que ir? Quieto ahí.

- Decía que me iba a mi cuarto... Me quedaré otro ratito, pues no he concluido de expresarle mi pensamiento. Mi hermana Cruz ha ganado. Era usted... quien era, y gracias a ella es usted... quien es. ¡Y se queja de mi hermana, y la moteja y ridiculiza! Si debiera usted ponerla en un altar y adorarla.

- Te diré: yo reconozco... Pondríala yo en el sagrario bendito, si me dejara capitalizar mis ganancias.

-¡Oh! para que sea más asombrosa la obra de mi hermana, hasta le corrige a usted su avaricia, que es su defecto capital. No tiene Cruz más objetivo, como usted dice, que rodearle de prestigio y autoridad. ¡Y cómo se ha salido con la suya! ¡Ese sí que es talento práctico, y genio gobernante! Por supuesto, hay algo en mis ideas que queda fuera de la equivocación, y es la idea fundamental: sostengo que en usted no puede haber nunca nobleza, y que sus éxitos y su valía ante el mundo son efectos de pura visualidad, como las decoraciones de teatro. Sólo es efectivo el dinero que usted sabe ganar. Pero siendo su encumbramiento de pura farsa, es un hecho que me confunde porque lo tuve por imposible, reconozco la victoria de mi hermana, y me declaro el mayor de los mentecatos... (Levantándose bruscamente.) Debo retirarme... abur.

Otra vez le detuvo D. Francisco obligándole a sentarse.

"Tiene usted razón - añadió Rafael con desaliento, cruzando las manos -; aún me falta la más gorda, la confesión de mi error capital... Sí, porque mi hermana Fidela, de quien pensé que le aborrecería a usted, sale ahora por lo sublime, y es un modelo de esposas y de madres, de lo que yo me felicito... Diré, poniendo toda la conciencia en mis labios, que no lo esperaba; tenía yo mi lógica, que ahora me resulta un verdadero organillo, al cual se le rompe el fuelle. Quiero tocar, y en vez de música salen resoplidos... Sí señor, y puesto a confesar, confieso también que el chiquitín, que ha venido al mundo contraviniendo mis ideas y burlándose de mí, me es odioso... sí, señor. Desde que esa criatura híbrida nació, mis hermanas no hacen caso de mí. Antes era yo el chiquitín; ahora soy un triste objeto que estorba en todas partes. Conociéndolo he querido trasladarme al segundo, donde estorbo menos. Iré ascendiendo hasta llegar a la buhardilla, residencia natural de los trastos viejos... Pero esto no sucederá, porque antes he de morirme. Esta lógica sí que no me la quita nadie. Y a propósito, señor D. Francisco Torquemada, ¿me hará usted un favor, el primero que le he pedido en mi vida, y el último también?

-¿Qué? - preguntó el Marqués de San Eloy, alarmado del tono patético que iba tomando su hermano político.

- Que trasladen mi cuerpo al panteón de los Torre Auñón en Córdoba. Es un gasto que para usted significa poco. ¡Ah! otra cosa: ya me olvidaba de que es indispensable restaurar el panteón. Se ha caído la pared del Oeste.

-¿Costará mucho la restauración? - preguntó D. Francisco con toda la seriedad del mundo, disimulando mal su desagrado por aquel imprevisto dispendio.

- Para dejarlo bien - respondió el ciego en la forma glacial propia de un sobrestante -, calculo que unos dos mil duros.

- Mucho es - afirmó el tacaño Marqués dando un suspiro -. Rebaja un poquito; no, rebaja un cuarenta por ciento lo menos. Ya ves: el llevarte a Córdoba ya es un pico... Y como somos Marqueses, y tú de la clásica nobleza, el funeral de primera no hay quien te lo quite.

- No es usted generoso, no es usted noble ni caballero, regateándome los honores póstumos que creo merecer. Esta petición que acabo de hacerle, hícela por vía de prueba. Ahora sí que no me equivoco: jamás será usted lo que pretende mi hermana. El prestamista de la calle de San Blas sacará la oreja por encima del manto de armiño. Aún no se ha perdido toda la lógica, señor Marqués consorte de San Eloy. Lo del panteón y lo de llevarme a Córdoba es broma. Écheme usted a un muladar: lo mismo me da.

- Ea, poco a poco. Yo no he dicho que... Pero, hijo, tú estás en babia, o te has propuesto tomarme el pelo, por decirlo así. Si no has de morirte, ni ese es el camino... En el caso de una peripecia, ¡cuidado! yo no habría de reparar...

- A un muladar, digo.

- Hombre, no. ¡Qué pensarían de mí! Esta noche, tan pronto te da por lo poético como por lo gracioso... Pero qué, ¿te vas al fin?

- Ahora sí que es de veras - dijo el ciego levantándose -. Me vuelvo a mi cuarto, donde tengo que hacer. ¡Ah! Se me olvidaba. Rectifico lo del odio al chiquitín. No es sino en momentos breves, como el rayo. Después, me quedo tan tranquilo, y le quiero, crea usted que le quiero. ¡Pobre niño!

- Durmiendo está como un ángel.

- Crecerá en el palacio de Gravelinas, y cuando vea en aquellos salones las armaduras del Gran Capitán, de D. Luis de Requeséns, Pedro de Navarro, y Hugo de Moncada, creerá que tales santos están en su iglesia propia. Ignorará que la casa de Gravelinas ha venido a ser un Rastro decente, donde se amontonan, hacinados por la usura, los despojos de la nobleza hereditaria. ¡Triste fin de una raza! Crea usted - añadió con tétrica amargura -, que es preferible la muerte al desconsuelo de ver lo más bello que en el mundo existe en manos de los Torquemadas.

A responderle iba D. Francisco; pero él no quiso oírle, y salió tentando las paredes.

- XII -

Llevole Pinto pausadamente a su cuarto del segundo, y en el principal quedó el tacaño lleno de confusión por los extravagantes conceptos que a su dichoso cuñadito acababa de oír; de la confusión hubo de pasar a la inquietud, y recelando que estuviese enfermo, subió, y con discreto golpe de nudillos llamó a la cerrada puerta.

"Rafaelito - le dijo -, ¿piensas acostarte? Me inclino a creer que no estás muy en caja esta noche. ¿Quieres que avise a tus hermanas?

- No, no hay para qué. Me siento muy bien. Mil gracias por su solicitud. Pase usted. Me acostaré, sí señor; pero esta noche no me desnudo. Me da por dormir vestido.

- Hace calor.

- Frío tengo yo.

- Y Pinto, ¿dónde está?

- Le he mandado que me traiga un poco de agua con azúcar.

Hallábase ya el ciego en mangas de camisa, y se sentó cruzando una pierna sobre otra.

"¿Necesitas algo más? ¿A qué esperas para acostarte?

- A que venga Pinto a quitarme las botas.

- Te las quitaré yo si quieres.

- Nunca fuera caballero... de Reyes tan bien servido - dijo Rafael alargando un pie.

- No es así - observó D. Francisco, con alarde de erudición, sacando la primera bota -. De damas se dice, no de Reyes.

- Pero como el que ahora me sirve no es dama, sino Rey, he dicho de Reyes...
Velay, como dicen ustedes, los próceres de nuevo cuño.

-¿Rey?... ja, ja... También me da tu hermana este tratamiento tan augusto... Guasón está el tiempo.

- Y tiene razón. La Monarquía es una fórmula vana, la Aristocracia una sombra. En su lugar, reina y gobierna la dinastía de los Torquemadas, vulgo prestamistas enriquecidos. Es el imperio de los capitalistas, el patriciado de estos Médicis de papel mascado... No sé quién dijo que la nobleza esquilmada busca el estiércol plebeyo para fecundarse y poder vivir un poquito más. ¿Quién lo dijo?... A ver...
usted que es tan erudito...

- No sé... Lo que sé es que esto matará aquello.

- Como dice Séneca, ¿verdad?

- Hombre, Séneca no... No tergiverses... - observó el Marqués sacando la segunda bota.

- Pues yo añado que la ola de estiércol ha subido tanto que ya la humanidad huele mal. Sí señor, y es un gusto huir de ella... Sí señor, estos Reyes modernísimos me cargan, sí señor, sí. Cuando veo que ellos son los dueños de todo, que el Estado se arroja en sus brazos, que el Pueblo les adula, que la Aristocracia les pide dinero, y que hasta la Iglesia se postra ante su insolente barbarie, me dan ganas de echar a correr, y no parar hasta el planeta Júpiter.

- Y uno de estos Reyes de pateta soy yo... ja, ja... - dijo D. Francisco festivamente - . Pues bueno, como Soberano, aunque de sangre y cepa de plebe arrastrada, ordeno y mando que no digas más tonterías, y que te acuestes, y a dormir como un bendito.

- Obedezco - replicó Rafael echándose vestido sobre la cama -. Participo a usted, después de darle las gracias por haberse prestado ¡todo un señor Marqués! a ser esta noche mi ayuda de cámara, que de hoy en adelante seré la misma sumisión, y la obediencia personificada, y no daré el menor disgusto, ni a usted mi cuñado ilustre, ni a mis buenas hermanas.

Dijo esto sonriendo, los brazos rodeando la cabeza, en actitud semejante a la de la maja yacente de Goya.

- Me parece bien. Y ahora... a dormir.

- Sí señor; el sueño me rinde, un sueño reparador, que me parece no ha de ser corto. Crea usted, señor Marqués amigo, que mi cansancio pide un largo sueño.

- Pues te dejo. Ea, buenas noches.

- Adiós - dijo el ciego con entonación tan extraña, que D. Francisco, ya junto a la puerta, hubo de detenerse y mirar hacia la cama, en la cual el descendiente de los Águilas era, salvo la ropa, una perfecta imagen de Cristo en el Sepulcro, como lo sacan en la procesión del Viernes Santo.

-¿Se te ofrece algo, Rafaelito?

- No... digo, sí... ahora que me acuerdo... (Incorporándose.) Se me olvidó darle un besito a Valentín.
-¡Qué tontería! ¿Y por eso te levantas? Yo se lo daré por ti. Adiós. Duérmete.

Salió el tacaño, y en vez de bajar, metiose en la oficina donde trabajaba el tenedor de libros. Como sintiera al poco rato los pasos de Pinto, le llamó. Díjole el criadito que D. Rafael se hallaba aún en vela, y que después de tomar parte del agua con azúcar, le había mandado por una taza de té.

- Pues tráesela pronto - le ordenó el amo -, y no te muevas del cuarto hasta que veas que está bien dormido.

Transcurrió un lapso de tiempo que el tacaño no pudo apreciar. Hallábanse él y Argüelles Mora revisando una larga cuenta, cuando sintieron un ruido seco y grave, que lo mismo podía ser lejano que próximo. Segundos después, alaridos de la portera en el patio, gritos y carreras de los criados en toda la casa... Medio minuto más, y ven entrar a Pinto desencajado, sin aliento.

"Señor, señor...

-¿Qué, con mil Biblias?

-¡Por la ventana... patio... señorito... pum!

Bajaron todos... Estrellado, muerto.


Fin de TORQUEMADA EN EL PURGATORIO Santander.
La Magdalena.- Junio de 1894.

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