Sunday, April 17, 2011

Torquemada en el Purgatorio Benito Pérez Galdós

Torquemada en el Purgatorio

Benito Pérez Galdós

Segunda Parte

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- I -

Cumpliose estrictamente lo ideado y dispuesto por la que era inteligencia y voluntad incontrastables en el gobierno interior de la casa de Torquemada, sin que estorbarlo pudieran ni los refunfuños del tacaño, impotente para luchar contra la fiera resolución de su cuñada, ni los alardes de resistencia pasiva con que quiso detener, ya que no impedir, la instalación del escritorio y oficinas en el piso segundo, privándose de una bonita renta de inquilinato. Pero Cruz todo lo arrollaba cuando decía "allá voy", y en cuatro días, haciendo de sobrestante, y de aparejadora, y de arquitecto, quedó terminada la reforma, que el mismo D.
Francisco, gruñendo y protestando en la intimidad de la familia, disputaba por buena, delante de personas extrañas. "Es idea mía - solía decir, enseñando a los amigos el amplio escritorio -. Siempre me ha gustado trabajar con despejo y que mis dependientes estén cómodos. La higiene ha sido siempre uno de mis objetivos. Vean ustedes qué hermoso despacho el mío... Esta otra habitación, para recibir a los que quieran hablarme reservadamente. A la otra parte...
vengan por aquí... el cuarto del tenedor de libros y del copiador... Los dos escribientes más allá. Luego el teléfono... yo siempre he sido partidario de los adelantos, y antes que nos trajeran esta invención tan chusca, ya pensaba yo que debía de haber algo para dar y recibir recados a grandes distancias... Vean ahora el departamento de la caja. ¡Qué independencia... qué desahogo para las operaciones!... Yo profeso la teoría de que, por lo mismo que está todo tan malo, y los negocios no son ya lo que eran, hay que trabajar de firme, y abrir nuevas fuentes, y abarcar mucho... lo que no puede hacerse sino estableciéndose conforme a las exigencias modernas. A eso tiendo yo siempre; y como sé lo que reclaman las tales exigencias, determino ensancharme por arriba y por abajo, porque la sociedad nos pide comodidades para nosotros y para ella. Debemos sacrificarnos por nuestros amigos, y aunque yo no he cogido en mi vida un taco, he resuelto poner en mi casa una mesa de billar... cosa bonita. La mesa es elegantísima, y me ha costado un ojo de la cara. Como yo soy quien todo lo dispone en casa, desde lo más considerable hasta lo más mínimo, llevo unos días de trajín que ya ya...
La entrada de Crucita le cortó la palabra, quitándole aquel desparpajo con que se expresaba lejos de su autoritaria y despótica persona. Pero la dama, que con exquisito tacto sabía ocultar en público su prepotencia, al quitarle la palabra de la boca al dueño de la casa, la tomó en esta discreta forma: "Con que ya ven ustedes la contradanza en que nos ha metido nuestro D. Francisco. Billar y salones abajo, las oficinas aquí. ¡Qué trastorno, qué laberinto! Pero al fin, ya está hecho, y tan brevemente como es posible. No crean; ha sido idea suya, y él ha dirigido las obras. Bien ven ustedes que es hombre de iniciativa, y que gusta de sobresalir y distinguirse noblemente. Lo que él dice: "No se puede operar en grande y vivir en chico". Es mucho D. Francisco este. Dios le dé salud para que sus proyectos sean realidades... Nosotras le ayudamos, queremos ayudarle...
Pero ¡ay! valemos tan poco... Acostumbradas a la estrechez, quisiéramos vivir y morirnos en un rincón. A la fuerza nos lleva él a la esfera altísima de sus vastas ideas... No, no diga usted que no, amigo mío. Bien saben todos que es usted la modestia personificada... Se hace el chiquito... Pero no le valen, no, sus trapacerías de hombre extraordinario, cuyo orgullo se cifra en que le tomen por un cualquiera... ¿Es verdad o no lo que digo? Los entendimientos superiores tienen por gala la suma humildad.
Dicho se está que estas palabras fueron acogidas por un coro de asentimiento, al que siguió otro coro de alabanzas del grande hombre, y de sus múltiples aptitudes. Pero él, riendo de dientes afuera, y poniendo la cara de paleto asombrado, que para tales casos tenía, en su interior colmaba de maldiciones a su tirana, echándole encima, con el peso de su cólera, el de las cuentas que tenía que pagar a carpinteros, albañiles, mueblistas y demás sanguijuelas del rico, con más la pérdida de la renta del segundo. Y cuando los amigos hubieron visto toda la reforma, repitiendo abajo, ante Fidela y Cruz, los encarecimientos que habían hecho arriba, el usurero se desahogó a solas en su cuarto, con cuatro patadas y otros tantos ternos a media voz: "¡Cómo me domina la muy fantasmona!... Y ello es que tiene una labia que enamora y le vuelve a uno loco... Pues con ese jarabe de pico me está sacando los tuétanos, y no me deja hacer mi santísimo gusto, que es economizar...¡Qué desgracia me ha caído encima! ¡Ganar tanto guano, y no poder emplearlo todito en los nuevos negocios, hasta ver un montón tan grande, tan grande de...! Pero con esta casa, y estas señoras mías, mis arcas son un cesto. Por un lado entra, por mil partes sale... Todo por la suposición, por este hipo de que soy potencia... ¡Dale con la manía de la potencia! ¿Pues y la tabarra que me dieron anoche ella y el amigo Donoso con que, velis nolis, me han de sacar senador? ¡Senador yo, yo, Francisco Torquemada, y por contera, Gran Cruz de la reverendísima no sé qué...! Vamos, vale más que me ría, y que, defendiendo la bolsa, les deje hacer todo lo que quieran, inclusive encumbrarme como a un monigote para pregonar ante el mundo su vanidad...
Llamado por Fidela, tuvo que arrancarse a sus meditaciones. Enseñáronle muestras de telas para portieres, de hules y alfombras. Pero él no quiso escoger nada, delegando en las dos señoras su criterio suntuario, y no diciendo más si no que se prefiriese lo más arregladito. Salió al fin de estampía con D. Juan Gualberto Serrano para ir al Ministerio. ¡El Ministerio! ¡Qué bien recibido era allí, y con cuánto gusto iba! Y no porque le halagara el servilismo de los porteros, que al verle entrar con Donoso, se tiraban a las mamparas, como si quisieran abrirlas con la cabeza; ni la afabilidad lisonjera de los empleados subalternos, que ansiaban ocasión de servirle, atraídos por el olor de hombre adinerado que echaba de su persona. No era él vanidoso, ni se pagaba de fútiles exterioridades. En aquella colmena administrativa le encantaba principalmente la reina de las abejas, vulgo ministro, hombre que por ser muy a la pata la llana, practicón, mediano retórico, y muy seguro en el manejo del guarismo, concordaba en ideas y carácter con nuestro tacaño, pues también era él tacaño de la Hacienda pública, recaudador a raja tabla y verdugo del contribuyente, en quien veía siempre al enemigo que hay que perseguir y reventar a todo trance.
No había hecho el tal su carrera política exclusivamente con la palabra; era más bien hombre de acción, en el bien entendido de que sean acción las formalidades burocráticas. Donoso y él se trataban con familiaridad como antiguos colegas, y D. Juan Gualberto Serrano le tuteaba, señal de viejo compañerismo, que databa de los primeros estudios. Supo Torquemada vencer, a la tercera o cuarta encerrona con sus compinches y el Ministro, la cortedad que sintió los primeros días, y bien pronto se encontraba en el despacho de su Excelencia como en su propia casa. Ponía singular cuidado en todo lo que decía, por no soltar algún barbarismo gramatical, y no tardó en observar que, gracias a su tino y discreción, ninguno de los allí presentes, incluso el Ministro, hablaba mejor que él. Esto en la conversación general, que cuando de negocios se trataba, a todos se los llevaba de calle, presentando las cuestiones con claridad y precisión, a guarismo seco, con una lógica que no tenía escape, ni podía ser por nadie controvertida. Para conseguir esto, el tacaño hablaba lo menos posible, esquivando dar su parecer en todo asunto que no fuese de su cometido; pero si la conversación entraba en el terreno de la tacañería, ya fuese del orden menudo, ya del grande o financiero, se explayaba el hombre, y allí era el oírle todos con la boca abierta.
De todo lo cual resultaba que el Ministro veía en él singulares condiciones para el manejo de intereses, y siendo hombre poco dado a la adulación, le colmaba de cumplidos y lisonjas, con la particularidad de que solía emplear los mismos términos que usaba Cruz cuando hacer quería mangas y capirotes del presupuesto de la casa. Creyérase que la dama y el ministro se habían puesto de acuerdo para bailarle el agua, con la diferencia de que ella lo hacía con el avieso fin de gastar sus rendimientos en vanidades y perendengues, mientras que el otro le proporcionaría todo el aumento de ganancias compatible con los intereses del Estado.
Para decirlo pronto y claro, sépase que el Ministro, cuyo nombre no hace al caso, era honradísimo, y que sus defectos (que como hombre alguna tacha había de tener), no eran la codicia ni el afán de medro personal. Nadie pudo acusarle nunca de explotar su posición para enriquecerse. A su lado no se hicieron chanchullos con su consentimiento: los que medraban más de lo justo, allá se las arreglaban como podían en esfera inferior a la del despacho y tertulia del consejero de Su Majestad. Y en cuanto a Donoso, bien sabemos que era de intachable integridad, formulista, eso sí, y sectario rabioso de la ortodoxia administrativa, hasta el punto de que su honradez y escrupulosidad habían hecho no pocas víctimas. Él no se lucraba; pero por salvar los dineros del Fisco, habría pegado fuego a media España. No podía decirse lo mismo de D. Juan Gualberto, varón de conciencia tan elástica, que de él se contaban cosas muy chuscas, algunas de las cuales hay que poner en cuarentena, porque su propia enormidad las hace inverosímiles. Jamás miró por el Estado, a quien tenía por un grandísimo hijo de tal; miraba siempre por el particular, bien fuese en el concepto esencia del yo, bien bajo la forma altruista y humanitaria, como amparar a un amigo, defender a una sociedad, empresa, o entidad cualquiera.
Ello es que en los cinco años famosos de la Unión Liberal se enriqueció bastante, y luego, la pícara revolución y la guerra carlista acabaron de cubrirle el riñón por completo. A creer lo que la maledicencia decía verbalmente y en letras de molde, Serrano se había tragado pinares enteros, muchísimas leguas de pinos, todo de una sentada, con fabuloso estómago. Y para quitar el empacho se había entretenido (por aquello de "cuando el diablo no tiene que hacer...") en calzar a los soldados con zapatos de suela de cartón, o en darles de comer alubias picadas y bacalao podrido; travesuras que lo más, lo más, motivaban un poco de ruido en algunos periódicos; y como daba la pícara casualidad de que estos no gozaban del mejor crédito, por haber dicho infinidad de mentiras a propósito de aquella campaña, nadie pensó en llevar el asunto a formal información de la justicia, ni esta le imponía ningún miedo a D. Juan Gualberto, que era primo hermano de directores generales, cuñado de jueces, sobrino de magistrados, pariente más o menos próximo de infinidad de generales, senadores, consejeros y archipámpanos.
Pues bien; en las reuniones de que se viene tratando, el único que hablaba de moralidad era Serrano. Mientras los otros no se acordaban para nada de tal palabreja, don Juan Gualberto no la soltaba de sus labios, y solía decir: "Porque nosotros, entiéndase bien, representamos y queremos representar un gran principio, un principio nuevo. Venimos a cumplir una misión, y a llenar un vacío, la misión y el vacío de introducir la moralidad en las contratas de tabacos. Tirios y troyanos saben que hasta hoy... (aquí una pintura terrorífica de las tales contratas en el pasado momento histórico.) Pues bien, desde ahora, si nuestros planes merecen la aprobación del Gobierno de Su Majestad, teniendo en cuenta la seriedad y la respetabilidad de las personas que ponen su inteligencia y su capital al servicio de la patria, ese servicio, esa renta, se afirmarán sobre bases... sobre bases...". Aquí se embarulló el orador, y tuvo D.
Francisco que acabarle la frase en esta forma: "Bajo la base del negocio limpio y a cara descubierta, como quien dice, pues nosotros tendemos a beneficiarnos todo lo que podamos, dentro de la ley, ¡cuidado! beneficiando al Gobierno más que lo han hecho tirios y troyanos, llámense Juan, Pedro y Diego; sin maquiavelismos por nuestra parte, sin consentir tampoco maquiavelismos del Gobierno, tirando de aquí, aflojando de allá, con el objetivo de ir orillando las dificultades y evacuando nuestro negocio, dentro del más estricto interés, y de la más estricta moralidad... todo muy estricto, por decirlo así... porque yo sostengo la tesis de que el punto de vista de la moralidad no es incompatible con el punto de vista del negocio.

- II -

Por haberse metido en aquel amplio terreno del negocio grande, coram populo, de manos a boca con el mismísimo Estado, no abandonó D. Francisco los negocios obscuros, más bien subterráneos, que traía el hombre desde los tiempos de aprendizaje, cuando confabulado con doña Lupe se dedicaba al préstamo personal con réditos que hubieran llevado a sus gavetas todo el numerario del mundo, si alguien con estricta puntualidad se los pagara. En su nueva vida dio de mano a varios chanchullos del género sucio y chalanesco, porque no era cosa de andar en tales tratos cuando se veía caballero y persona de circunstancias; pero otros los mantuvo religiosamente, porque no había de tirar por la ventana el hermoso líquido que arrojaban. Sólo que hacía reserva de ellos, ocultándolos como se oculta un defecto vergonzoso, o una deformidad repugnante, y ni con el mismo Donoso se clareaba en este particular, seguro de que su buen amigo había de ponerle mala cara cuando supiese... lo que va a saber el lector en este momento: D. Francisco Torquemada era dueño de seis casas de préstamos, las más céntricas y acreditadas de Madrid; dícese acreditadas, porque servían con prontitud y cierta largueza, bajo el canon de real por duro mensual, o sea el sesenta por ciento al año. En cuatro de ellas era dueño absoluto, corriendo la gerencia a cargo de un dependiente con participación en las ganancias; y en dos socio capitalista, cobrando el cincuenta por ciento. Una con otra, se embolsaba el hombre, sin más trabajo que examinar un sobado y mal escrito libro de cuentas por cada casa, la bicoca de mil duros mensuales.
Para examinar estos puercos apuntes y enterarse de la marcha del empeño, encerrábase en su despacho un par de mañanas cada mes con los sujetos que regentaban los establecimientos; y para disimular el misterio inventaba mil historias, que por algún tiempo mantuvieron el engaño en todas las personas de la familia, hasta que al fin Cruz, con su agudeza y finísimo olfato, estudiando el cariz de aquellos puntos, atando cabos, sorprendiendo alguno que otro concepto, y adivinando lo demás, descubrió todo el intríngulis. El tacaño, que también era listo para ciertas cosas, y olfateaba como un sabueso, comprendió al instante que su cuñadita le había desbaratado el tapujo, y se puso en guardia muerto de miedo, esperando la embestida que había de venir, en nombre de la moral, del decoro y de otras zarandajas por el estilo.
En efecto, escogido la ocasión favorable, le acometió una mañana, en su despacho del segundo, sin testigo. Siempre que la veía entrar, D. Francisco temblaba, porque en todas sus visitas traía Cruz alguna historia para mortificarle y sacarle las entrañas. Y la pícara era como un fantasma que se le aparecía cuando más descuidado y contento estaba; surgía como por escotillón para ponérsele delante, trastornándole con su grave sonrisa, dejándole sin ideas, sin criterio, sin habla; tal era la fuerza subyugadora de su semblante y de sus ideas.
Aquella mañana entró con pie de gato; no la vio hasta que la tuvo delante de la mesa. Segura de la fascinación que ejercía, la tirana no usaba preámbulos; íbase derecha al asunto, siempre con corteses y relamidas expresiones, afectando familiaridad y cariño unas veces, otras quitándose resueltamente la máscara, y enseñando la faz despótica, cuya trágica belleza poníale a D. Francisco los pelos de punta.
"Ya sabe a qué vengo... No, no se haga el paleto... Usted es muy listo, muy perspicaz y no puede ignorar que sé... lo que sé. Si se lo conozco en la cara. La conciencia se le sale por todos los poros.
- Maldito si sé qué quiere usted decirme, Crucita.
- Sí lo sabe... ¡Bah, a mí con esas! Si conmigo no valen tapujos. No asustarse.
¿Cree que voy a reñirle? No señor; yo me hago cargo de las cosas, comprendo que no se puede romper de golpe con las rutinas, ni cambiar de hábitos en poco tiempo... En fin, hablemos claro: esa clase de negocios no corresponde a la posición que ahora ocupa usted. No discuto si en otros tiempos fueron o no de ley... Respeto la historia, señor mío, y los procederes viles para ganar dinero cuando de otra manera no era fácil ganarlo. Admito que lo que fue, debió ser como era; pero hoy, señor D. Francisco, hoy que no necesita usted descender, fíjese bien, descender a tan vil terreno, ¿por qué no traspasa esos...
establecimientos, dejándolos en las manos puercas que para andar en ellas han nacido?... Las de usted son bien limpias hoy, y usted mismo lo comprende así.
La prueba de que se cree degradado con esa industria es el tapadillo en que quiere envolverla. Desde que usted se casó, viene haciendo esta comedia para que no nos enteremos. Pues de nada le han valido sus disimulos, y aquí me tiene usted enteradita de todo, sin que nadie me haya dicho una palabra.
No se atrevió el bárbaro a defenderse con la negativa rotunda, y dando un puñetazo sobre la mesa, confesó de plano. "¿Y qué?... ¿Tiene algo de particular este arbitrio? ¿Voy a tirar mis intereses por la ventana? ¡Dice usted que traspase! ¿Pero cómo?... ¿a desprecio? Eso nunca. Cuando se ha ganado lo que se ha ganado con el sudor del rostro, no se traspasa con pérdida... Ea, señora, bastante hemos hablado.
- No se sulfure, pues no hay para qué. Esto no lo sabe nadie. Fidela no lo sospecha, y puede usted estar tranquilo, que yo no he de decírselo. Si se enterara, la pobrecita tendría un gran disgusto. Tampoco lo sabe Donoso.
- Pues que lo sepa, ¡ñales! que lo sepa.
- Puede que algún malicioso le haya llevado el cuento; pero él no lo habrá creído. Tiene de su amigo concepto tan alto, que no da oídos a ninguna especie denigrante de las que corren acerca de usted, puestas en circulación por los envidiosos de su prosperidad. Nadie más que yo tiene noticia de esas miserias de su pasado, y si usted insiste, en sostenerlas, yo le guardaré el secreto, hasta le ayudaré a guardarlo, para evitarme y evitar a la familia la vergüenza que a todos nos toca...
- Bueno, bueno - dijo Torquemada impaciente, febril, con ganas de coger el pesado tintero y estampárselo en la cabeza a su tirana -. Ya estamos enterados.
Soy dueño de mis arbitrios, y hago con ellos lo que me da la gana.
- Me parece justo, y no seré yo quien a ello se oponga. ¿Cómo he de oponerme, si yo miro por sus intereses más que usted mismo? Bueno... pues aunque no haga usted caso de mí cuando le propongo limpiarse de esa lepra del préstamo usurario y vil, continuaré proporcionándole, con ayuda del amigo Donoso, los negocios limpios como el sol, los que dan tanta honra como provecho. Yo pago mal por bien. No me importa que usted relinche cuando le quiero llevar por el camino bueno: que quieras que no, por el camino derecho ha de ir usted. ¡Si al fin ha de convencerse de que soy su oráculo! ¡Y no tendrá más remedio que seguir mis inspiraciones... y concluirá por no respirar sin permiso mío...! Dijo esto último con tan buena sombra, que el bárbaro no pudo menos de echarse a reír, aunque la ira le relampagueaba todavía en los ojos. La dama dio bruscamente otro sesgo a la conversación, saliendo por donde menos pensaba el tacaño.
"Y a propósito - le dijo -: aunque estoy muy incomodada con usted, porque estima sus antiguos manejos de prestamista en más que el decoro de su posición actual, voy a darle una buena noticia. No se la merece usted; pero yo soy tan buena, tan compasiva, que me vengaré de sus mordiscos con un abrazo, un abrazo moral, y si se quiere con un beso, un beso moral ¡cuidado! -¿A ver, a ver...? - Pues sepa el Sr. D. Francisco que he encontrado un comprador para los terrenos que posee allá por las Ventas del Espíritu Santo.
-¡Pero si ya tenía comprador, criatura! Vaya unas novedades que me trae doña Crucita.
-¡Simple, si sabré yo lo que digo! El comprador a que usted se refiere es Cristóbal Medina, que ofrece real y cuartillo por pie.
- Cierto; y yo me resisto a dárselo, reservándome hasta encontrar quien me ofrezca dos reales.
- Bonito negocio. Usted compró ese terreno, es decir, se lo adjudicó por una deuda, a razón de doscientas y tantas pesetas la fanega.
- Justo.
- Y la semana pasada, Cristóbal Medina le ofreció a real y medio el pie, y yo...
yo, en el presente momento histórico, le ofrezco a usted dos reales...
-¡Usted! - No, hombre, no sea usted materialista. ¿Yo qué he de ofrecer...? ¿Voy yo a levantar barrios? -¡Ah! ¿su amigo de usted, ese Torres...? ya, emprendedor, hormiguilla como él solo... Me gusta, me gusta ese sujeto.
- Pues anoche le vi en casa de Taramundi. Hablamos; díjome que no tiene inconveniente en tomar todo el terreno a dos reales pie, pagando ahora la tercera parte al contado, asegurando por medio de escritura el pago de los otros dos tercios en las fechas que se acuerden, a medida que edifique, y... En fin, me ha escrito esta carta en la cual consigna su proposición, y añade que si usted accede, por su parte queda cerrado el trato.
- Venga, venga la carta - dijo Torquemada inquieto y ansioso, cogiendo de manos de Cruz el papel que esta con coquetería de mujer negociante le mostraba. Y rápidamente pasó la vista por las cuatro carillas del pliego, enterándose en un breve momento histórico, de los puntos principales que contenía. "Pago al contado de la tercera parte... Construcción de un palacio entre jardines, que se llamaría Villa Torquemada, el cual, a tasación de arquitecto, se adjudicaría en pago del otro tercio... Hipoteca del mismo terreno para responder del tercer plazo, etcétera...".
-¿Y por el corretaje de ese negocio no merezco nada? - dijo Cruz con gracejo.
- El negocio, sin ser considerable, no es malo, no, en tesis general... Lo examinaré despacio, haré mis cuentas...
-¿No merezco siquiera que el nombre de Torquemada, unido hoy al nombre y casa del Águila, sea borrado del infame cartel que dice: casa de préstamos? -¿Pero qué tiene que ver...? ¡Bah! Usted ve mosquitos en el horizonte... Tan honrado es ese negocio como otro cualquiera, como el que hace el reverendísimo Banco de España. La diferencia consiste en que en los ventanales magníficos del Banco no se ven capas colgadas. ¡Vaya una importancia que da usted a las apariencias! Son su bello ideal. Yo no miro a las apariencias, sino a la substancia...
- Pues le diré a Torres que renuncie al negocio de los terrenos, porque es usted un judío, y le hará cualquier enjuague. Si yo, cuando me pongo a ser mala, lo soy de veras. Usted no sabe la que le ha caído encima conmigo. O marchamos por la senda constitucional, esto es, del decoro, o tendremos siete disgustos cada día.
-¡Crucita de todos los demonios, y de la Biblia en pasta, y de la Biblia en verso, y de los santísimos ñales del archipiélago... digo, del archipámpano de Sevilla! no le diga usted a Torres sino que se vea conmigo esta misma tarde, porque su proposición me ha entrado por el ojo derecho, y quiero que tratemos y nos entendamos...
- Bueno, señor... cálmese... siéntese. No rompa la mesa a puñetazos, que tendrá que comprar otra, y le sale peor cuenta.
- Es que usted no me deja vivir... a mi modo... Reasumiendo: a eso de las casas de préstamos, yo le echaré tierra...
- Por mucha tierra que usted le eche, siempre olerá mal el negocio. A traspasar se ha dicho.
- Calma... seamos justos. Hay que esperar una buena ocasión... Transigiremos.
Vaya; déjeme seguir algún tiempo con esa... con esa viña, y accedo a que tomen ustedes el abono que, por mor... quiero decir, por razón de su luto, dejan los Medinas en la ópera del Príncipe Alfonso.
- Pero si el abono lo hemos tomado ya.
-¿Sin mi permiso? - Sin su permiso... No se tire usted de los pelos, que se va a quedar calvo. Pues no faltaba más sino que usted negara tal cosa siendo del gusto de Fidela. La pobre necesita expansión, oír buena música, ver a sus amigas.
- Maldita sea la ópera y el perro que la inventó... Crucita, no me sofoque más...
Mire que me voy del seguro, y... Ya no puedo más... Me llevan ustedes a la bancarrota. De nada me vale trabajar como un negro, porque cuarto ganado, cuarto que ustedes me gastan en pitos y en flautas. Para meter en cintura a mis señoras del Águila, debiera yo hacerles una trastada del tenor siguiente: darles el abono, sí, pero quitándoselo del plato, y de la vestimenta.
- Eso no puede ser, pues no vamos a ir al teatro con los estómagos vacíos, ni vestidas de mamarrachos...
- Nada, nada, que me arruinan. Porque el abono a la ópera trae mil y mil goteras... vulgo arrumacos, guantes, qué sé yo. Bueno, hijas, bueno, empeñaré mi gabán el mejor día. A eso vamos.
- El día que sea preciso - dijo Cruz festivamente -, coseré para afuera.
- No, no lo diga en broma. A este paso la vida es un soplo... Y lo que es yo, no me comprometo a la manutención de la familia.
- Yo la mantendré. Sé cómo se vive sin tener de qué vivir.
- Pues podía vivir ahora como entonces.
- Las circunstancias han variado, y ahora somos ricos.
- Tenemos un mediano pasar; seamos justos; un buen pasar.
- Pues a eso me atengo, y procuro que lo pasemos bien.
- Déjeme, por Dios. Sus... manifestaciones me vuelven loco.
- Lo dicho, dicho... Prepárese para otra... - dijo la primogénita del Águila, risueña y altiva, levantándose para retirarse.
-¡Para otra!... ¡Por San Caralampio bendito, abogado contra las suegras! Porque usted es una suegra, por decirlo así, la peor y más insufrible que hay en familia humana.
- Y la que le tengo preparada es la más gorda, señor yerno.
- La Virgen Santísima me acompañe... ¿Qué es? - Todavía no es tiempo. Está la víctima muy quebrantada del arrechucho de hoy.
Y eso que le traje el magnífico negocio de los terrenos. ¡Y no me lo agradece el pícaro! - Sí lo agradezco... Pero a ver, dígame qué nueva dentellada me prepara.
- No, porque se asustará... Otro día. Hoy me doy por satisfecha con lo del abono, y con la esperanza de quitar esa ignominia de las casas de empeño. En su día continuaremos, Sr. D. Francisco Torquemada, presunto senador del Reino, y Gran Cruz de Carlos III.
Y cuando la vio salir, el tacaño la maldijo entre dientes, al propio tiempo que reconocía con brutal sinceridad su absoluto dominio.

- III -

No por móviles de vanidad insubstancial apetecía Cruz del Águila las grandezas de la vida aristocrática, sino por estímulos de ambición noble, pues quería rodear de prestigio y honor al hombre obscuro que sacado había de la miseria a las ilustres damas. Para sí misma en realidad nada ambicionaba; pero la familia debía recobrar su rango, y si era posible, aspirar a posición más alta que la de otros tiempos, a fin de confundir a los envidiosos que comentaban con groseras burlas aquella resurrección social. Procedía Cruz en esto con orgullo de raza, como quien mira por la dignidad de los suyos, y también con un sentimiento de alta venganza contra parientes aborrecidos, que después de haberles negado auxilio en la época de penuria, trataban de arrojar sobre ella y su hermana todo el ridículo del mundo por la boda con el prestamista.
Enalteciendo a este, y haciéndole de hombre persona, y de persona personaje, y de personaje eminencia, iban ganando la partida, y los dardos de maledicencia se volvían contra los mismos que los lanzaban.
Cuando se hizo público el casorio, naturalmente, hubo los comentarios de rigor entre los que habían sido amigos de las Águilas y entre su parentela, residente en Madrid y provincias. No faltó quien, pasada la primera impresión, comentara el caso con benevolencia; no faltó quien lo tomara en cómico, buscándole el lado sainetesco, y los más implacables fueron la dichosa prima, Pilar de la Torre Auñón y su marido Pepe Romero, con quienes de muy antiguo venían en relaciones agrias Fidela y Cruz, por piques de familia, que tomaron carácter de odio legendario, cuando el tal Romero se encargó de la administración judicial de las dos fincas cordobesas, el Salto y la Alberquilla. Pues digo, al saber que Torquemada rescataba las fincas, poniéndolas en las condiciones más favorables para el caso probable de que el Tribunal Contencioso las devolviese a sus dueños, los Romeros cogían el cielo con las manos, y allí fue el vomitar cuchufletas de mal gusto sobre las desgraciadas señoras. Debe añadirse que el marido de Pilar de la Torre Auñón tenía dos hermanos, casado el uno con la sobrina del marqués de Cícero, y el otro con una hermana de la marquesa de San Salomó. Eran parientes, además, del conde de Monte-Cármenes, de Severiano Rodríguez y de D. Carlos de Cisneros, Pepe Romero y Pilar de la Torre vivían en Córdoba, pero pasaban en Madrid, en compañía de los otros Romeros, los meses de otoño, y a veces parte del invierno. Ya se comprende que de la casa en que toda esta casta de Romeros se juntaba, salían los dardos envenenados contra las pobres Águilas, y contra el ganso que las había librado de la miseria.
Como Madrid, aunque medianamente populoso, es pequeño para la circulación de las especies infamantes, todo se sabía, y no faltaban amigas oficiosas que le llevasen a Cruz, una por una, cuantas maledicencias se forjaban en las tertulias romeriles. Y en estas no faltó quien conociese de vista o de oídas a Torquemada el Peor, célebre en ciertas zonas malsanas y sombrías de la sociedad. Villalonga y Severiano Rodríguez, que tenían de él noticias por su desgraciado amigo Federico Viera, pintáronle como un usurero de sainete, como un ser grotesco y lúgubre, que bebía sangre y olía mal. Quién decía que la altanera y egoísta Cruz había sacrificado a su pobre hermana, vendiéndola por un plato de sopas de ajo; quién que las dos señoras, asociadas con aquel siniestro tipo, pensaban establecer una casa de préstamos en la calle de la Montera. Lo más singular fue que cuando Torquemada, ya en los meses de Febrero y Marzo, pisó las tablas del mundo grande, y le vieron y le trataron muchos que le habían despellejado de lo lindo, no le encontraban ni tan grotesco ni tan horrible como la leyenda le pintó, y esta opinión daba lugar a grandes polémicas sobre la autenticidad del tipo. "No, no puede ser aquel Torquemada de los barrios del Sur - decían algunos -. Es otro, o hay que creer en las reencarnaciones".
A medida que D. Francisco se iba haciendo hueco en la sociedad, las murmuraciones perdían su acritud o se acallaban mansamente, porque el tacaño ganaba poco a poco partidarios y aun admiradores. Pero siempre subsistía un foco de chismes de mala ley, el círculo íntimo de los Romeros, que no perdonaban, ni perdonarían jamás, toda vez que la orgullosa Cruz les tiraba a degüello siempre que los cogía en buena disposición.
Véase por qué la altiva señora trataba, por todos los medios, de ennoblecer al que era su hechura y su obra maestra, al rústico urbanizado, al salvaje convertido en persona, al vampiro de los pobres hecho financiero de tomo y lomo, tan decentón y aparatoso como otro cualquiera de los que chupan la sangre incolora del Estado y la azul de los ricos.
¡Y qué cosas decían de él y de ellas los Romeros, aun después que D. Francisco se hubo conquistado el aprecio superficial de mucha gente, que no ve más que lo externo! Que todo el dinero que tenía era producto de la rapiña más infame, y de la usura cruel... Que había llenado de suicidas los cementerios de Madrid... Que cuantos se tiraban por el Viaducto pronunciaban su execrable nombre en el momento de dar la voltereta... Que Cruz del Águila se dedicaba también al préstamo sobre ropas en buen uso, y que tenía toda la casa llena de capas... Que el hombre que no había renunciado a sus hábitos de miseria, y que a las dos pobres Águilas las mantenía con lentejas y sangre frita... Que todas las alhajas que Fidela lucía eran empeñadas... Que Cruz le hacía las levitas a D. Francisco, aprovechando ropas de muertos, que volvía del revés... Que en casi todos los puestos del Rastro tenía Cruz participación, y comerciaba en calzado viejo y muebles desvencijados... Que Fidela, cuya inocencia rayaba en la imbecilidad, desconocía los antecedentes de aquel gaznápiro que por marido le habían dado...
Que simple y todo como era, se permitía el lujo de tres o cuatro amantes, a ciencia y paciencia de su hermana, los cuales eran Morentín, Donoso (con sus sesenta años), Manolo Infante, y un tal Argüelles Mora, grotesco tipo de caballero de Felipe IV, y tenedor de libros en el escritorio de Torquemada.
Zárate y el lacayito Pinto se entendían con la hermana mayor... Que esta le cortaba las uñas a D. Francisco, le lavaba la cara, le arreglaba el cuello de la camisa antes de echarle a la calle, para que sacase un buen ver, y le enseñaba la manera de saludar, instruyéndole en todo lo que había de decir, según los casos... Que a la chita callando, entre Cruz y el usurero habían desvalijado a varias familias nobles, un poco apuradas, prestándoles dinero a doscientos cuarenta por ciento... Que Cruz recogía las colillas de los que fumaban en su casa, para mandarlas al Rastro en un costal muy grande, así como juntaba también los mendrugos de pan, para venderlos a unos que hacían chocolate de dos reales y medio... Que Fidela vestía muñecas por encargo de las tiendas de juguetes, y que al pobre Rafael no le daban de alimento más que puches, y un plato de menestra por las noches... Que el ciego había puesto debajo de la cama del matrimonio un cartucho de dinamita, o de pólvora, el cual fue descubierto con la mecha ya encendida... Que la primogénita del Águila, entre otros negocios sucios, tenía parte en un corral de basuras de Cuatro Caminos, y llevaba la mitad en los cerdos y gallinas... Que Torquemada compraba abonarés de Cuba a tres y medio por ciento de su valor, y que era el socio capitalista de una compañía de estafadores, disfrazada con la razón social de Redención de Quintos, y Sustitutos para Ultramar.
Todo esto iba llegando a los oídos de Cruz, que si se indignaba al principio, pasando malísimos ratos y derramando algunas lágrimas, por fin llegó a tomarlo con calma filosófica; y cuando D. Francisco salió a la esfera del mundo con su levita inglesa, sus modales algo sueltos, su habla corriente y su personalidad rodeada de ciertos respetos, codeándose al fin con ministros y señorones, concluyó la dama por tomar a risa los desahogos de sus parientes. Pero mientras mayor desprecio le inspiraba maldad tan estúpida, más gana sentía de hacerles polvo, y de pasearles por los hocicos la opulencia verídica de las resucitadas Águilas, y el prestigio claro del opulento capitalista; que así le nombraba ya la lisonja. Ellos a morder y ella siempre a levantarse, mejor dicho, a levantar el figurón que les daba sombra, hasta erigir con él inmensa torre, desde la cual pudieran las Águilas mirar a los Romeros como miserables gusanillos arrastrando sus babas por el suelo.

- IV -

Aproximábase el verano, y no hubo más remedio que pensar en trasladarse a algún sitio fresco, por lo menos durante la canícula. Nueva batalla dada por Cruz, en la cual halló al enemigo más resistente y envalentonado que de costumbre. "El verano - decía D. Francisco -, es la estación por excelencia en Madrid. Yo lo he pasado aquí toda mi vida, y me ha pintado perfectamente.
Nunca se encuentra uno más a gusto que en Julio y Agosto, libre de catarros, comiendo bien, durmiendo mejor...
- De usted nada digo - objetó la dama -, porque entre los muchos dones con que le agració la divina Providencia, tiene también el de una salud a prueba de temperaturas extremadas. Tampoco lo digo por mí, que a todo me avengo. Pero Fidela no puede pasar aquí los meses de verano, y es usted un bárbaro si lo consiente.
- También a mi pobre Silvia, que de Dios goce, la molestaba el calórico, sobre todo cuando se hallaba en meses mayores, y aquí nos aguantábamos. Con el botijo siempre fresco, los balcones cerrados durante el día, y un corto paseíto a las diez de la noche, lo pasábamos tan ricamente... No hay que pensar en veraneo, señora. Con todo transijo menos con esa inveterada pamplina de los baños de mar o de río, que son el gravamen de tantas familias. En Madrid todo el mundo, que en Madrid tengo yo que estarme hecho un caballero, para organizar esta tracamundana del tabaco, que, entre paréntesis, me parece no es negocio tan claro como al principio me lo pintaron sus amigos de usted. Y no se hable más del asunto. Ahora sí que no cedo. Con que... tilín... se levanta la sesión.
Resuelta a que el viaje se realizara, Cruz no insistió aquel día; pero al siguiente, bien aleccionada Fidela, el baluarte de la avaricia de D. Francisco fue atacado con fuerzas tan descomunales, que al fin no tuvo más remedio que rendirse.
"Muy a disgusto - dijo el tacaño mordiéndose los pelos del bigote, y echándoselas de víctima -, cedo, porque Fidela esté contenta. Pero tengamos juicio. No saldremos más que veinte o treinta días, ¡cuidado! Y todo ello, señora mía, ha de hacerse con el menor dispendio posible. No estamos para echarlas de príncipes. Viajaremos en segunda...
-¡Pero D. Francisco...! - En segunda, con billete de ida y vuelta.
- Eso no puede ser. Vaya, tendré que coger el bastón de mando... ¡En segunda! No se puede tolerar que así olvide usted el decoro de su nombre. Déjeme a mí todo lo concerniente al viaje. No iremos a San Sebastián, ni a Biarritz, lugares de ostentación y farsa; nos instalaremos modestamente en una casita de Hernani... Ya la tengo apalabrada.
-¡Ah! ¿usted, por sí y ante sí, había dispuesto...? - Por mí y ante mí. Y todo eso, y aún mucho más, que callo ahora, tiene usted que agradecerme. Con que chitón... - Es que...
- Digo que no se hable más del asunto, y que yo me encargo de todo... Ya... Por usted iríamos en la perrera. Bonita manera de corresponder a la opinión, que ve en usted...
-¿Qué ve, qué puede ver en mí, ¡ñales en polvo!, más que un desgraciado, un mártir de las ideas altanerísimas de usted, un hombre que está aquí prisionero, con grillos y esposas, y que no puede vivir en su elemento, o sea el ahorro... la mera economía del ochavo, que se gana con el santo sudor?...
-¡Hipócrita... comediante! Si no gasta ni el décimo de lo que gana - contestó la autócrata con brío -. Si ha de gastar más, muchísimo más. Váyase preparando, pues he de ser implacable.
- Máteme usted de una vez... pues soy tan bobo, que no sé resistirle, y me dejo desnudar, y dar azotes, y desollar vivo.
- Si ahora empezamos. Y le participo que sus hijos saldrán a mí, quiero decir, que saldrán a su madre. Serán Águilas, y tendrán todo mi ser, y mis pensamientos...
-¡Mi hijo ser Águila...! - exclamó Torquemada fuera de sí -. ¡Mi hijo pensar como usted... mi hijo desvalijándome!... ¡Oh! señora, déjeme en paz, y no pronuncie tales herejías, porque no sé... soy capaz de... Que me deje le digo...
Esto es demasiado... Me ciego, se me sube la sangre a la cabeza.
-¡Qué tonto!.. ¿Pues qué más puede desear? - dijo la dama, mirándole risueña y maleante desde la puerta -. Águila será... Águila neto. Lo hemos de ver... lo hemos de ver.
Por todo pasaba D. Francisco menos porque se creyera que su hijo presunto había de ser otro que el mismo Valentín, reencarnado, y vuelto al mundo en su prístina forma y carácter, tan juicioso, tan modosito, con todo el talento del mundo para las matemáticas. Y tan a pechos lo tomaba el muy simple, que si Cruz hubiera insistido en aquella broma, de fijo se habría desvanecido el sortilegio que subordinaba una voluntad a otra, y recobrada la libertad, el tacaño habría puesto su mano vengativa en la tirana que le atormentaba. Volvíase tarumba con semejante idea. ¡Su hijo, su Valentín ser Águila, en vez de Torquemadita fino que andaba por los ámbitos de la Gloria, esperando su nueva salida al mundo de los vivos! No, hasta ahí podían llegar las bromas. Pasose toda aquella tarde sumergido en tristes meditaciones sobre aquel caso, y por la noche, después de trabajar a solas en su despacho del segundo, se metió en el gabinete reservado del mismo piso, donde conservaba el bargueño de marras, y sobre él la imagen fotográfica del chico, aunque ya despojado totalmente de las apariencias de altarucho. Paseándose de un ángulo a otro de la estancia, dio el usurero todas las vueltas y contorsiones imaginables a la idea en mal hora expresada por su hermana política.
"¡Vaya, que decir que tú serás Águila! ¿Has visto qué insolencia? Miró al retrato fijamente, y el retrato callaba, es decir, su carita compungida no expresaba más que una preocupación muda y discreta. Desde que se acentuó el engrandecimiento social y financiero de su papá, Valentinico hablaba poco, y por lo común no respondía más que sí y no a las preguntas de D. Francisco.
Verdad que este no pasaba las noches en aquella estancia luchando con el insomnio rebelde, o con la fiebre numérica.
"¿No oyes lo que te digo? Que serás Águila. ¿Verdad que no? (Creyendo ver en el retrato una ligera indicación negativa.) Claro: lo que yo decía. Es un desatino lo que piensa esa buena señora.
Volvió a su despacho, y estuvo haciendo cuentas más de media hora, recalentándose el cerebro. De pronto, los números que ante sí tenía empezaron a voltear con espantoso vórtice, que los hacía ilegibles, y de en medio de aquel polvo que giraba como a impulso de un huracán, saltó Valentinico dando zapatetas, y encarándose con el autor de sus días (todo esto en el centro del papel), le dijo: "Papá, yo quiero dir en ferrocarril...
Luchó el buen señor un instante con aquella juguetona imagen, y la desvaneció al fin pasándose la mano por los ojos y echando hacia atrás su pesada cabeza. El ordenanza se le acercó para decirle que las señoras, sentadas ya a la mesa, le aguardaban para comer. Gruñó Torquemada al oír afirmar al sirviente que ya le había llamado tres veces, y al fin desperezóse, y con paso y actitudes de embriaguez bajó al principal por la escalera de servicio que al objeto se había construido. Por el camino iba diciendo: "Que quiere correrla en ferrocarril...
¡Bah! gaterías de su madre... Todavía no ha nacido, y ya me le están echando a perder.

- V -

Todo Mayo y parte de Junio dedicólos D. Francisco con alma y vida a la Sociedad formada para la explotación del negocio de la contrata, y con ayuda de Donoso, emulando los dos en actividad e inteligencia, armaron toda la maquinaria administrativa, la cual, si respondía en sus hechos a su perfecto organismo, había de marchar como una seda. A Torquemada correspondía la alta gerencia del negocio, como principal capitalista. Donoso se encargaba de las relaciones de la Sociedad con el Estado, y de toda la gestión oficinesca.
Taramundi corría con las compras del artículo en Puerto Rico, y Serrano en los Estados Unidos, donde tenía un primo establecido, con casa de comisión en Brooklyn.
Convinieron en que todo funcionaría ordenadamente antes de partir para el veraneo, pues en Diciembre debía hacerse la primera entrega de boliche y en Febrero la de Virginia. El suministro de ambas hojas les fue adjudicado, por formal contrata, en Mayo, no sin protesta de otros tales, que hicieron o creían haber hecho a la Hacienda proposición más ventajosa; pero como eran gentes desacreditadas y de antecedentes deplorables en aquel fregado, a nadie sorprendió que el ministro les postergara, agarrándose a no sé qué triquiñuelas de la ley. Puestas de acuerdo en todo las cuatro principales fichas de aquel juego, pues aunque había otros partícipes, no tocaban pito en la gestión, por ser de poca monta el capital impuesto, ya no había más que trabajar como fieras, a fin de que el negocio saliese redondo y limpio. En los días que precedieron a la expedición veraniega, Torquemada y D. Juan Gualberto Serrano se entendieron a solas en algunos puntos referentes a las compras de rama en los Estados Unidos, y ello quedó entre los dos, sin dar conocimiento a Donoso ni a Taramundi. Era que D. Francisco, con su instintivo conocimiento de la humanidad, bajo el aspecto del toma y daca, vio desde el primer instante en qué consistía el resorte maestro de aquel arbitrio, comprendiendo que de proceder de esta o de la otra manera, dependía que el líquido fuese simplemente bueno, o que resultase tal que podrían meter el brazo hasta más arriba del codo. Apenas hubo el tacaño propulsado la voluntad de D. Juan Gualberto, este respondió con cuatro palabras, que querían decir: "aquí está el hombre que se necesita". Y con estas impresiones, Serrano se fue a Londres, donde debía avistarse con su primo, y Torquemada partió para Hernani con la familia. La de Taramundi se instaló en San Sebastián. Donoso no salía de Madrid, porque su señora, en quien se había complicado enormemente la caterva de males, no podía moverse, ni había para qué, pues en ninguna parte había de encontrar alivio.
¡Ay, Dios mío, qué aburrimiento el de Torquemada en las Provincias, y qué destemplado humor gastaba, siempre disputando con ellas por quítame allá esas pajas, renegando de todo, encontrando malas las aguas, desabridos los alimentos, cargantes las personas, horrible el cielo, dañino el aire! Su centro era Madrid: fuera de aquel Madrid en que había vivido los mejores años de su vida y ganado tanto dinero, no se encontraba el hombre. Echaba de menos su Puerta del Sol, sus calles del Carmen, de Tudescos, y callejón del Perro; su agua de Lozoya, su clima variable, días de fuego y noches de hielo. La nostalgia le consumía, y el verse imposibilitado de correr tras el fugaz ochavo, de dar órdenes a este y al otro agente. Aborrecía el descanso; su naturaleza exigía la preocupación continua del negocio, y los infinitos trajines que trae consigo la misma ansiedad azarosa, la rabia de perder, la tristeza de ganar poco, el delirio de la ganancia pingüe. Contaba los días que iban pasando de aquel suplicio que le habían traído sus malditas consortes; abominaba de la sociedad ociosa que le rodeaba, tanto vago insubstancial, tanta gente que no piensa más que en arruinarse. Para él, el colmo del despilfarro era dar dinero a fondistas y posaderos, o a los gandules que agarran en el baño a las señoras para que no se ahoguen. San Sebastián le causaba horror: todo era un saqueo continuo, y mil tramoyas para desvalijar a los madrileños que iban a gastar en dos meses las rentas de un año. Tres días le tuvieron allí Fidela y Cruz, y poco le faltó para caer enfermo de tristeza y repugnancia.
En Hernani se paseaba solo, armando en su magín todo el tinglado de números que constituía el negocio tabaquil, y otros en embrión, como el del arreglo de la arruinada casa de Gravelinas con sus acreedores. Fidela, que conocía lo mal que pintaba a su esposo la villeggiatura, quiso abreviar esta; pero se opuso Cruz, porque a Rafael le probaba muy bien el clima del Norte, y desde que vivía en Hernani no se habían repetido los trastornos cerebrales de marras. Dividíase la familia en dos parejas: Cruz paseaba con el ciego, Fidela con su esposo, y procuraba distraerle haciéndole fijar la atención en las bellezas del campo y del paisaje. No era insensible el bárbaro a la bondad ni a los mimos de su esposa, y algunos ratos pasaba placenteros charlando con ella a lo largo de praderas y bosques. Pero en aquel divagar indolente, Torquemada, como el desterrado que sólo piensa en la patria, no hablaba de cosa alguna sin que salieran a relucir Madrid y los malditos negocios. Alegrábase Fidela de verle en tal terreno, y con infantil travesura repetía: "Sí, Tor, tienes que ganar muchísimo dinero, pero muchísimo, y yo te lo guardaré".
Tanto machacó en esta idea, que D. Francisco hubo de espontanearse con su mujer, cual nunca lo había hecho, declarándole cuanto sentía y pensaba, y las causas de sus goces como de sus pesadumbres. Empezó por manifestarse satisfecho del trato de la Suerte, porque sus ganancias crecían como la espuma.
¿Pero de qué le valía esto, si la familia se había puesto en un pie de boato que imposibilitaba el ahorro? Cada lunes y cada martes se traía Cruz alguna nueva tarantaina para derrochar el dinero. ¿A qué detallar aquella serie no interrumpida de locuras, si ya Fidela las conocía? Él no servía para vivir entre magnificencias, aunque al fin a ellas por la fuerza de las circunstancias se amoldaba. Su bello ideal era emplear de nuevo sus considerables ganancias, reservando sólo una parte mínima para el gasto diario. Ver entrar el dinero a carretadas, y verle salir a espuertas le taladraba el corazón, y le llenaba la cabeza de pensamientos sombríos y pesimistas. Entre él y Cruz se había entablado una lucha a muerte; reconocíase muy inferior a ella por los recursos de la inteligencia y por la palabra; pero se creía, en aquel caso, cargado de razón. Lo peor de todo era que Crucita le dominaba y sabía imponerle su criterio económico, metiéndole en un puño cada vez que ponía sobre el tapete la cuestión de un nuevo dispendio. Él se retorcía de rabia, como el demonio que pintan a los pies de San Miguel, y la muy indina le aplastaba la cabeza, y hacía su santísima voluntad con el dinero de él.
En suma, que se tenía por muy desgraciado, y con aquellas amarguras, hasta para alegrarse de ser padre en su día, le faltaban ánimos. Mostrose Fidela reservada en la contestación, asegurando que por su parte no le importaba vivir en la mayor modestia y obscuridad; pero puesto que Cruz disponía las cosas de otro modo, sus razones tendría para ello. "Sabe más que nosotros, querido Tor, y lo mejor es dejarla hacer lo que quiera. Para tus mismos negocios te conviene respirar una atmósfera de esplendidez. Con franqueza, Tor: ¿habrías ganado lo que has ganado viviendo como un miserable en la calle de San Blas? ¡Si cada duro que te gasta mi hermana es para traerte luego veinte! Y, sobre todo, esa que llamas tirana, sabe más que Merlín, y a su despotismo debemos, primero, haber salido con vida de aquella pobreza ignominiosa; después, el hallarnos en plena abundancia, y tú hecho un hombre de peso. No seas tontín, cierra los ojos, y sométete a cuanto te diga y proponga mi hermana.
En todo esto y en algo más que dijo, se revelaba el respeto casi supersticioso a la autoridad de Cruz, y la imposibilidad de rebelarse contra cualquiera cosa grande o pequeña que dispusiera el autócrata de la familia. Suspiró Torquemada oyéndola, y pensaba con hondo desaliento que su mujer no le ayudaría en ningún caso a sacudir el yugo. Una ligera indicación de esto bastó para que Fidela expresara la negativa con infantil temor. ¡Oponerse ella a los juicios y a las determinaciones de su hermana! Antes saldría el sol por Occidente. "No, no, Tor, quien manda manda. Vuelvo a decirte que todo eso que te contraría es lo que te conviene, y nos conviene a todos.
De queja en queja, el usurero fue a parar a otra idea que también le atormentaba.
Antes de expresarla, vaciló un rato, temeroso de que su mujer la acogiera con risas. Pero al fin, se lanzó a la espontaneidad más delicada: "Mira, Fidela, cada uno tiene su aquel y su ideasingracia, como dice el amigo Zárate, y yo te aseguro que no quiero que mi hijo salga Águila. Bien sé que Cruz beberá los vientos porque el niño sea como vosotras, como ella, gastadorcillo, pinturero, y con muchos humos de aristocracia pródiga. Pero más quiero que no nazca si ha de nacer así. Por supuesto, yo tengo para mí que os engañáis las dos si esperáis que el nuevo Valentín saque uñas y pico de vuestra raza, pues me da el corazón que será Torquemada de lo fino, es decir, el auténtico Valentín de antes en cuerpo y alma, con el propio despejo y la pinta mismísima de la otra vez.

- VI -

Quedose Fidela estupefacta, sin poder apoyar ni combatir semejante idea, y tan sólo dijo: "Será lo que Dios disponga. ¿Qué sabemos nosotros de los designios de Dios? - Sí que lo sabemos - replicó Torquemada sulfurándose -. Tiene que haber justicia, tiene que haber lógica, porque si no, no habría Ser Supremo, ni Cristo que lo fundó. El hijo mío vuelve. ¡Ah! no conociste tú aquel prodigio; que si lo hubieras conocido, desearías lo mismo que deseo yo, y lo tendrías por cierto, dado que deben pasar las cosas conforme a una ley de equidad. Verás, verás qué disposición para las matemáticas. Como que él es las puras matemáticas, y todos los problemas los sabe mejor que el maestro. Si he de hablarte con franqueza, sin ocultarte nada de lo que pienso, te diré que no puedo menos de compaginar ciertos fenómenos de tu estado con la ciencia de mi hijo Valentín.
¿No nos contaste que hace dos noches tuviste unos sueños muy raros, viendo que se te ponían delante cifras de ocho y diez guarismos, y que luego ibas por un bosque, y te encontraste catorce nueves, que te salieron al encuentro y te acorralaron sin dejarte pasar adelante? - Sí, sí, es verdad que soñé eso.
- Pues ahí lo tienes - dijo Torquemada con los ojos fulgurando de alegría -. Es él, es él, que te tiene el alma y las venas todas llenas de los santísimos números.
Y dime, ¿no sientes tú ahora algo como si te subieran de la caja del cuerpo a la cabeza, vulgo región cerebral, unas enormísimas cantidades, cuatrillones o cosa así? ¿No sientes un endiablado pataleo de multiplicaciones y divisiones, y aquello de la raíz cuadrada y la raíz cúbica? - Algo de eso siento, sí, de una manera vaga - replicó Fidela, dejándose sugestionar -. Pero de eso de las raíces no siento nada. Números sí, que se me suben a la cabeza.
-¿Ves, ves? ¿No te lo decía yo? Si no me podía equivocar. ¿Y no te pasa también que todo lo que calculas te sale exacto? Como que tienes dentro de ti el espíritu puro de las matemáticas, y la ciencia de las ciencias.
-¡Tanto como eso...! - repuso Fidela, dudando -. Yo no calculo nada, porque no sirvo para el cálculo.
- Pues ponte ahora a combinar cantidades; ponte y verás.
Don Francisco se frotaba las manos, añadiendo por vía de síntesis: "Quedamos en que no es Águila, en que será quien es, y no puede ser otro.
Algo más pensaban decir marido y mujer sobre el extraño caso; pero les distrajo de su coloquio un coche cargado de gente que por la carretera de San Sebastián venía, en dirección al pueblo, y oyeron alegres voces que con estruendo los saludaron. Hallábanse sentados en una pradera junto al camino, al pie de un corpulento castaño, y cuando el charabán pasó delante de ellos, reconocieron entre la turbamulta que venía en la delantera y en los asientos laterales, algunas caras amigas. "¡Oh! Morentín - dijo D. Francisco. Y Fidela: "¡Ah! Infante, Malibrán.
Y se encaminaron al pueblo, del cual distaba medio kilómetro, tardando bastante en llegar, porque la señora, en aquellos meses, no se distinguía por la rapidez de sus movimientos.
En la casa encontraron a los amigos que de San Sebastián habían ido de asalto: Morentín con su mamá, Manolo Infante, Jacinto Villalonga, Comelio Malibrán, dos chicos y una chica de Pez, Manuel Peña y su mujer Irene, y alguno más que no consta en autos.
"¿Y a toda esta caterva tenemos que darle de comer? - preguntó angustiado D.
Francisco.
- Hijo, sí; no hay más remedio. Pero se reparten. Verás cómo algunos se van a casa de Severiano Rodríguez o del general Morla.
- Siempre nos tocarán los más alborotadores en el hablar y los menos moderados en el comer. Y no viene Zárate, que es, de toda esta taifa, el único que me gusta, por ser muchacho tan científico.
Con las visitas, pasaron las señoras muy entretenidas la tarde, y D. Francisco pudo hablar de negocios con Morentín, que le dio noticias de su diligente papá, ya dispuesto a salir de Londres en dirección a España. Animose Rafael con la charla de sus amigos, oyendo con especial gusto a Infante y a Villalonga, que contaban mil divertidas historias de la sociedad de Biarritz y San Sebastián.
Hablose también de política, y al anochecer se fueron con la misma algazara que habían traído para acá.
Si la tarde fue placentera para el pobre ciego, por la noche notóle su hermana muy inquieto, con cierta reversión a las antiguas manías que ya parecían olvidadas. Hablaba de carretilla, reía desaforadamente, y a cada momento nombraba a Morentín para ridiculizarle y poner en solfa sus palabras.
"¿Pero no es el amigo que más quieres?... ¿Por qué te ha entrado ahora esa absurda antipatía? - le dijo su hermana Cruz, a solas, dándole de cenar.
- Fue mi amigo. Ya no lo es, ni puede serlo. Y no creas; me temía yo que recalase por aquí. Era de absoluta lógica que viniese, traído por sus malos pensamientos.
Y en lo que siguió diciendo, demostraba, más que antipatía, un odio insano tan violento en la forma, que Cruz sintió renovados sus temores de otros días, y se dispuso a pasar una mala noche, en compañía del infeliz joven. En efecto, no bien se retiraron su hermana y D. Francisco, fuese al cuarto de Rafael, que era un gabinete bajo con ventana al jardín, rodeada de madreselvas; y hallándole muy despabilado, sin ganas de dormir, le propuso quedarse ambos de tertulia hasta que les rindiese el sueño. La noche, como de Agosto, era calurosa. Mejor que dando vueltas en la cama, la pasarían tomando el fresco, respirando el aire embalsamado del jardín, y oyendo cantar las ranas, que en una charca próxima entonaban su gárrulo himno a la tibia noche.
Aceptó gozoso Rafael lo propuesto por su hermana. Sentada esta juntó al alféizar, procediendo con rapidez y autoridad, para no darle tiempo a pensar sus respuestas, le acometió con bravura desde el primer momento: "Vamos a ver, Rafael: vas a decirme ahora mismo, clarito, pero muy clarito, y sin rodeos ni atenuaciones, por qué se ha trocado en aborrecimiento el cariño que tenías a tu amigo Morentín. ¿Qué te ha hecho? - A mí, nada.
-¿Qué te ha dicho? - Nada.
- No admito subterfugios. Has de hablarme claro y pronto. Hace tiempo, desde mucho antes de salir de Madrid, empecé a notar que te ponías muy nervioso siempre que hablabas de él... Vamos a ver; dímelo todo, Rafael. Por Dios te lo pido.
- Morentín es un egoísta.
-¿Y nada más que por eso le odias? - Y un miserable.
-¿Qué te ha dicho?... Algo habéis hablado. No me lo niegues.
- No necesito que Pepe me muestre la fealdad de su alma, porque se la veo con los ojos de la mía... y con la luz de mis pensamientos... ¡pero tan claro...! - Ea, ya empiezas a desvariar. Vamos, alguno de los amigos que te han visitado hoy, Manolito Infante, Peñita, quizá Malibrán, que es muy malo y tiene la peor lengua del mundo, te ha dicho alguna brutalidad del pobre Morentín.
- No; nadie me ha dicho nada.
Haz memoria, Rafael. Malibrán, Malibrán ha sido. Pero, hijo, ¿para qué haces caso de ese fatuo, complexión de víbora, lengua venenosa? - Te juro por la memoria de nuestra madre - dijo Rafael con solemne acento -, que Malibrán no me ha dicho absolutamente nada de... vamos, del asunto penoso que es la causa de mi aborrecimiento a Morentín... Pero ahora comprendo... Hermana querida, tú has venido a interrogarme a mí esta noche, y ahora soy yo quien interroga... Respóndeme pronto, clarito: Malibrán, en alguna parte, ¿ha dicho algo... de eso? -¿De qué? - De eso. No te hagas de nuevas. La idea que a mí me atormenta, te atormenta también a ti... Ya lo veo todo muy claro con la luz de mi razón. Lo que yo adiviné sólo con los recursos de mi lógica, el mundo lo dice ya, quizá lo pregona con escándalo, y ese escándalo ha llegado a tus oídos. Dímelo, dímelo.
Malibrán, o algún otro deslenguado, ha dicho algo en casa de los Romeros, en casa de San Salomó, de Orozco tal vez...
-¿Pero qué? - preguntó Cruz acongojada, queriendo ocultar sus ideas a la perspicacia del ciego.
Este no veía su palidez mortal; pero notaba en su voz un timbre opaco, que para él era dato tan preciso como la blancura del semblante, y la voz de Cruz delataba sobresalto, ira, vergüenza.
"Pues bien - añadió Rafael tras breve pausa -, lo diré yo sin rodeos. A tus oídos llegan voces de escándalo. Quien quiera que sea lo propala en las casas de los enemigos, también quizá en las de los amigos. Yo, sin oírlo, lo sé, como sin verlo lo he visto. ¿A qué hacer misterio de ello? Lo que dicen es que mi hermana Fidela tiene un amante, y que este es Morentín.
- Cállate - gritó Cruz con arranque de ira, poniéndole la mano en la boca con tanta fuerza, que parecía que le abofeteaba.
- Digo la verdad... El escándalo ha llegado a tus oídos. No me lo niegues.
- Pues bien, no lo niego. Malibrán es quien se ha permitido afrentarnos con esta calumnia infame. ¡Y hoy le hemos tenido aquí! Gradas que se fue a comer a casa de Cícero, que si le veo en mi mesa, no sé... creo que yo misma... En Biarritz lo dijo, y en Cambo y en Fuenterrabía. Lo sé por persona que no puede engañarme, y que me ha puesto sobre aviso. Triste cosa es la deshonra motivada; pero deshonra que surge por generación espontánea, y corre y se propaga sin que exista ni el más insignificante hecho que la justifique, es cosa que subleva.
- Es que... te lo diré si no te enfadas... yo no creo que esa deshonra sea tan inmotivada como tú la presentas...
¡Pero tú...! (Indignada.) ¡Crees... también tú! Furiosa le cogió del brazo sacudiéndole con brío, única manera de contestar a la infame reticencia.

- VII -

"Ten calma, y déjame expresar todo lo que discurro - agregó Rafael tomando resuello, pues le faltaba el aliento, tanto como a su hermana -. En conciencia te digo que el caso es perfectamente lógico. Déjame hablar. El caso es un producto de la vida social, de la corrupción de las costumbres, del trastorno de la idea moral. Cuando nuestra hermana se casó, dije yo: "Esto tiene que ser..." y ha sido tal como lo pensé. Desde este antro obscuro de mi ceguera lo veo todo, porque pensar es ver, y nada se escapa a mi segura lógica, nada, nada. Esa deshonra era un hecho forzoso. En casa teníamos todos los elementos para que surgiera. Naturalmente... ha surgido, sin que nadie pueda evitarlo... Ya, ya sé lo que vas a decirme.
- No lo sabes, no lo sabes - replicó la dama con acento firme y altanero -. Lo que tengo que decirte es que nuestra hermana es más pura que el sol. En ningún caso dudaría de su perfecta, de su absoluta honradez; menos puedo dudar de ella, viviendo, como vivo, siempre al lado suyo. Ninguno de sus actos, ni aun sus pensamientos más recónditos, me son desconocidos. Sé lo que piensa y siente, como sé lo que siento y pienso yo misma. Y nada, absolutamente nada existe que pueda servir de fundamento a tan vil especie.
- Te concedo que en el terreno de los hechos no hay motivo para...
- Ni en ningún otro terreno.
- En el de la intención, en el de la voluntad...
- Ni en ese ni en ningún otro existe la menor sombra de mancha. Fidela es la pureza misma; quiere y estima a su marido, que en su tosquedad es muy bueno para ella, y para toda la familia. Que no vuelva yo a oírte semejante disparate, Rafael, o no respondo de tratarte con la blandura que acostumbro usar contigo.
- Bueno, bueno: no te incomodes. Admito que tengas razón en lo que a mi hermana se refiere. ¿Y me respondes tú de las intenciones de Morentín? - De eso, ¿cómo he de responder yo? Siempre me ha parecido decente y delicado.
- Pues yo que le conozco, porque ambos hemos sido compañeros de aventuras, en tiempos que no han de volver, y que ahora, en el archivo de mis recuerdos, son una gran enseñanza; yo te aseguro que la corrupción mansa, la que no se siente, la que devora sin ruido y a veces sin el escándalo más ligero, anida en su alma. Sin que Morentín me haya dicho nada, sé que pretende deshonrarnos, que cree segura la victoria más temprano o más tarde. Si no se jacta de haber triunfado ya, tampoco negará honradamente, cuando le feliciten por una conquista que algunos darán por hecha, todos, todos por probable. ¡Ay! horroriza el considerar que aunque mi hermana fuese una santa, y Morentín un modelo de virtudes, el mundo, atento a la composición de este matrimonio y a la vida ostentosa que lleváis, tendrá siempre por hecho inconcuso lo que Malibrán ha dicho. Y no puedes ya evitar que corra y se propague el rumor infamante. Ni conseguirás rectificar lo que tú crees error... y lo será por el momento.
- Por el momento no, por siempre. ¡También tú...! No parece sino que tomas partido por los difamadores. Esto es intolerable, Rafael. Se trata de una calumnia, ¿sí o no? Pues si es calumnia; si la inocencia de nuestra hermana resplandece como el sol, y antes que dudar de ella dudaría yo de que existe un Dios justiciero y misericordioso; si ella es honrada, digo, y los que la calumnian dignos de las penas del Infierno, la verdad ha de brillar tarde o temprano, y el mundo ha de reconocerla y acatarla.
- No la reconocerá. El mundo procede con una lógica que él mismo se ha creado para juzgar cosas y personas. Te concedo que es una lógica construida con artificios; pero es... y quítale de la cabeza a la opinión su infame idea. No puedes, no puedes. Para evitar esto habría convenido seguir viviendo en la obscuridad modesta, después de esa malhadada boda. Pero en el torbellino de la sociedad, en medio de este boato, cultivando las relaciones antiguas y buscando otras nuevas, no hay medio de sustraerse a la atmósfera total, querida hermana.
La atmósfera total nos envuelve: en ella flotan los placeres, las satisfacciones de la vanidad; flota también el veneno, el microscópico bacillus que nos mata, en medio de tantas alegrías. Mujer joven y guapa, sensible, rodeada de lisonjas, sin ocupaciones domésticas; marido viejo y ridículo, brutalmente egoísta y en absoluto desprovisto de todo atractivo personal... ya se sabe... saca la consecuencia. Si no es, tiene que ser. El mundo lo sanciona antes que suceda, y lo autoriza, y hasta parece que lo decreta, como si hubiera, en esa constitución oculta de las conciencias del día, un artículo que expresamente lo mandara. Esto lo he visto yo hace tiempo; este fue uno de los inconvenientes más graves que vi en la boda de mi hermana. Ahora, sufrir y callar.
- No, yo no sufro ni callo - replicó Cruz sobreponiéndose a la turbación que aquel asunto le causaba -. Yo desprecio la calumnia. Dios quiera que a los oídos de Fidela no llegue jamás; pero si llegara, la despreciará como yo, y como tú...
Te prohíbo hablar de esto; es más, te prohíbo pensar...
-¡Pensar! ¡Prohibirme pensar! Eso sí que no puede ser. No pienso en otra cosa.
Es lo único en que puedo ocuparme, y si no fuera por el trabajar de la mente, ¿con qué mataría yo, pobre ciego, el fastidio de la obscuridad? Te prometo revelarte todo lo que vaya descubriendo.
- No, no descubrirás, no podrás descubrir nada - dijo la dama nerviosa y con ganas de reñir -. Y cuanto discurras será obra exclusivamente tuya, de tu pobrecita mente aburrida, holgazana, traviesa. Te lo prohíbo, Rafael; sí, te prohíbo pensar en eso.
Sonreía el ciego sin articular sílaba, y su hermana suspiraba, masticando las frases dichas anteriormente, y otras que intentó decir, quedándose con la primera palabra en la boca. Así transcurrió un mediano rato, y ya iban a romper los dos con nuevos argumentos, cuando oyeron ruido en las habitaciones altas, donde el matrimonio dormía, y a poco sintieron el paso grave de D. Francisco bajando la escalera. Salió Cruz a su encuentro, temerosa de que ocurriese alguna novedad, pero él la tranquilizó diciéndole: "No es nada. Fidela duerme como una bendita; pero yo, con la calor y un infame mosquito que pie ha estado dando murga toda la noche, no he podido pegar los ojos, hasta que al fin, cansado del ardor de las sábanas, me bajo a tomar el fresco en el jardín.
- La noche está pesada y bochornosa; cosa muy rara en este país - observó Cruz -. Mañana habrá tormenta, y refrescará el tiempo.
-¡Vaya una noche! - murmuró el tacaño -. ¡Y para esto abandona uno aquel Madrid tan cómodo...! Salió al jardín en mangas de camisa, con un chaquetón sobre los hombros, la gorra de seda en la coronilla. Desde la ventana en que los dos hermanos se hallaban silenciosos respirando el aire tibio, aromatizado por las madreselvas, veían pasar el sombrajo negro de D. Francisco que se paseaba lentamente, y oían su tosecilla, y el rechinar del menudo guijo bajo su planta procerosa.
La noche era toda calma, tibieza y solemne poesía. El aire inmóvil y como embriagado con la fragancia campesina, dormitaba entre las hojas de los árboles, moviéndolas apenas con su tenue respiración. El cielo profundo, sin luna y sin nubes, se alumbraba con el fulgor plateado de las estrellas. En la obscura frondosidad de la tierra, arboledas, prados, huertas y jardines, los grillos rasgaban el apacible silencio con el chirrido metálico de sus alas, y el sapo dejaba oír, con ritmo melancólico, el son aflautado que parece marcar la cadencia grave del péndulo de la eternidad. Ninguna otra voz, fuera de estas, sonaba en cielo y tierra.
Largo tiempo estuvieron Cruz y Rafael contemplando las sombras del jardín, y la figura de D. Francisco, que iba y venía, también con mesurado ritmo, de un extremo a otro, pasando y repasando como ánima de pecador insepulto que viene a pedir que le entierren. Movida de un estado particularísimo de su ánimo, y por efecto también quizá de la serenidad poética de la noche, Cruz sintió pena intensísima ante aquel hombre, abrumado por la nostalgia. Consideró que si por él había salido de espantosa miseria la noble familia del Águila, esta debía corresponderle dándole la felicidad que merecía. Y en vez de procurarlo así, la directora del cotarro le contrariaba llevándole a grandezas sociales que repugnaban a sus hábitos y a su carácter. ¿No era más humano y generoso dejarle cultivar su tacañería, y que en ella se gozará, como el reptil en la humedad fangosa? Por que, a mayor abundamiento, el pobre hombre, sacado de su natural esfera, sufría los mordiscos de la calumnia, y si dejaba de ser ridículo en una forma, lo era en otra. ¿No tenía ella la culpa de todo, por meterse a encumbradora de gente baja, y por querer hacer de un zafio un caballero y un prohombre? Este remusguillo de su conciencia, y la compasión vivísima que hacia su hermano político sintió en aquella hora solemne de la noche de verano, moviéronla a dirigirle palabras afectuosas. Echando su cuerpo fuera de la ventana, le dijo: "¿No teme usted, D. Francisco, que el sereno le haga daño? No hay que fiarse mucho de los calores de esta tierra.
- Estoy bien - replicó el tacaño, aproximándose a la ventana.
- Me parece que ha salido usted con poco abrigo. Por Dios, no nos coja usted un reúma, o un catarro fuerte.
- Pierda cuidado. Tendría que ver que por huir de aquel calorcito de Madrid, tan agradable, y, por más que digan, higiénico, viniese uno a enfermar en los calores húmedos de esta tierra, tan sumamente acuática.
- Vale más que entre usted aquí, y nos acompañaremos los tres hasta que tengamos sueño.
Rafael se aproximó también a la ventana. En aquel instante, como si los sentimientos de Cruz se le comunicaran por misterio magnético, sintió asimismo lástima del hombre que odiaba.
"Entre, D. Francisco - le dijo, pensando que la ilustre familia hambrienta había engañado a su favorecedor, utilizándole para redimirse, y que después de sacarle de su elemento para hacerle infeliz, le cubría de una ridiculez más grave que la que él había echado sobre ella. Entráronle deseos de reconciliarse con el bárbaro, guardando siempre la distancia, y de devolverle en forma de amistad compasiva la protección material que de él recibía.
Como ambos hermanos insistieron en llevarle a su lado, no pudo ser insensible el tacaño a estas demostraciones de afecto, y entró, echando pestes contra el clima del país vasco, contra los alimentos, y sobre todo, contra las pícaras aguas, que eran, sin género de duda, las peores del mundo.
"Está usted aquí fuera de su centro - díjole Rafael, que por primera vez en su vida le hablaba con afabilidad -. No puede usted vivir alejado de sus queridos negocios.
Oyendo esto, Cruz tuvo una inspiración, y al instante saltó de la voluntad a la palabra.
"Don Francisco, ¿quiere que nos vayamos mañana? Tanta sorpresa causó al aburrido negociante la proposición, que no creyó que su cuñada le hablaba formalmente.
"Usted me busca el genio, Crucita.
- Y la verdad - indicó Rafael -; para lo que hacemos aquí... Fresco no hay; en cambio abundan los mosquitos, y otra casta de alimañas peores, los amigos importunos y mortificantes.
- Eso es hablar como la Biblia.
- Propongo que salgamos mañana - dijo la hermana mayor con resolución -. Ea, si don Francisco quiere...
-¡Que si quiero!... Re Cristo, ¿pues acaso estoy por mi gusto en esta tierra maldecida... o por contentamiento de ustedes, y obediencia al fuero de la puerquísima moda? - Mañana, sí - repitió el ciego batiendo palmas.
-¿Pero lo dicen de verdad, o es ganas de marear más? - De verdad, de verdad.
Y convencido de que no era broma, púsose el tacaño tan gozoso, que sus ojos relumbraban como las estrellas del cielo. "¡Con que mañana! No podía usted determinar, Crucita de mi alma, cosa más de mi agrado. Ya estaba yo aquí como el alma de Garibaldi, suspenso y aburrido, mirando al cielo y a la tierra, y acordándome de mis cosas de Madrid, como se acordaría de la gloria divina, el que, después de gozarla, se ve enchiquerado en los profundos abismos del infierno... ¿Con que mañana, Rafaelito? ¡qué gusto! Dispénsenme: soy como un chiquillo a quien dan punto para las vacaciones. Mis vacaciones son el santo trabajo. No me divierte esta vida boba del campo, ni le encuentro chiste a la mar salada de San Sebastián; ni estas pamemas del baño y el paseíto se han hecho para mí. El verde para quien lo coma; y el campo natural es meramente una tontería. Yo digo que no debe haber campiñas, sino todo ciudades, todo calles y gente... El mar sea para las ballenas. ¡Mi Madrid de mi alma!... ¿Con que es de veras que mañana? Para otro año viene la familia sola, si quiere fresco caro. Yo a mi calor barato me atengo. Digan lo que quieran, pasado el 15 de Agosto se templa Madrid, maximé de noche, y da gusto salir a tomar la fresca por aquellos altos de Chamberí. Pues digo, ahora que empiezan los melones y el riquísimo albillo... ¡Cristo! por no hacer ruido y dejar a Fidela que duerma, no me pongo a hacer el equipaje ahora mismo. ¿A qué hora pasa el tren de San Sebastián? A las diez. Pues en cuanto amanezca pedimos el coche y salimos pitando... No hay que volverse atrás, Crucita. Usted es la que manda; pero no nos engañe con dedadas de miel, vulgo promesas, que bien me merezco la realidad de esta vuelta a Madrid, por la paciencia con que he venido a estas tierras chirles, sin más objetivo que zarandear a la familia, y darnos tono ¡con cien mil Biblias! tono... Siempre el dichoso buen tono, que a mí me parece un tono muy mal entonado.

- VIII -

Partieron, pues, aquella mañana, con asombro y extrañeza de toda la colonia, en la cual no faltó algún desocupado caviloso que se diese a buscar la razón de aquel súbito regreso, que más bien parecía fuga, y descubriera nada menos que una grave discordia matrimonial. Ello es que iban todos contentos a Madrid, y Torquemada como unas pascuas. ¡Con qué alegría vio el semblante risueño de su cara Villa, sus calles asoleadas, y sus paseos polvorosos, pues aún no había llovido gota! ¡Y qué hermosura de calor picante! Que no le dijeran a él que había lugares en el mundo más higiénicos. Para miasmas, Hernani, que por ser cargante en todo, hasta tenía nombre de música. ¡Cuándo se ha visto, Señor, que los pueblos se llamen como las óperas! Entró de lleno en la onda de sus negocios, como pato sediento que vuelve a la charca; pero hallándose aún ausentes muchas personas del elemento oficial y del elemento particular, no encontró la ocupación plena que hubiera deseado.
Con todo, su contento era grande; y para completarlo, Cruz no le mortificaba con nuevos planes de engrandecimiento. Otra novedad dichosa era que Rafael se había suavizado en su trato con el tacaño, y hasta parecía desear tenerle por amigo. Antes del viaje, apenas cambiaban más palabras que las generales de la ley, el saludo por las mañanas, y por la noche cuatro frases insubstanciales acerca del tiempo. Al regreso de Hernani, solían acompañarse algunos ratos, y el ciego le mostraba consideración, algo parecida al afecto, le oía con calma, y hasta le pedía su parecer sobre asuntos corrientes de política, o sobre cualquier suceso del día. Pero lo más particular de todo esto era que la buena de Cruz, que había bebido los vientos por las paces de los dos cuñados, y de continuo los incitaba a la concordia, en cuanto les veía charlando sosegadamente, parecía sobresaltada, y no se apartaba de ellos, cual si temiera que alguno de los dos se fuese del seguro. Debe advertirse que por aquellos días (Septiembre y Octubre), la opinión de Cruz sobre el estado cerebral de su desdichado hermano era más pesimista que nunca, a pesar de que el pobrecito no desentonaba ya, ni reía sin motivo, ni se irritaba.
"Si ahora le tenemos tranquilo, y no nos da ninguna guerra - le decía Fidela -, ¿por qué temes...? - La calma bochornosa suele anunciar grandes tempestades. Prefiero verle nerviosillo y un poco charlatán, a que se nos encierre en ese spleen sombrío, con apariencias sospechosas de buen juicio en lo poco que habla. En fin, Dios dirá.
En todo Septiembre, tuvo D. Francisco el gusto de no ver a muchas personas de las que ordinariamente iban a la casa, y que rodaban todavía por playas y balnearios, algunas en París; y aumentó su gusto la única excepción de aquella desbandada, Zárate, que por la escasez que suele acompañar a la sabiduría no veraneaba más que quince o veinte días en El Escorial o Colmenar Viejo.
Buenos ratos pasó el tacaño con su amigo y consultor científico, casi solos todas las noches, platicando sobre temas sabrosísimos, como la cuestión de Oriente, los abonos químicos, la redondez de la tierra, el Papado en sus relaciones con el Reino de Italia, las pesquerías del Banco de Terranova... En aquella temporada de fecundos progresos, aprendió D. Francisco dicciones muy chuscas, como la tela de Penélope, enterándose del por qué tal cosa se decía; la espada de Damocles, y las kalendas griegas. Además, leyó por entero El Quijote, que a trozos conocía desde su mocedad, y se apropió infinidad de ejemplos y dichos, como las monteras de Sancho, peor es meneallo, la razón de la sinrazón, y otros que el indino aplicaba muy bien, con castellana socarronería, en la conversación.
Charla que te charla, hablaron de Rafael, haciendo notar Zárate que sus apariencias de sosiego mental no inspiraban confianza a la hermana mayor, a lo que contestó D. Francisco que su cuñado no regía bien del cerebro, y que más tarde o más temprano había de salir con alguna gran peripecia.
"Pues yo tengo sobre esto una opinión - dijo Zárate -, que me aventuro a consultar con usted a condición de absoluta reserva. Es una opinión mía; quizá me equivoque; pero no renuncio a ella mientras los hechos no me demuestren lo contrario. Yo creo... que nuestro joven no está loco, sino que lo finge, como lo fingía Hamlet, para despacharse a su gusto en el proceso de un drama de familia.
-¡Drama de familia! Aquí no hay drama ni comedia de familia, amigo Zárate - replicó D. Francisco -. No hay más si no que el caballero aristócrata y un servidor de usted hemos estado de puntas... Pero ya parece que se da a partido, y yo me dejo querer... Naturalmente, más vale que haya paz en casa. Esta es la razón de la sinrazón, y no digo nada de las inconveniencias y tonterías de mi hermano político. Peor es meneallo... Por lo demás, creo también que en algunos períodos, su locura ha sido figurada, como la de ese señor que usted cita tan oportunamente.
Y se quedó con la duda de quién sería aquel Jamle; pero no quiso preguntarlo, prefiriendo dar a entender que lo sabía. Por el nombre y lo de fingirse loco, se le antojaba que el tal debía de ser poeta.
"Celebro que estemos conformes en este punto, Sr. D. Francisco - dijo Zárate -.
Hallo entre nuestro Rafael y el infortunado príncipe de Dinamarca muchos puntos de contacto. Ayer, sin ir más lejos, hablaba solo el pobre ciego, y dijo cosas que me recordaron el célebre monólogo to be or not to be.
- Efectivamente, algo dijo de aquello. Yo lo noté, y no se me escaparon los puntos de contacto. Porque yo observo y callo.
- Eso, eso justamente es lo que procede, observarle.
- El pobrecillo tira mucho a poeta, ¿verdad? - Verdad.
- Y diciendo poesía, se dice poco juicio, el meollo revuelto.
- Exactamente.
- Y a propósito, amigo Zárate: me sorprende que a los poetas se les den tantas denominaciones. Les dicen vates, les dicen también bardos. Crea usted que me he desternillado de risa leyendo un artículo que le dedican a ese chiquillo a quien yo protejo, y el condenado crítico le llama bardo acá, bardo allá, y le echa unos inciensos que apestan. A los versos que ese chico compone los llamaría yo bardales, porque aquello no hay cristiano que lo entienda, y se pierde uno entre tanta hojarasca. Todo se lo dice al revés. En fin, peor es meneallo.
Mucho celebró el pedante la ocurrencia, y pasaron a otro asunto, que debía de ser algo de socialismo y colectivismo, porque al día siguiente salió Torquemada por esas calles hecho un erudito en aquellas materias. Hallaba puntos de contacto entre ciertas doctrinas y el principio evangélico, y envolvía sus disparates en frases cogidas al vuelo y empleadas con dudosa oportunidad.
Don Juan Gualberto Serrano, que regresó a fines de Septiembre, trájole muy buenas noticias de Londres. Las compras de rama se harían por personas idóneas para el caso, muy prácticas en aquel comercio, y que sabrían ajustarse a los precios indicados, aunque tuvieran que apencar con las barreduras de los almacenes. Por este lado no había que pensar más que en atracarse de dinero.
Propúsole además otro negocio, basado en operaciones de banqueros ingleses sobre fondos de nuestro país, y lo mismo fue anunciarlo, que Torquemada lo calificó de grandísimo disparate. En principio, la combinación era buena, y pensando en ella el tacaño por espacio de dos o tres días, encontró un nuevo desarrollo práctico del pensamiento, que propuso a su amigo, y este lo tuvo por tan excelente, que le abrazó entusiasmado: "Es usted un genio, amigo mío. Ha visto el negocio bajo su único aspecto positivo. El plan que yo traía era un caos, y de aquel caos ha sacado usted un mundo, un verdadero mundo. Hoy mismo escribo a los inventores de esta combinación, Proctor y Ruffer, y les diré cómo ve usted la cosa. De seguro les parecerá de perlas, y al instante nos pondremos a trabajar. Es cosa de liquidar medio millón de reales cada año.
- No digo que no. Escriba usted a esos señores. Ya sabe usted mi línea de conducta. En las condiciones que propongo, entro, vaya si entro.
Largo rato hablaron de este embrollado asunto, quedando de acuerdo en todo y por todo, y cuando ya se despedía Serrano, pues almorzaba aquel día con el Presidente del Consejo (como casi todos los de la semana), le dijo con semblante gozoso: "Aquello me parece que es cosa hecha.
-¿Y qué es aquello? -¿Pero no sabe usted...? ¿No le ha dicho Cruz...? - Nada me ha dicho - replicó D. Francisco receloso, sospechando que aquello era un nuevo tiento que la gobernadora pensaba dar a su bolsillo.
-¡Ah! pues téngalo por hecho.
-¿Pero qué...? ¡Biblias coronadas! -¿Es de veras que no tiene noticia? - Lo que tengo es el alma en un hilo, ¡ñales! ¿Apostamos a que ahora viene la bomba que me tiene anunciada?... Vamos, que ya estoy echando setenta llaves a la caja.
- No, no tendrá usted que gastar sino muy poco dinero... Un almuercito a los compromisarios... una docena de telegramas...
-¿Pero qué, con cien mil pares de copones? - Que le sacamos a usted senador.
-¡A mí!... ¿Pero cómo, vitalicio, o...? - Electivo. Lo otro vendrá después. Primero se pensó en Teruel, donde hay dos vacantes; luego en León. Vamos, representará usted a su tierra, el Bierzo...
- Menuda plaga va a caer sobre mí. Dios me guarezca de pretendientes berzanos, y de pedigüeños de toda la tierra leonesa.
-¿Pero no le agrada...? - No... ¿Para qué quiero yo la senaduría? Nada me da.
- Hombre... sí... Esos cargos siempre dan. Por lo menos, nada se pierde, y se puede ganar algo...
-¿Y aun algos? - Sí señor, y aun muchísimos algos.
- Pues acepto la ínsula. Iremos al Senado, vulgo Cámara Alta, y si me pinchan, diré cuatro verdades al país. Mí desiderátum es la reducción considerable de gastos. Economías arriba y abajo; economías en todas las esferas sociales. Que se acabe esa tela de Penélope de nuestra administración, y que se nivele ese presupuesto, sobre el cual está suspendida, como una espada de Damocles, la bancarrota. Yo me comprometía a arreglar la Hacienda en dos semanas; pero para ello exigiría un plan radicalísimo de economías. Esta será la condición sine qua non, la única, la principal de todas las condiciones sine qua nones.

- IX -

No se le cocía el pan a D. Francisco hasta no explicarse con su cuñada sobre aquel asunto, y a la mañana siguiente, mientras se desayunaba, la interrogó con timidez.
"Nada quería decir a usted hasta no tener el pastel cocido - contestole Cruz sonriendo -. Por cierto que no estoy contenta ni mucho menos de nuestra gestión, y pienso que no servimos para el caso. Monte-Cármenes y Severiano Rodríguez nos habían prometido que sería para usted una de las vacantes de senador vitalicio, y a vueltas de muchos cabildeos y conferencias salen con que el Presidente tiene compromisos y qué sé yo qué. A un hombre como usted no se le puede regatear la senaduría vitalicia, ni se le contenta poniéndole en la mano la porquería de un acta, ¡un acta! que está hoy al alcance de cualquier catedratiquillo, o del primer intrigante que salte por ahí. Y el Ministro de Hacienda no está menos indignado que yo. Tuvo una trapatiesta con el Presidente... ¡Pues no se habla poco...! - No lo sabía - dijo Torquemada estupefacto -. Han rifado por mi senaduría vitalicia. ¡Vaya una simpleza! Ni qué falta me hace a mí ser senador, y sentarme en aquellos bancos. Únicamente por tener el gusto de decir cuatro verdades, pero verdades, ¿eh? Por lo demás, yo no lo ambiciono, ni de cerca ni de lejos.
Mi línea de conducta es trabajar en mi negocio, sin echar facha... Y si quieren darle ese turrón a otro, que se lo den, y buen provecho le haga.
- Yo pensé no aceptarla; pero lo tomarían a desaire, y no conviene... Seremos, digo, será usted senador electivo, y representará a su país natal.
- Villafranca del Bierzo.
- La provincia de León.
- Ya estoy viendo la nube de parientes con hambre atrasada que van a caer sobre mí como la langosta... Usted se encargará de recibirles, y de irles despachando con un buen jabón; que para estos casos viene muy bien su pico de oro.
- Pues sí, yo me encargo de ese ramo. ¿Qué no haré yo para tenerle a usted contento, y rodeado de satisfacciones? - Ay, Crucita de mi alma - dijo Torquemada palideciendo -. Ya estoy viendo venir la puñalada.
-¿Por qué lo dice? - Porque cuando usted me halaga y me sonríe, es que viene contra mí navaja en mano, pidiendo la bolsa o la vida.
-¡Ay, no lo crea usted! Estoy muy benigna de algún tiempo acá. No me conozco. Ya ve que le dejo acumular tranquilamente sus fabulosas ganancias.
- Cierto es que desde que volvimos de aquel condenado Hernani, no ha salido usted con ninguna tecla de nuevos encumbramientos, y por ende, de nuevos gastos. Pero yo tiemblo, porque tras de la calma vienen truenos y rayos, y como usted me amenazó hace tiempo con una muy gorda...
-¡Ah! es que esa, el trueno gordo, está pendiente de discusión aquí (apuntándose a la frente con su dedo índice.) Es cosa muy grave, y no acabo de decidirme.
- Dios nos asista, y la Virgen nos acompañe, con todas las Biblias pasteleras en pasta y por empastar. ¿Y qué idea del demonio es esa que usted acaricia? - A su tiempo lo sabrá - replicó la señora, retirándose por el foro del comedor, y sonriendo graciosamente desde la puerta.
Y era verdad que la gobernadora, si no había renunciado a su magno proyecto, teníalo en la cartera de lo dudoso y circunstancial. Para decirlo todo claro, desde el viaje a Hernani, se habían quebrantado sus firmes propósitos de engrandecimiento. La atroz calumnia de que se tiene noticia, y que, lejos de desvanecerse en Madrid, corría y se hinchaba ganando pérfidamente la opinión, fue lo que determinó en su espíritu un salto atrás, y algo como remordimiento de haber sacado a la familia de la obscuridad, después del matrimonio con el tacaño. ¿No habrían sido más felices ellas, más feliz él, sin género de duda, en una medianía sosegada, con el pan de cada día bien seguro, entre cuatro paredes? Esta idea la atormentó algunos días, y aun semanas y meses, y casi estuvo a punto de deshacer todo lo hecho, y proponer a su esclavo que se fueran todos a vivir a un pueblo donde no se viera más frac que el del alcalde el día de la Santa Patrona, donde no hubiera jóvenes elegantes y depravados, viejas envidiosas y parlanchinas, políticos en quienes la vida parlamentaria corrompe todas las formas de la vida, damas que gustan de que se hable de faltas ajenas para cohonestar mejor las propias, ni tantas formas y estilos, en fin, de relajación moral.
Vaciló algún tiempo, pasándose las noches en cavilaciones penosas; y al fin su espíritu hubo de decidirse por seguir adelante en el camino trazado. La violencia del impulso adquirido imposibilitaba la detención súbita, equivalente a un choque de graves consecuencias. Lo menos malo era ya continuar hacia arriba, siempre en busca de las mayores alturas, con majestuoso vuelo de águilas, despreciando las miserias de abajo, y esperando perderlas de vista por causa de la distancia. Su mente se excitaba con estas ideas, y le hervían en ella ambiciones desmedidas, cuya realización, además de engrandecer a los suyos, servíale para hacer polvo a los indignos Romeros, y a toda la ruin caterva de envidiosos.
Fidela, en tanto, desconocía en absoluto estas internas luchas de su hermana y el hecho desagradable que las motivó. Había llegado a ser, por su interesante situación física, un objeto precioso, de extraordinaria delicadeza y fragilidad, que todos resguardaban hasta del aire. Faltaba poco para que la pusieran bajo un fanal. Su apetito de las golosinas llegó a tomar las formas de capricho más extravagantes. Se le antojaban guisantes en confitura para postre; a veces apetecía las cosas más ordinarias, como castañas pilongas, y aceitunas de zapatero; cenaba comúnmente pájaros fritos, que le habían de servir con gorros colorados hechos de rabanitos; se hartaba de berros aliñados con manteca de vaca. Pedía barquillos a todas horas del día, piñones tostados para después del chocolate, y a las once gelatinas, y algún bartolillo de añadidura.
Transcurrían los meses sin que se enterara de los rumores infames que algunos amigos, o enemigos, habían hecho correr acerca de ella, suponiéndola infiel; y tan ignorante se hallaba de las calumnias, como inocente del feo pecado que le imputaron, atenuándolo con disculpas no menos odiosas que el pecado mismo.
Su pureza y la limpidez de su alma eran verdaderamente angelicales, pues ni se le ocurría que tales absurdos pudieran decirse, ni soñó jamás con el peligro de opinión que tan de cerca la rondaba. Creyérase que no había en ella más prurito que vivir bien en el orden vegetativo, a cien mil leguas de todos los problemas psicológicos. Juzgándola con la ligereza propia de un sabio superficial, de estos que engullen revistas y periódicos, pero que no observan la vida ni ven la medula de las cosas, el tonto de Zárate decía: "Es una estúpida, un ser enteramente atrofiado en todo lo que no sea la vida orgánica. Desconoce el elemento afectivo. Las pasiones son letra muerta para esta hermosa pava real, o gatita de Angora.
Y Morentín desmentía tan cerrada opinión, prometiéndoselas muy felices para después que aquello pasase. Pero Zárate, que era de los pocos que desmentían las voces calumniosas, quitábale al otro las esperanzas, asegurando que la maternidad despertaría en ella instintos contrarios a todo distracción, haciéndola estúpidamente honrada, e incapaz de ningún sentimiento extraño al cuidado de la cría. Disputaban sin tregua los dos amigos sobre aquel tema, y acababan por reñir, echándose en cara recíprocamente, el uno su fatuidad, el otro su pedantería.
Cuidaba D. Francisco a su mujer como a las niñas de sus ojos, viendo en ella un vaso de materia fragilísima, dentro del cual se elaboraban todas las combinaciones matemáticas que habían de transformar el mundo. Era la encarnación de un Dios, de un Altísimo nuevo, el Mesías de la ciencia de los números, que había de traernos el dogma cerrado de la cantidad, para renovar con él estas sociedades medio podridas ya con la hojarasca que de tantos siglos de poesía se ha ido desprendiendo. No lo expresaba él así; pero tales eran, mutatis mutandis, sus pensamientos. Y a los cuidados dengosos del tacaño, correspondía Fidela con un cariño frío, dulzón y desleído, sin intensidad, única forma de afecto que en ella cabía, y a la cual daba estilos muy singulares, a veces como el que se usa para querer a los animales domésticos, a veces semejantes al afecto filial.
Sus amores de familia se condensaron siempre en Rafael. Pues en aquellos días no hacía gran caso de su hermano, ni se afanaba por si comía bien o mal, o si estaba de buen humor. Verdad que los cuidados de su hermana la relevaban de toda preocupación respecto al ciego, y este, después de la boda, no pasaba tantas horas en dulce intimidad con la señora de Torquemada. Habíase iniciado entre uno y otro cierto despego, que sólo se manifestaba en imperceptibles accidentes de la acción y la palabra, tan sólo notados por la agudísima, por la adivinadora Cruz.
Una tarde, al volver Torquemada de sus correrías de negociante, encontró a Fidela sola en el gabinete, llorando. Cruz había salido a compras, y Rufinita, que pasaba allí algunas tardes acompañando a su madrastra (compañía que, dicho sea de paso, era muy del agrado de esta), no había ido aquel día, lo que contrarió mucho al tacaño.
"¿Qué tienes; qué te pasa? ¿Por qué estás sola? Y esa Rufina de mis pecados, ¿en qué piensa que no viene a darte palique? ¡Para lo que ella tiene que hacer en su casa!... A ver, ¿por qué lloras? ¿Es porque no han querido darme la vitalicia? (Denegación de Fidela.) Bien decía yo que por eso no era. Al fin y a la postre, lo mismo da por lo electivo, aunque la verdad, esto de la senaduría no viene a llenarme ningún vacío... Fidela, dime por qué lloras, o me enfado de veras, y te digo cosas malas, Biblias y Cristos, y todo el palabreo que uso cuando me da la corajina.
- Pues lloro... porque me da la gana - replicó Fidela echándose a reír.
-¡Bah! ya te ríes, de lo cual se desprende que no es nada.
- Algo hay; cosas de familia...
-¿Pero qué, por vida de la...? - Rafael... - murmuró Fidela volviendo a llorar.
-¿Rafaelito, qué? - Que mi hermano no me quiere ya.
- Acabáramos. ¿Y qué te importa? Digo, ¿en qué lo has conocido? ¿Ya vuelve el punto ese con sus necedades? - Esta tarde me ha dicho unas cosas que... que me ofenden, que no están bien en su boca. -¿Qué te ha dicho? - Cosas... Nos pusimos a hablar de la función de anoche... Dijo cosas muy chuscas; reía y declamaba. Luego me habló de ti... No, no creas que habló mal.
Al contrario, te elogiaba... Que eres un gran carácter, y que yo no te merezco.
-¿Eso dijo?... Pues sí que me mereces.
- Que eres digno de lástima.
-¡Hola, hola! Lo dirá por los saqueos de tu hermana, y por lo esquilmado que me tiene.
- No es por eso.
-¿Pues por qué, ñales? - Si dices indecencias me callo.
- No, no las digo, ¡ñales, re-ñales! Tu hermanito me está cargando otra vez; repito que me está cargando, y al fin será preciso que evitemos todo punto de contacto entre él y yo.

-X -

- Pues de repente se puso a decirme cosas - añadió Fidela -, con entonación trágica, frases muy parecidas a las que le decía Hamlet a su madre cuando descubre...
-¿Qué?... ¿Y quién es ese Jamle, ¡Cristo! quién es ese punto que ya me va cargando a mí también, pues Zárate me lo saca también a relucir a cada triquitraque? ¡Jamle; dale con Jamle! - Era un Príncipe de Dinamarca.
- Sí; que andaba averiguando aquello de ser o no ser. ¡Valiente bobería! Ya lo sé... ¿Y qué tiene que ver ese mequetrefe con nosotros? - Nada. Pero mi hermano no está bien de la cabeza, y me ha dicho lo que Hamlet a su madre...
- Que también debía de ser una buena ficha.
- No era de lo mejor... Verás: esto pasa en una de las más hermosas tragedias de Shakespeare.
-¿De quién?... ¡Ah! el que escribió el sí de las niñas.
- No, hombre... ¡Qué bruto eres! - Ya; el autor de... de la... En fin, sea quien fuere, poco me importa, y en sabiendo que ese Jamle es todo invención de poetas, no me interesa nada. Que lo parta un rayo. Pasemos a otra cosa, niña. No hagas caso de tu hermano, y lo que él te diga óyelo como si oyera llover... ¿Y tu hermana? - Ha ido a compras.
-¡Ay, Dios mío, qué dolor siento aquí! -¿Dónde? - En el santo bolsillo. ¡A compras! Adiós mi líquido. Tu hermana y yo vamos a acabar mal. ¿Qué proyectos abrigará; qué nuevos gravámenes me esperan?...
Estoy temblando, porque hace tiempo, desde antes del verano, me tiene anunciado el trueno gordo, y yo me devano los sesos pensando qué será, qué no será.
Fidela se sonreía picarescamente.
"Tú lo sabes, bribona, tú lo sabes y no quieres decírmelo, por miedo a tu hermana, que te tiene metida en un puño, como me tiene metido a mí, y a todo el globo terráqueo.
- Puede que lo sepa... Pero es un secreto, y no me corresponde decírtelo. Ella te lo dirá.
-¿Pero cuándo?... Esperando ese cataclismo de mis intereses, no hay para mí momento histórico que no sea de angustia. Yo no vivo, yo no respiro. ¿Pero qué? ¿Es cosa de dejarme en cueros vivos? - Hombre, no tanto.
-¿Se trata de gravamen, y de que yo no pueda economizar?... ¡Demonio, así no se puede vivir! Esta vida es un purgatorio para mí, y aquí estoy penando por todos los pecados de mi vida... que no son muchos. ¡Biblia! no son más que los pecados naturales y consanguíneos de un hombre que ha barrido para su casa todo lo que ha podido. Y ahora mi cuñadita barre para afuera.
- No exageres, Tor...
-¿Me cuentas o no me cuentas lo que es? - No puedo. Cruz se enfadaría conmigo si le quitase el gusto de la sorpresa que quiere darte.
- Déjame a mí de sorpresas... Las cosas que vengan por su paso natural.
- Además, si te lo digo, invado un terreno que no es el mío, y atribuciones que...
- Música, música... Te mando que me lo digas, o habrá un jollín en casa.
- No seas bárbaro... Ven acá; siéntate a mí lado. No manotees, ni te pongas ordinario, Tor. Mira que así no te quiero. Ven acá... dame la pata (tomándole una mano.) Aquí quietecito y hablando a lo caballero, sin decir gansadas ni porquerías. Así, así.
- Pues sácame de dudas.
-¿Me prometes guardar el secreto, y hacerte el sorprendido cuando mi hermana te...? - Prometido.
- Pues verás. Una tía nuestra, que ya murió la pobrecita...
- Dios la tenga en su santa gloria. Adelante.
- Mi tía, doña Loreto de la Torre Auñón...
- Muy señora mía.
- Marquesa de San Eloy... digo que marquesa de San Eloy.
- Ya me entero, sí.
- Falleció de repente la pobre señora, dejando escasa fortuna. A mamá le correspondía el título; pero sobrevino en aquel tiempo nuestra desgracia, y de lo menos que nos ocupamos fue del marquesado de San Eloy, pues lo primero que había que hacer era pagar los derechos que por transmisión de títulos del Reino...
- Demonio, ¡ñales! ya, ya sé... ¡Cristo! Y lo que quiere ahora tu hermana...
- Es sacar ese título, para lo cual hay que instruir un expediente, y pagar lo que se llama medias anatas...
-¡Medias verdes, y medias coloradas, y el pindongo calcetín de la Biblia en verso!... ¡Y que yo pague...! No, mil y mil veces y pico digo que no. Esta no la paso. Me rebelo, me insurrecciono.
- Calma, Tor... Pero, hijo mío, si no hay más remedio que sacar el título, antes que lo saquen los Romeros, que también lo pretenden. ¡Marqueses de San Eloy esos tunantes! Antes la muerte, Tor de mi vida. Haz de tripas corazón y, apechuga con ese gasto...
- A ver... pronto... sepamos - dijo Torquemada sin aliento, limpiándose el sudor del rostro -. ¿Cuánto puede costar eso? -¡Ah! no lo sé. Depende del tiempo transcurrido, de la importancia del título, que es antiquísimo, pues data de 1522, del reinado del emperador Carlos V.
-¡Valiente peine! Él tiene la culpa de que yo pase estos tragos... Costará...
¿quinientos reales? - Hombre, no; ¡un título de Marqués por quinientos reales! -¿Costará dos mil? - Más, muchísimo más. Al Marqués de Fonfría le cobró el Estado por su título, según nos dijo anoche Ramoncita... me parece que diez y ocho mil duros.
-¡Brrr...! - vociferó Torquemada, lanzándose a un frenético paseo de fiera por la habitación -... Pues desde ahora te digo que allá se podrá estar el título hasta las kalendas griegas por la tarde, si esperan que yo lo saque... El hígado me van a sacar ustedes a mí. ¡Diez y ocho mil duros! ¡Y por un rótulo, por una vanidad, por un engaña bobos! Mira lo que le valió a tu tía, la vieja esa doña Loreto, el ser Marquesa. Se murió sin un real... No, no, Francisco Torquemada ha llegado ya al límite, al pastelero límite de la paciencia, y de la condescendencia, y de la prudencia. No más Purgatorio, no más penar por faltas que no he cometido; no más tirar por la ventana el santísimo rendimiento de mi trabajo. Dile a tu hermana que se limpie, que si quiere ser Marquesa, que le encargue la ejecutoria a un memorialista de portal, que todo viene a ser lo mismo, ¿pues qué es el Estado más que un gran memorialista con casa abierta? - Pero si mi hermana no es la que ha de ser Marquesa. La Marquesa seré yo, y por consiguiente tú Marqués.
-¡Yo, yo Marqués! - exclamó el tacaño con explosión de risa -. ¡Mira tú que yo Marqués! -¿Y por qué no? ¿No lo son otros?...
-¿Otros? ¿Y esos otros tuvieron por abuelo a uno que vivía de la noble industria de hacer a los señores cerdos una operación que les ponía la voz atiplada? ¡Ja, ja, me muero de risa! - Eso no importa. En seguidita, cualquiera de esos que manejan el Becerro, te hace un árbol genealógico, por el cual desciendes en línea recta del rey D.
Mauregato.
- O del rey D. Maureperro. Ja, ja... Pero dime con franqueza... fuera bromas.
(Parándose ante ella, en jarras.) ¿Tienes tú el capricho de ser Marquesa? ¿Te gustaría la coronita? En una palabra: ¿es para ti cuestión de ser o no ser, como dijo el otro? - No lo creas: no tengo esa vanidad.
-¿De modo que te da lo mismo ser Marquesa o Juana Particular? - Lo mismo.
- Pues si tú no acaricias esa idea de ponerte corona, ni yo tampoco, ¿a qué ese gasto estúpido de...? ¿Cómo se llama eso? - Lanzas y medias anatas.
- Jamás oí tal terminacho.
- Y que te ha de subir un pico, porque ahora resulta, según le dijo a Cruz la persona encargada de gestionar el asunto en el Ministerio de Estado, el Marqués de Saldeoro, ¿sabes? que la tía Loreto usó el título sin pagar los derechos, y estos se hallan pendientes desde el tiempo de Carlos IV.
-¡Atiza!... Vamos, yo me vuelvo loco - exclamó D. Francisco, dándose palmetazos en el cráneo -. ¡Y quieren que yo... saque...! Como no saque yo las uñas... En una palabra, ¡no, no, y mil veces no! Me rebelo... Lanzas y medias anatas. (Con desvarío.) Digo que no... Lanzas... San Eloy... Carlos IV... No, y no... Estoy bufando, ¿no lo ves?... Medias anatas... digo que no... Medias coloradas... (Alzando la voz.) Fidela, yo no puedo vivir así. Cuando tu hermana me ataque con esta socaliña, voy y... en una palabra, me suicido.
- Tor, no lo tomes así. Si eso es para ti una bicoca.
-¡Bicoca!... ¡Oh! ¡qué mujeres estas! ¡Cómo me atormentan, cómo me fríen la sangre!... Medias anatas... lanzas... (Repitiéndolo como para fijarlo en la memoria.) San Eloy... Carlos IV... Oye, Fidela, si quieres que yo te quiera, tenemos que rebelamos contra ese basilisco de tu hermana. Si tú te pones a mi lado, me planto... pero es preciso que estés a mi lado, en mi partido. Yo solo no puedo; sé que ha de faltarme valor... Lo tengo cuando estoy solo; pero en cuanto ella se me pone delante con el labio temblón, me descompongo todo... Lanzas...
medias... Carlos IV... las anatas de la Biblia en verso... Fidela, nos rebelamos, ¿sí o no? Algo alarmada de la excitación que notaba en su esposo, Fidela acudió a él, y acariciándole le trajo al sofá.
"Pero Tor, ¿por qué te da tan fuerte? - Digo que nos rebelamos, porque ya ves, ni a ti ni a mí nos hace maldita falta el marquesado ese de las medias de San Eloy... anatas... digo que pues a nosotros nos importa un rábano todo eso, que compre ella el marquesado, y puede empingorotarse con él todo lo que quiera.
- Tontín, el marquesado es para que tú lo luzcas. Eres riquísimo; lo serás más aún. Rico, senador, persona de alto concepto en la sociedad, te vendrá el título como anillo al dedo...
- Si no costara dinero, no te digo que no.
- Hijo, las cosas cuestan según valen. Ponte en lo justo... Y hay otra razón que mi hermana ha tenido en cuenta. Si a ti no te deslumbra el brillo de una corona, ¿no te gustaría verla en la cabecita de tu hijo? De tal modo se desconcertó al oír esto el fiero prestamista, que por un buen rato estuvo sin poder articular palabra. Y viendo la esposa el buen efecto que causaba su razonamiento, lo reforzó todo lo que pudo, dentro de la escasez de sus medios retóricos.
"Bueno; concedo que no le caerá mal a mí hijo la corona de Marqués. ¡Un chico de tanto mérito! Pero la verdad, yo nunca he visto que sean marqueses los matemáticos, y si lo son, deben inventarse para ellos títulos que tengan algún punto de contacto con la ciencia, verbigracia: no estaría mal que nuestro Valentín se titulara Marqués de la cuadratura del círculo, o cosa así. Pero esto no suena, ¿verdad? Tienes razón. No te rías... Estoy como trastornado con la idea de ese gasto tan bestial que se llevará de calle los líquidos de medio año...
Anatas medias... Carlos... lanzas... lanceros... La cabeza me da vueltas... Nada; sublevación... Si no fuera por ti, me escaparía de la casa, antes que Crucita se me pusiera delante con esa matraca... Cierto que por la gloria de mi hijo, haré yo cualquier cosa... Pues oye lo que se me ocurre... Transacción. Convence a tu hermana de que aplace el asunto del marquesado hasta que el hijo nazca; no, no, hasta que le tengamos crecidito.
- No puede ser, Tor de mi vida - replicó Fidela con dulzura -, porque los Romeros gestionan también la concesión del título, y sería una vergüenza para nosotros que nos lo birlaran. Debemos anticiparnos a sus intrigas.
- Pues que me anticipen a mí la muerte, ¡Cristo! que con tanto jicarazo me parece que no está lejos. Fidela, tu hermana me abrirá la sepultura en el momento histórico menos pensado. Todo se remediaría poniéndote tú de mi parte, y ayudándome en la defensa de mi interés; porque al paso que vamos, créeme a mí, seremos muy pronto los Marqueses de la Perra Chica...
No pudo decir más porque entró su hija Rufina, y lo mismo fue verla que descargar sobre ella su cólera, reprendiéndola por su tardanza. Aquí que no peco. La pobre muchacha pagaba los vidrios rotos, y el que todo era cobardía y turbación ante la formidable autoridad de Cruz, ante un ser débil y ligado a él por ley de obediencia, se desfogaba en groseros furores. Por suerte de la señora de Quevedo, entró de la calle la tirana, y bastó el rumor de sus pasos en la antesala para que se produjese un silencio absoluto en el gabinete. Retirose al despacho alto D. Francisco, rezongando en voz muy queda, y hasta la hora de comer no cesó de barajar su cerebro las ideas que le atormentaban. Medias lanzas... anatas... San Carlos... San Eloy... Valentín... marqueses científicos...
ruina... muerte... rebelión... medias anatas.

- XI -

Ni la Paz y Caridad le salvaba ya, porque la gobernadora, en sus altos designios, había resuelto añadir al escudo de los Torquemadas los sapos y culebras del marquesado de San Eloy, y antes cayeran las estrellas del cielo que dejar de cumplirse aquella resolución. Precisamente, en el momento histórico de la referida conversación entre D. Francisco y Fidela, se hallaban ya el dibujante heráldico y el investigador de genealogías con las manos en la masa, esto es, fabricándole un escudo al tacaño, lo que en verdad no era para ellos difícil, por ser el apellido Torquemada de noble sonsonete, de composición castiza, y muy propio para buscarle orígenes tan antiguos como los de Jerusalén. Cruz no se paraba en barras, y antes de hablar con su cuñado, lo dispuso todo para la pronta ejecución de la arrogante idea, apretándole a ello el ansia de cogerles la delantera a los indecentes Romeros. Encargó en Gracia y Justicia que se activase el expediente, dispuso que con la mayor brevedad posible se compusiesen todos los árboles genealógicos y todas las ejecutorias que fueran menester, y no faltaba más que imponer al bárbaro el gravamen, con firme voluntad, como la cosa más conveniente para la familia y para él mismo.
Más reacio que nunca le encontró Cruz aquella vez, porque la cuantía del expolio le requemaba la sangre, dándole ánimos para la defensa. Tuvo que llevar la dama el refuerzo de Donoso, que le encareció las ventajas de hacerse Marqués, y lo reproductivo de aquel gasto, pues su representación social se acrecía con la corona, traduciéndose tarde o temprano en beneficios contantes.
No le convenció más que a medias, y el hombre gemía, como si le estuvieran sacando todas las muelas a la vez con los aparatos más primitivos. De resultas del sofoco estuvo enfermo cinco días, cosa rara en su vigorosa naturaleza; se desmejoró de carnes, y le salieron muchas canas. Cruz se desvivía por agradarle y devolver a su alterado espíritu la serenidad; disimulaba su tiranía; figuraba atender a sus menores deseos para satisfacerlos, y lo hacía efectivamente en cosas menudas de la vida. Pero ni por esas: entregóse el hombre pataleando, apencó con las medias anatas, rendido de luchar, y sin aliento para oponer al despotismo una insurrección en toda regla.
Distrajéronle un poco de sus murrias la presentación en el Senado y los conocimientos que allí hizo. El Presidente del Consejo, a quien hubo de dar las gracias antes de la aprobación del acta, le dijo con muy buena sombra que ya deseaba verle por allí; y que las personas como él (como el señor de Torquemada) eran las que representaban dignamente el país, lo que el tacaño creyó muy puesto en razón. Veíase tratado con miramientos y cortesanías que le halagaban, ¿para qué negarlo? y lo mismo el Presidente que todos los señores de la Mesa le traían en palmitas. Al volver a casa, después de su primer vuelo en espacios nuevos para él, Cruz le observaba el rostro, queriendo descubrir los efectos de aquel ambiente de vanidades, y notaba ciertos efluvios de satisfacción que eran de muy buen augurio. Interrogábale acerca de sus impresiones; se hacía narrar la sesión y sus incidentes, y veía con gusto que el hombre en todo se fijaba y no perdía ripio. Que de esto se congratuló la dama, no hay para qué decirlo. Brillaba en sus ojos la alegría materna, o más bien el orgullo de un tenaz maestro que reconoce adelantos en el más rebelde de sus discípulos.
Para que se vea la suerte loca de Torquemada, y la razón que tenía Cruz para empujarle, velis nolis, por aquella senda, bastará decir que a poco de tomar asiento en el Senado, aprobada sin dificultad su acta, limpia como el oro, votóse el proyecto de ferrocarril secundario de Villafranca del Bierzo a las minas de Berrocal, empantanado desde la anterior legislatura, proyecto por cuya realización bebían los vientos los berzanos, creyéndolo fuente de riqueza inagotable. ¿Y qué sucedió? que los de allá atribuyeron el rápido triunfo a influencias del nuevo senador (a quien se suponía gran poder), y no fue alboroto el que armaron, aclamando al preclaro hijo del Bierzo. Algo había hecho D.
Francisco en pro del proyecto: acercarse a la comisión, hablar al Ministro en unión de otro leonés ilustre; pero no se creía por esto autor del milagro ni mucho menos, ni ocultaba su asombro de verse objeto de tales ovaciones.
Porque no hay idea de los telegramas rimbombantes que le pusieron de allá, ni de los panegíricos que en su honor entonaron el alcalde en el Ayuntamiento, el boticario en su tertulia, el cacique en mitad de la calle, y hasta el cura en el púlpito sagrado. Y trajo una carta El Imparcial, en que narraba el efecto causado por la noticia en aquella sensata población, describiendo cómo había perdido el sentido todo el sensatísimo vecindario; cómo habían sacado en procesión por las calles, entre ramas de laurel, un mal retrato de D. Francisco que se proporcionaron no se sabe dónde; cómo dispararon cohetes, que atronaban los aires expresando la gratitud con sus restallidos, y cómo, en fin, le aclamaron con roncas voces, llamándole padre de los pobres, la primera gloria del Bierzo, y el salvador de la patria leonesa.
Enterarse Cruz de estas cosas y volverse loca de alegría fue todo uno.
"¿Lo ve usted, señor mío? Si no fuera por mí, ¿tendría usted esas satisfacciones? ¡Qué hombre! Apenas da los primeros pasos, ya le salen los éxitos de debajo de las piedras.
Oyendo estas lisonjas, y todo el coro de plácemes que entonaron sus tertulios, don Francisco con media boca se reía y con otra media lloraba, fluctuando entre el remusguillo del amor propio satisfecho, y el temor de que todas aquellas misas vendrían a parar en nuevos gravámenes.
Aunque en pequeña escala todavía, no tardaron en cumplirse los vaticinios del suspicaz tacaño, porque al siguiente día se descolgaron cuatro murgas atronando la escalera, y tuvo que echarlas el portero a escobazos, repartiéndoles propina a razón de un duro por orquesta, según acuerdo de Cruz, y a los pocos días ¡ay! apareció la nube... Como empezara por poco, al principio parecía cosa de juego; pero iba engrosando, engrosando, y pronto causaba terror verla. Llegaron primero dos matrimonios, de paño pardo y refajos verdes, pidiendo el uno que le libraran de quintas al hijo, el otro que le devolvieran la cartería que por intrigas del gobierno le habían quitado. Llovieron también gentes de Astorga con gregüescos, trayendo mantecadas y pidiendo la Biblia en pasta, un destinito, condonación de las contribuciones, permiso para carbonear, despacho de un expediente, algunos limosna en crudo, otros aderezada con mil graciosos artificios. Siguieron otros que, aunque aldeanos en esencia, traían presencia de señores, pretendiendo mil chinchorrerías, este que se destituyera al Ayuntamiento de tal parte, aquel una plaza en las oficinas de Hacienda de la provincia; el de más allá que se variara el trazado de la carretera.
Tras una sección de pedigüeños, venía otra y otra, con encomiendas muy extrañas. Cayó asimismo sobre la casa un buen golpe de leoneses residentes en Madrid, matagatos y paveros, y demonios coronados, que pedían protección contra la justicia, o gollerías atroces, dando a sus postulaciones los giros más originales. Baste el ejemplo de un individuo que mandó a D. Francisco un proyectillo, muy bien dibujado por cierto, del monumento que se elevaría en Villafranca del Bierzo para perpetuar la gloria del hijo preclaro etc... Y otros enviaban versos, odas de sablazo y pentacrósticos mendicantes, o le proponían comprar un viejo cuadro de Ánimas, que parecía una pepitoria. Torquemada se los sacudía con cierto desgarro, echando el muerto a su cuñada, quien con cristiana mansedumbre aguantaba el chaparrón y les obsequiaba y les sonreía, dándoles una dedada de miel para que se fueran pronto. Los del pueblo traían de D. Francisco idea tan alta, que palidecían al verle, y se quedaban lelos, como en presencia de un Emperador o del Papa. Todos se las prometían muy felices de la visita, y venían como a tiro hecho, porque allá se dijo que cosa por don Francisco solicitada era cosa hecha en todas las esferas de la Gobernación del Reino. Como que la misma Reina no tomaba determinación alguna sin consultarle, y cada lunes y cada martes le sentaba a comer en su mesa. Pues de la riqueza de Torquemada traían una idea tan hiperbólica, que algunos se maravillaron de no ver las carretadas de dinero entrar por el portalón de la casa.
Entre los de paño pardo y refajo verde, vinieron dos o tres que habían conocido a D. Francisco cuando era un chaval que andaba descalzo por los lodazales de Paradaseca; y no faltó una tarasca que echándole los brazos al pescuezo le saludara con expresiones semejantes a las de la paleta del sainete La presumida burlada: "¡So burro, hijo mío!".

- XII -

Ya se iba cargando el hombre de aquel aluvión, y cuando se encaraba con algún paisano, se le atiesaban los pelos del bigote, tomando su cara un aspecto de ferocidad que suspendía el ánimo de los visitantes. Por fin, le dijo a Cruz que cerrara la puerta a semejantes posmas, o que tan sólo diese entrada, después de un detenido reconocimiento, a los que traían algo, ya fuese chorizos, o chocolate... o aunque fueran castañas y bellotas, que a él le gustaban mucho.
En tanto, iba acomodándose a la vida parlamentaria, y elegido para esta y la otra comisión, se aventuraba a ilustrar a sus compañeros con alguna idea muy del caso, siempre que se tratara ¡cuidado! de cuestiones de Hacienda. La verdad, estaría muy contento, si desde que se sentó en los rojos escaños, no hubieran llovido sobre él los sablazos en una u otra forma... Esto le sacaba de quicio. Es mucho cuento ¡Señor! que no se pueda figurar conforme al propio mérito, sin dar sangrías a cada rato al flaco bolsillo. Ya era la suscripcioncita para imprimir el discurso de cualquiera de aquellos puntos, ya otra colecta para erigir un monumento a Juan, Pedro y Diego de la antigüedad, cuando no lo hacían por un personaje moderno, de estos que se hacen célebres charlando por los codos o revolviendo a Roma con Santiago. ¡Y a cada instante víctimas por acá y por allá; socorros para inundados, náufragos y viudas y huérfanas del Sursun Corda.
Era un gotear frecuente, que al cabo del mes representaba un terrible pasivo.
Vaya, que a tal precio no quería las satisfacciones de padre o abuelo de la patria.
¡Cómo se cobraba, la muy bribona, de los honores que a sus hijos ilustres confería! Tan cargado estaba ya de ser hijo ilustre, que una noche, al regresar a su casa de malísimo humor, porque el Marqués de Cícero le había afanado cuarenta duros para la restauración de una catedral de ñales, díjole a Cruz que ya no aguantaba más, y que el mejor día tiraba el acta en medio del redondel, vulgo hemiciclo, y otro que tallara. Para colmar su desesperación, aquella misma noche hubo de participarle la tirana su propósito de dar una comida de diez y ocho cubiertos, a la que seguirían otras semanalmente, con objeto de convidar a diferentes personas de alta categoría. Inútiles fueron todas las protestas del empedernido tacaño. No había más remedio que banquetear, y se banquetearía. El decoro del nuevo prócer así lo reclamaba, y en vez de ponerse como un león, debía agradecerlo, y alegrarse de tener a su lado personas que tan religiosamente cuidaban de su dignidad.
Pues señor, por aquel camino pronto llegaría la de vámonos. ¡Comidas de catorce cubiertos, y de diez y ocho y veinte! Ya desde Octubre venía en aumento la cifra del presupuesto de bucólica. Era un diario abrumador, que causaba espanto a D. Francisco, acostumbrado a la sordidez de los doce o trece reales de gasto en tiempos de doña Silvia. Pues con el nuevo régimen de convites crecería la suma, hasta llegar a una cifra capaz de quitar el sueño a los siete durmientes, y aun a los siete sabios de Grecia, que dormían el sueño eterno. El mejor día le daba al hombre un ataque cerebral del berrinche que cogía; las murrias le iban devorando, y las satisfacciones de hombre público y de gran financiero se le amargaban con aquel desagüe sin término de sus líquidos. ¡Cuánto mejor reunirlo todo, para emplearlo en nuevos arbitrios, viviendo con un modestísimo pasar, sin comilonas, que siempre perjudicaban a la salud, y vestido con sencilla decencia, por un sastre habilidoso, de esos que vuelven la ropa del revés! Esto era lo lógico, y lo procedente, y lo que se caía de su peso. ¿A qué tanto lujo? ¿De dónde sacaba Cruz que para negociar en grande era preciso convidar a comer a tanto gandul? ¿Y a qué iban allí los diplomáticos, chapurreando el español y hablando sin cesar de carreras de caballos, de la ópera y otras majaderías? ¿Qué beneficio líquido le aportaba aquella gente, y los hermanos del ministro, y el general Morla, y otros tantos que no hacían más que murmurar del gobierno y encontrarlo todo muy malo? Verdad que él también lo encontraba todo pésimo, pues política que no fuese de economías a raja tabla, caiga el que caiga, era una política de muñecas, y así lo manifestaba delante de catorce o veinte comensales, que concluían por darle la razón.
Hacia fin del año, el negocio de la hoja iba como una seda, pues el pariente de Serrano que hacía las compras en los Estados Unidos, era hombre que lo entendía, ciñéndose a las instrucciones dadas por el gerente. Total, que las primeras remesas fueron admitidas sin dificultad en los depósitos, y cuando alguna promovía dudas o resistencias, por aquello de que el tabaco parecía propiamente basura barrida de las calles, de Madrid daban orden de que se admitiese, gracias a las gestiones de D. Juan Gualberto, que para estas cosas era un águila. Donoso no intervenía en nada referente a las entregas. La ganancia, según los cálculos de Torquemada, sería fenomenal en el primer año. No tardó Serrano en proponerle otro negocio: tomar en firme todas las acciones del ferrocarril de Villafranca a Minas de Berrocal, con lo cual se mataban de un tiro muchos pájaros, pues los berzanos verían en ello un nuevo triunfo de su ídolo, y este y sus compinches harían una buena jugada largando las acciones después de hacerlas subir, por las artes que a tales combinaciones se aplican, hasta las nubes. Con esto y el arreglo con la casa de Gravelinas, a la cual se asignó una pensión por la vida del duque actual y diez años más, quedándose Torquemada y compañeros negociantes con todos los bienes raíces (que se venderían poco a poco, recibiendo en pago las obligaciones emitidas por la casa ducal), la fortuna del tacaño iba creciendo como la espuma, en progresión descomunal, amén de sus innumerables negocios de otra índole, compra y venta de títulos con tal tino realizadas, que jamás se equivocó en los cálculos de alza y baja, y sus órdenes en Bolsa eran la clave de casi todas las jugadas de importancia que allí se hacían.
Y entre tantas dichas se aproximaba el gran acontecimiento, que esperaba el tacaño con ansia, creyendo ver en él la compensación de sus martirios por los despilfarros ociosos con que Cruz quería dorarle las rejas de su jaula. Muy pronto ya las alegrías de padre endulzarían las amarguras del usurero, burlado constantemente en sus tentativas de acumular riquezas. Deseaba el hombre, además, salir de aquella cruel duda: ¿Su hijo sería Torquemada, como tenía derecho a esperar, si el Supremo Hacedor se portaba como un caballero? "Me inclino a creer que sí - decía para su capote, con verdadero derroche de lenguaje fino -. Aunque bien pudiera ser que la entremetida Naturaleza tergiversase la cuestión y la criatura me saliese con instintos de Águila, en cuyo caso yo le diría al señor Dios que me devolviese el dinero... quiero decir, el dinero no... el, la... No hay expresión para esta idea. Pronto hemos de salir del dilema. Y bien podría resultar hembra, y ser como yo, arrimada a la economía. Allá lo veremos.
Me inclino a creer que será varón, y por ende, otro Valentín, en una palabra, el mismo Valentín bajo su propio aspecto. Pero ellas no lo creen así, sin duda, y de aquí la expectación que reina en todos, como cuando se aguarda la extracción de la Lotería".
Ya Fidela no salía de casa ni podía moverse. Se contaban los días, anhelando y temiendo el que había de traer el gran suceso. Hubo equivocaciones en el cálculo. Se esperaba para la primera quincena de Diciembre, y nada. Pasó el 20: confusión y temores. Por fin, el 24 se anunció, desde el amanecer, la solución del tremendo enigma con horribles molestias e inquietudes de la señora. No conceptuándose Quevedito bastante autorizado para traer al mundo al heredero de Torquemada, se había llamado con tiempo a una de las eminencias de la obstetricia; pero debió de presentarse el caso un poco difícil, porque la eminencia propuso el auxilio de otra eminencia. Reunidos ambos doctores, declararon que el parto era de mucho compromiso, y pidieron la colaboración de una tercera eminencia.
Mordíase el bigote y refregábase las manos una con otra el amo de la casa, ya poseído de pánico, ya de risueñas esperanzas, y no hacía más que ir y venir de un lado para otro, y subir y bajar del escritorio al gabinete, sin acertar a disponer, en tan crítico día, cosa alguna referente a sus vastos negocios. Los amigos más íntimos fueron a enterarse y hacerle compañía, y para todos tuvo palabras ásperas. No le había hecho maldita gracia la irrupción de médicos, y cogiendo a solas a Quevedito, que oficiaba como ayudante, le dijo: "Esto de traerme acá tantos doctores no es más que una oficiosidad de Cruz, que siempre tiende a hacerlo todo en grande, aunque no sea menester. Si la gravedad del caso lo exigiese, yo no repararía en gastos. Pero verás cómo no necesitamos de tanta gente. Tú te bastarías y te sobrarías para sacarla de su cuidado... Pero, hijo, quien manda, manda. Es refractaria a la modestia y a la moderación, y con ella no valen las buenas teorías... lanzas y medias anatas...
No sé lo que digo... Concluirá por arruinarme con tanta bambolla... San Eloy...
¿Y tú qué crees? ¿Saldremos en bien de este mal paso?... San Eloy... Yo confío que esta noche tendremos a Valentín en casa... Y si me salgo con la mía, se dará la coincidencia de que sea en la misma noche... medias anatas... en que vino al mundo nuestro Redentor, vulgo Jesucristo, o en otros términos, el Mesías prometido... Vete, vete a la alcoba, no te separes de su lado... Yo estoy como loco... ¡Vaya, que traer acá esos tres puntos de médicos, que pondrán cada cuenta...! En fin, sea lo que Dios quiera. No vivo hasta no ver...

- XIII -

Al anochecer se presentó el caso como de los más apurados y difíciles.
Celebraron las tres eminencias solemne consulta, y en un tris estuvo que fuese avisada una cuarta celebridad. Por fin, se acordó esperar, y Torquemada, que no cabía ya en su pellejo de puro afanado, rindiose al temor del peligro, y se manifestó conforme con que se trajera más personal facultativo, si era menester.
Calmóse la parturienta a prima noche, sin que desapareciese la gravedad; presentáronse síntomas favorables, y aún se aventuraron los comadrones a reanimar con risueñas esperanzas a la atribulada familia. La cara de D.
Francisco era de color de cera: creeríase que el bigote no estaba en su sitio, o que se le había torcido la boca. A ratos le sudaba la frente gotas gordísimas, y a cada instante se echaba mano a la cintura para levantar el pantalón, que se le caía. Entraron algunas personas, en expectativa del suceso, y se metieron en la sala, dispuestas a dar rienda suelta a las demostraciones de júbilo o de duelo, según el giro que tomase la función. Huía de la sala el tacaño, horrorizado de tener que hacer cumplidos, y en una de las vueltas que daba por la casa, fue a parar al cuarto de Rafael, a quien halló tranquilamente sentado en su sillón, hablando con Morentín de cosas literarias.
"¡Ah, Morentín! - dijo D. Francisco saludándole fríamente -. No sabía que estaba usted aquí.
- Decíamos que no hay aún motivo de alarma. Pronto se le podrá dar a usted la enhorabuena. Y yo se la daré dos veces: primero, por lo que usted espera...
-¿Y segundo? - Por el Marquesado de San Eloy... Yo quería reservarme, para dar juntas las dos enhorabuenas.
- Ni falta que me hace - replicó D. Francisco con aspereza -... San Eloy...
medias anatas... Cosas de la hermana de este, que siempre está inventando pamplinas para sacamos del statu quo, y meterme a mí, tan humilde, en las altas esferas... ¡Mire usted que yo Marqués! ¿Y a santo de qué viene ese título? - Ninguno más ilustre que el de San Eloy - dijo Rafael algo picado -. Data del tiempo del Emperador Carlos V, y han llevado esa corona personas de gran valía, como D. Beltrán de la Torre Auñón, gran maestre de Santiago, y capitán general de las galeras de Su Majestad.
-¡Y ahora me quieren meter a mí en las galeras! San Eloy... ¡oh, qué marqueses somos!... De mucho nos valdría si no tuviéramos con qué poner un puchero, como ciertos y determinados títulos que viven de trampas... Mi bello ideal no es la nobleza: tengo yo una manera sui generis de ver las cosas. Rafael, no te enfades, si me despotrico contra la aristocracia tronada, y contra la que no tiene más desiderátum que humillar a los infelices plebeyos. Yo soy un pobre que ha logrado asegurarse la clásica rosca y nada más. Es cosa triste que lo ganado tan a pulso se emplee en marquesados. Ni qué tengo yo que ver con ese hijo de tal que mandó en las galeras del Rey... No lo tomes a mal, Rafaelito. Ya sabes que no es por ofender a tus antepasados... muy señores míos... Sin duda fueron unos puntos muy decentes. Pero es que yo doy ahora mismo el marquesado por lo que cuesta y un diez por ciento de prima, si hay quien lo quiera... Ea, Morentín, vendo la corona. ¿La quiere usted? Reíanse los dos amigos, Rafael de dientes afuera, el otro con toda su alma, porque cuantas muestras de su barbarie daba don Francisco le colmaban de júbilo.
"Pero todo ello - dijo después Torquemada -, no tiene importancia en parangón del grave conflicto en que estamos... Salga en bien Fidela, y apechugo con todo, incluso con las medias anatas.
- Yo preveo los acontecimientos - afirmó Rafael con serena convicción -, y le profetizo a usted que Fidela saldrá perfectamente de su cuidado.
- Dios te oiga... Yo creo lo mismo.
- No le vendrá a usted la desgracia por este lado, ni el día de hoy, sino por otro lado, y en días que aún están lejanos.
- Bah... Ya estás oficiando de profeta - dijo Morentín, queriendo desvirtuar con sus risas la seriedad que el ciego daba a sus palabras.
- Por de pronto - añadió Torquemada -, cúmplase la profecía de hoy; yo me congratulo de que Rafael acierte. ¡Pero cuánto tarda, Virgen de la Santísima Paloma! ¡Y para esto traiga usted tres facultativos de cartel!... ¿Qué hacen esos caballeros que no...? Porque yo soy el primero en rendir parias a la ciencia...
Pero que veamos sus resultados prácticos... ¿Pues qué, todo ha de ser teoría, Sr.
de Morentín? - Lo mismo digo yo.
- Mucha teoría, mucho término griego, y este manda una cosa, el otro lo contrario; y los tratamientos son como el tejido de Penélope, que hoy te hago y mañana te deshago. Si el enfermo se muere, no por eso se dejan de pagar las cuentas de los señores Galenos... ¡quia!... Y yo profeso la teoría de que esas cuentas debieran pagarlas los gusanos. ¿No es usted de mi opinión? Justo; los gusanos, que son los que van ganando... Aquí estamos en actitud expectante, diciendo "qué será, qué no será", y esos señores médicos tan tranquilos... Y les soy a ustedes franco: me pongo tan nervioso, que... vean... me tiemblan las manos, y hasta se me traba la lengua... Mi yerno Quevedo se bastaba y se sobraba; tal es mi humilde punto de vista.
Salió del cuarto sin oír lo que Rafael y Morentín expresaron sobre sus respectivos puntos de vista, y en el pasillo se encontró con Pinto, a quien atizó varios pescozones, sin que el agresor ni la víctima se hicieran cargo claramente del motivo de ellos. Siempre que D. Francisco se ponía muy destemplado y nervioso, desfogaba los efluvios de su insensata cólera sobre los cachetes y el cráneo inocente del lacayo, que era un bendito, y llevaba con paciencia los duelos con pan. El buen trato de las señoras, y el comer todo lo que le pedía el cuerpo, le indemnizaban de las brutalidades del amo, el cual, cuando estaba de buenas, solía entenderse con él para ciertas funciones de espionaje, verbigracia: "Pinto, ven acá. ¿Está la señorita Cruz en el gabinete? ¿Quién ha entrado, el Sr.
Donoso, o el señor Marqués de Taramundi?... Chiquillo, avísame arriba cuando salga Donoso, sin que se entere nadie, ¿sabes?... Oye, Pinto: la señorita Cruz te preguntará si estoy arriba, y tú le dices que tengo gente.
Aquel día fue tal la dureza de sus nudillos, que el muchacho se echó a llorar.
"No llores, hijo - díjole el tacaño ablandándose súbitamente -. Ha sido sin querer, por la pícara costumbre. Estoy de mal temple. ¿Qué hay? ¿Ha salido de la alcoba alguno de esos tres doctores de pateta?... No llores te digo. Si la señora sale en bien, cuenta con una muda de ropa... Vete a ver quién está en la sala.
Paréceme que ha entrado la mamá de Morentín, enteramente... ¿Y el Sr. de Zárate ha venido?... ¿No? Pues lo siento... Entérate con cuidado, con discreción, de dónde está la señorita Cruz, si en la alcoba, o en la sala, o en su cuarto, y corre a decírmelo. Te espero aquí... Entras haciéndote el tonto, creyendo que te han llamado... Esto no es vivir. Tú también deseas que salgamos bien, y que sea varón, ¿verdad?". Limpiándose las lágrimas, respondió que sí el bueno de Pinto, y se fue a desempeñar las comisiones que le encargó su amo. El cual continuó vagando por los pasillos, a ratos despacio, fija la vista en el suelo, como si buscase una moneda que se le había perdido, a ratos de prisa, vuelta la cara hacia el techo, cual si esperara ver caer de él lluvia de oro. Cuando llamaban a la puerta, se escondía en el aposento que le cogía más a mano, recatándose de las visitas, que le azoraban o le ponían furioso.
Pero una persona entró que le fue muy grata, y a ella se abalanzó con júbilo, dejándose abrazar y recibiendo varios estrujones.
"Tenía ganas de verte, amigo Zárate. Estoy, estamos angustiadísimos.
- Pero qué - dijo el sabio, fingiendo consternación -. ¿Todavía no se le puede dar a usted la enhorabuena? - Todavía no. Y he mandado venir tres facultativos de punta, eminencias los tres, y alguno de ellos lo primero del globo terráqueo en clase de comadrones.
-¡Oh! pues no habrá nada que temer. Esperemos tranquilos el resultado de la ciencia.
-¿Lo cree usted? - dijo Torquemada, ya exánime, apoyándose, como un borracho a quien falta el suelo, en las paredes del pasillo.
- Confío en la ciencia. ¿Pero acaso el lance se presenta dificultoso? Será que la familia se asusta sin motivo. ¿Está la paciente en el primer período? ¿Y el vástago se presenta por el vértice o por la pelvis? -¿Qué dice usted? -¿Y no han pensado en traer un aparato muy usado en Alemania, la sella obstetricalis? - Cállese usted, hombre... ¿A qué obedecen esos aparatos? Dios quiera que todo sea por lo natural, como en las mujeres pobres, que se despachan sin ayuda de facultativos.
- Pero rara vez, Sr. D. Francisco, se verifica una buena parturición sin auxilio de mujeres prácticas, vulgo comadronas, que en Grecia se llamaban omfalotomis, fíjese usted, y en Roma, obstetrices.
No había concluido de soltar estos terminachos, cuando sintieron tumulto en el interior de la casa, pasos precipitados, voces. Algo estupendo sucedía; mas no era fácil colegir de pronto si era bueno o malo. Don Francisco se quedó como un difunto, sin atreverse a indagar por sí mismo. Zárate dio algunos pasos hacia la sala; pero aún no había llegado a ella, cuando oyeron claramente decir: "Ya, ya...

- XIV -

-¿Qué es? por las barbas del Santísimo Cristo - gritó Torquemada escupiendo las palabras.
- Ya, ya - repetían los criados corriendo. Sus alegres semblantes divulgaban la buena noticia.
Y en la puerta del gabinete, a donde corrió con exhalación, encontrose D.
Francisco oprimido entre unos brazos de hierro. Eran los de Cruz, que en su alegría loca le besó en ambos carrillos, diciendo: "Varón, varón.
-¡Si no podía equivocarme! - exclamó el tacaño, sintiendo más apretado el nudo que en su garganta tenía -. Varón... quiero verle... medías anatas... ¡Oh! la ciencia... Biblias... Valentín, Fidela... Bien por las tres eminencias.
Cruz no le dejó penetrar en la alcoba. Había que aguardar un momentito.
"¿Y qué tal?... robusto como un toro... - añadió el venturoso padre, que sin saber cómo fue arrastrado a la sala, y allí le abrazaron multitud de personas, soltándole y recibiéndole como una pelota, y llenándole la cara de babas -.
Gracias, señores... agradezco sus manifestaciones... San Eloy... la ciencia... tres primeras espadas de la Medicina. Gracias mil... estimando... No me ha cogido de nuevas... Ya sabía yo que había de ser... del sexo masculino, vulgo macho...
Dispensarme, no sé lo que digo... Ea, Pinto, quiero convidar a todo el mundo.
Vete a la taberna, y que traigan unas copas de Cariñena... ¡Qué disparate!... No sé lo que digo... La sacra Biblia empastada y champán... Señores, mil y mil gracias, por su actitud de simpatía y... beneplácito. Estoy muy contento... Seré Mecenas de todo el mundo... Que traigan peleón, digo Jerez... Bien sabía yo el resultado de la peripecia... Lo calculé. Yo todo lo calculo... Querido Zárate, venga otro abrazo. ¡La ciencia!... Lo...or a la ciencia. Pero lo dicho: no se necesitaban tantos doctores. Ha sido un parto meramente natural y espontáneo, por decirlo así. Somos felices... Sí señora, felices...enteramente; tiene usted razón, enteramente...
Entró a felicitar a su esposa. Después de hacerle muchos cariños, y de echar un vistazo al crío cuando le estaban lavando, volvió a salir, radiante.
"Es el mismo, el propio Valentín - dijo a Rufinita, volviendo a abrazarla -.
¡Cuánto me quiere Dios! ¡Él me lo quitó; Él me lo vuelve a dar! Designios que no saben más de cuatro; pero yo sí... Ahora, lo que nos vendría muy bien es que se largara toda esta gente.
- Pero si vienen más. Se llenará toda la casa.
Y otra vez en la sala, oyó, entre el coro de felicitaciones, comentarios de la extraordinaria coincidencia de que el hijo de Torquemada naciese en la fecha del Nacimiento del Hijo de Dios.
"Ahí verán ustedes... Los designios, los altos designios...
- Feliz Noche Buena, Sr. D. Francisco, el hombre grande, el hombre de la suerte, el niño mimado del Altísimo...
No se olvidó, con tanto incienso, de ir a recibir la felicitación de Rafael, el cual hubo de recibirle con fría cordialidad, congratulándose de que su hermana hubiera dado a luz felizmente; mas no hizo mención del nuevo ser, que había venido a perpetuar la dinastía. Esto le supo mal a D. Francisco, que con altanero ademán y sonora voz le dijo: "Varón, Rafael, varón, para que tu casa y todita tu nobleza de antaño, más vieja que las barbas del Padre Eterno, tenga representación en los siglos venideros y futuros. Supongo que te alegrarás.
El ciego afirmó con la cabeza, sin pronunciar una palabra. Morentín había pasado a la sala, confundiéndose con los del coro de alabanzas y felicitaciones.
Creyó muy del caso la gobernadora improvisar una cena para todos los presentes, con el doble motivo de celebrar el Nacimiento del Hijo de Dios, y el del sucesor de la casa y estados del Águila-Torquemada. Como la turbación y trajín de aquel día no habían permitido pensar en comidas extraordinarias, a las diez andaba de coronilla toda la servidumbre, aprestando la cena, que por la ocasión, la fecha y el lugar en que se celebraba, debía ser opípara.
No le pareció bien a Torquemada llenar el buche a toda la turbamulta, y en su pobre opinión, se cumplía invitando a los más íntimos, como Donoso, Morentín padre e hijo y Zárate. Pero Cruz, a quien dio conocimiento con cierta timidez de su criterio restrictivo en materia de invitaciones, le contestó secamente que ya sabía ella lo que reclamaban las circunstancias. Reasumiendo: que celebraron allí la Noche Buena, en improvisado banquete, comiendo y bebiendo como fieras, según dicho de Torquemada, unas cuarenta y cinco personas largas, es decir, unas cincuenta personas, en cifra redonda. Tuvo el buen acuerdo el amo de la casa de no beber champagne, sino en dosis homeopáticas, y gracias a esta precaución se portó como un caballero, no dejando salir de sus autorizados labios ninguna inconveniencia, y hablando con todos el lenguaje fino y grave, que a su carácter y posición social correspondía. Menudearon los brindis en prosa y verso, de madrugada ya, y Zárate concluyó por tratar de tú a D.
Francisco, profetizándole que sería el dueño de toda la tierra, y que bajo su imperio se resolvería el problema de la aerostación, y se cortarían todos los istmos para mayor fraternidad entre los mares, y se unirían todos los continentes por medio de puentes giratorios... Brindaron otros por el Marquesado de San Eloy, que muy pronto adquiriría mayor lustre con la grandeza de España de primera clase, y no faltó quien pidiese a los señores de Torquemada, con el debido respeto, que diesen un gran baile, el día de Reyes, para celebrar el fausto suceso.
Cuando se fueron los comensales, D. Francisco no se podía tener de cansancio, la cabeza como un farol, y los espíritus algo caídos. El sol de su alegría se nublaba con la consideración del enorme gasto de aquella cena, y de los que vendrían a renglón seguido, pues la tirana había invitado, para toda la semana siguiente hasta Año Nuevo, a los allí presentes aquella noche, distribuyéndoles en tandas de a doce cada día. "A este paso - pensó Torquemada -, esto será un Lhardy, y yo el calzonazos por excelencia". Acostose ya cerca del día con la mitad del alma gozosa, la otra mitad agitada por zozobras terribles. ¿Sería broma aquello del gran baile, o lo dirían en serio? Cruz, al oírlo, se había reído; pero sin protestar, como habría protestado él, si se atreviera. Esto y los doce invitados diarios le quitaron el sueño, porque la otra mitad del alma, la risueña y retozona, también se mostraba rebelde al descanso. Levantose sin haber dormido, y lo primero que se echó a la cara fue un par de tarascas, en quienes al punto reconoció los caracteres zoológicos del ama de cría. "¡Hola! - dijo dirigiéndose a ellas -, ¿qué tal estamos de leche? Cruz las había hecho venir previamente de la Montaña, dando el encargo a un médico amigo suyo. Eran dos soberbios animales de lactancia, escogidos entre lo mejor, morenas, de pelo negro y abundante, las ubres muy pronunciadas, y los andares resueltos. Mientras el tacaño visitaba a su esposa y al crío, Cruz estuvo tratando con aquel par de reses, y con los montaraces aldeanos que las acompañaban.
"¿Cuál ha escogido usted? - preguntole después D. Francisco, que de todo quería enterarse.
-¿Cómo cuál? Usted está en babia, señor mío. Las dos. Una fija, y otra de suplente por si la primera se indispone.
-¡Dos amas, dos! - exclamó el bárbaro con los pelos todos de su cabeza y bigotes erizados como los de un cepillo -. Si un ama, una sola, es el azote de Dios sobre una casa, dos... ayúdeme usted a sentir, dos... son lo mismo que si se abriera la tierra y nos tragara.
- De poco se asusta usted... ¿Y así mira por la crianza de ese bendito pimpollo que Dios le ha dado? -¡Pero para qué necesita mi pimpollo dos amas, Cristo, re-Cristo! ¡Cuatro pechos, Señor de mi vida, cuatro pechos...! ¡Y yo que no tuve ninguno de madre, pues me criaron con una cabra! - Por eso siempre tira usted al monte.
- Pero vamos a ver, Crucita. Seamos justos... ¿Quién ha visto usted que tenga dos amas? -¿Que quién he visto...? Los Reyes, el Rey...
-¿Y acaso somos nosotros testas coronadas, por decirlo así? ¿Soy yo por casualidad Rey, Emperador, ni aun de comedia, con corona de cartón? - No es usted Rey; pero su representación, su nombre exigen propósitos y actos de realeza... No, no me río. Sé lo que digo. Entramos en un período nuevo. Ya tiene usted sucesión, ya tiene usted heredero, Príncipe de Asturias...
- Dale con que soy...
Y no pudo decir más, porque la ira le encendía la sangre, congestionándole.
Sentado en el comedor se entretuvo en morderse las uñas, mientras le traían el chocolate. Viéndole de tan mal temple, Cruz se compadeció de él, y quiso explicarle la razón de aquel nuevo período de grandezas en que entraba la familia. Pero D. Francisco no escuchaba más razones que las de su avaricia.
Nunca sintió en su alma tan fuerte prurito de rebeldía, ni tanta cortedad para llevarla del pensamiento a la práctica. Porque la fascinación que Cruz ejercía sobre él era mayor y más irresistible después del nacimiento de Valentín. Ya se comprende que este le servía a la tirana de la casa para solidificar su imperio y hacerlo invulnerable contra toda clase de insurrecciones. El pobre tacaño gemía, paseando de la taza al estómago su chocolate, y como Cruz le incitara a manifestar su pensamiento, quiso el hombre hablar, y las palabras se negaban a salir de sus labios. Intentó traer a ellos los términos groseramente expresivos que usar solía en su vida libre; tan sólo acudían a su boca conceptos y vocablos finos, el lenguaje de aquella esclavitud opulenta en que se consumía, constreñido por un carácter que encadenaba todas las fierezas del suyo.
"No digo nada, señora - murmuró -. Pero así no podemos seguir... Usted verá...
Yo soy la economía por excelencia, y usted el despilfarro personificado... Tres médicos, dos amas... gran baile... convites diarios... medias anatas... Total, que pululan los gastos.
- Los que pululan son los mezquinos pensamientos de usted. ¿Qué supone todo eso para sus enormes ingresos? ¿Cree que yo aumentaría el gasto si viera que sus ganancias mermaban lo más mínimo?... ¿Tan mal le ha ido bajo mi dirección y gobierno? Pues aún han de venir días gloriosos, amigo mío... ¿Pero qué tiene usted?... ¿qué le pasa? El tacaño lloraba, sin duda porque se le atragantó la última sopa de chocolate.

Fin de la Segunda Parte

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