Sunday, April 17, 2011

Torquemada y San Pedro Benito Pérez Galdós Segunda Parte

Torquemada y San Pedro

Benito Pérez Galdós

Segunda Parte

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- I -

Es cosa averiguada que poco después de oír la noticia de la muerte, a la que añadió el reverendo Gamborena tristísimos pormenores, estiró los brazos D.
Francisco, y luego una de las patas, vulgo extremidades inferiores, cayendo redondo al suelo con un ataque espasmódico, semejante al que le dio al ver morir a su primer Valentinico. Acudieron al socorro del amo criados diferentes, y allí le sujetaron, y con mil trabajos pudieron llevarle a su alcoba, donde le fue administrada una mano de friegas como para un buey, hasta que pudo Quevedito tomarle por su cuenta. Pasó el arrechucho, y por la mañana, tras un corto descanso, pudo entrar a verle el señor de Donoso, y a conferenciar con él sobre un asunto tan importante como era el sepelio y honras de la señora Marquesa. Para plantear estas cuestiones se pintaba solo el buen amigo de la casa, y las explanaba y discutía con un aplomo y una dialéctica que ya quisieran otros para los más graves negocios de Estado. D. Francisco no estaba en verdad para discusiones, y procuró cortarle los vuelos oratorios. "¿Que debe ser de primera? Ya lo comprendo. Pero no veo la necesidad de extremar tanto el boato. Bueno que esté en armonía con nuestra posición... desahogada; pero... ya sabe usted que no me gustan pompas ni lujos asiáticos... Porque lo que usted me propone, viene a ser como una especie de... orgullo satánico... o algo así como apoteosis que...".

- No es eso, mi querido D. Francisco. Es un homenaje, el único homenaje que podemos tributar a los queridos restos de aquel ángel...

Indicó después que Cruz deseaba dar al entierro y funerales toda la suntuosidad posible; pero nada resolvía sin conocer la opinión de quien debía disponerlo todo en la casa, oído lo cual por D. Francisco, se expresó con pasmosa ingenuidad, vaciando todo el contenido de su corazón y de su conciencia.

"Amigo mío, le soy a usted franco. Si tratáramos ahora de enterrarla a ella, a mi ilustre hermana política, debiéramos hacerlo a todo coste, por aquello de a enemigo que huye, puente de plata...".

-¡Por Dios, amigo mío!

-¡Déjeme acabar, Biblia! Digo que cuando a uno le pasa una desgracia buena, es a saber, una desgracia de las que acarrean el descanso y la paz, no importa gastarse un capital en el sepelio. Pero cuando la desgracia es mala, de las que duelen, ¿eh?... entonces el demasiado coste de honras fúnebres es acumular males sobre males, y aunar penas con penas. Porque, reasumiendo: usted no dejará de reconocer, si piensa en ello, que en buena lógica, y sentando el principio de que tenía que morir una, ésta no debió ser Fidela, sino su hermana... Me parece que esto es claro como el agua.

- Ni claro ni turbio; es simplemente impío, pues sólo Dios sabe y dispone quién debe morir. Acatemos sus designios...

- Ataquemos... digo, acatemos todo lo que usted quiera. Yo acato, ¡cuidado!, siempre y cuando me prueben que los tales designios no involucran una negación manifiesta de la...

- Basta, mi querido Marqués; no puedo dejarle seguir por ese camino del absurdo. Con el disgusto tiene usted la cabeza un si es no es trastornada.

- Bien podría ser; que tan terrible vicisitud a cualquiera le trastorna. No se hable más de ello, y usted queda autorizado para gastar lo que crea pertinente, y le autorizo para representarme en todo lo que al entierro se contrae. Admito las razones que usted aduce. ¿Procede que haya pompa? Pues pompa, muchísima pompa, y a otra... quiero decir, a ninguna más.

Con autorización tan amplia, y tanto barro a mano, despacháronse Cruz y Donoso muy a su gusto, y allí fue el discurrir a competencia qué se haría para que todo resultase grandioso y lucido, la más bella conjunción posible entre lo elegante y lo mortuorio. Con actividad febril, empezaron aquella misma mañana los preparativos, y vierais invadida la casa por industriales de este y el otro ramo, de cuantos ramos con las cosas fúnebres se relacionan. La papeleta de invitación era tan sencilla como elegante; eligiose el coche estufa de mayor magnificencia que había en Madrid; encargáronse coronas de una riqueza fenomenal, y por fin, se preparó la capilla ardiente con toda la suntuosidad de que tan soberbia morada era susceptible. El gran salón se pavimentó de negro.
En las paredes fueron colocados los seis colosales lienzos del Martirio de Santa Águeda, por Tristán, y otros asuntos religiosos y místicos de gran apariencia; en el fondo un altar riquísimo, con el tríptico de Van Eyck, y debajo un Eccehomo del divino Morales. Murillos y Zurbaranes formaban la Corte a un lado y otro.
La parte inferior de los cuatro testeros fue tapizada de negro con galón fino de oro, y se colocaron otros dos altares con imágenes de superior talla: Cristo en la columna, de Juan de Juni, la Dolorosa de Gregorio Hernández. Los bancos que alrededor de la estancia se pusieron, de nogal claveteado, eran también obra maestra de la carpintería antigua, y procedían de las colecciones de Cisneros. En los tres altares, lucían relicarios de fabulosa valía, relieves de marfil, y bronces estupendos. Donoso, otros dos amigos de la casa, artistas o amateurs de refinado gusto, dirigían la faena, ayudados de un sin fin de criados, costureras, carpinteros, etc... Cruz y Augusta iban a ver, y a dar una opinión, pero no podían estar constantemente allí. Toda la fuerza de voluntad de la primera no bastaba a distraerla de su inmenso dolor. Ordenaba que no se omitiese gasto, ni detalle alguno que aumentar pudiera el esplendor de aquel homenaje, bien corto para lo que la pobrecita muerta merecía.

Con tanto ardor se trabajó aquella mañana, que antes de las dos ya quedó todo colocado con buen concierto y arte sumo, y en medio y en alto, bajo el dosel riquísimo de la cama imperial, Fidela dormía su sueño largo, largo, con ese abandono absoluto, tan solemne como triste, de la cosa inerte, imagen marchita de lo que tuvo vida y movimiento. Vestida con un sencillo hábito de los Dolores, toca blanca, túnica negra, el rostro apenas desfigurado, serena y casi casi risueña, su aspecto llevaba al último límite la semejanza entre sueño y muerte. Centenares de luces difundían por la lujosa estancia claridad rojiza, y ponían en el rostro de la difunta un tenue colorete, última ofrenda de la luz a la sombra.

Por la tarde, llevaron sin fin de coronas, algunas de monstruoso tamaño, con variada abundancia de flores hermosísimas. Las de trapo eran gallarda emulación de las naturales, traídas de lejanos climas. Orgullosas de la fijeza de sus tintas y de su mentida frescura, envidiaban a la otras el rico aroma que ellas no tenían, y como estuvieran próximas, se lo robaban. Las vivas no podían disimular sus ganas de marchitarse, incitadas a la modorra en aquella tibia atmósfera de somnolencia. Violetas y rosas pálidas juntaban sus tristes colores con los matices afectadamente elegíacos de las contrahechas, y la fragancia descompuesta de las unas se confundía con el olorcillo de fábrica de las otras.
Esta mezcolanza de olores se fundía luego con el de la cera ardiente, resultando lo indefinible, vaga sensación de las alquimias recónditas, por donde la vida se descompone, y la descomposición vuelve a ser vida.

Numeroso público (entendiendo por público la muchedumbre de amigos) acudió por la tarde a inscribirse en las listas. Algunos subían a admirar la capilla ardiente, en la cual hubo un verdadero jubileo toda la tarde. Para evitar la aglomeración, se dispuso, como en los reales palacios, que el público entrara por la galería grande y saliese por la rotonda, recorriendo así, en poco espacio, las partes más bellas del edificio. Lacayos con librea de luto velaban por el cumplimiento de las reglas de tránsito, que sólo los muy íntimos podían infringir. Como es fácil comprender, no faltaron diligentes periodistas, de los que se cuelan por el ojo de una aguja: iban a tomar nota de todas aquellas grandezas para sacarlas en el periódico. Nada se les escapaba a los muy pícaros, atentos a la prolijidad descriptiva, y a recopilar nombres de personas y personajes. El Licenciado Juan de Madrid, que por allí se pareció, dábales noticias de la casa y de las maravillas en ella contenidas, sin olvidar ningún precioso dato biográfico de la familia Torquemada San Eloy. En el portal, las firmas de visitantes llenaban ya un fabuloso número de pliegos, y el montón de tarjetas era tan grande, que más bien parecía cosa llovida, una granizada de papel o cosa tal.

- II -

La mañana del entierro, y media hora antes de la salida de este, todos los balcones de la calle rebosaban de gente, y motivos había para tal curiosidad, pues rara vez era turbado el sosiego de aquellos barrios por tan grande rebullicio y movimiento. La aparición de la carroza fúnebre, tirada por ocho caballos negros empenachados, fue un verdadero alboroto. Aquel día hicieron novillos todos los muchachos de las escuelas adyacentes; sus chillidos y travesuras llenaban de alegría la calle, y en medio de tanta algazara, el ridículo armatoste negro y sus no bien alineados corceles resultaban con cierta inflexión cómica, por efecto sin duda del contagio. Corrían delante y detrás los chicos con agilidad suma, y cuando paró el carro, los lacayos de empolvada peluca tuvieron que emprenderla con ellos a bofetada limpia, para librarse de su molesta curiosidad. Esto, y el carnavalesco carruaje del Senado, la turbamulta de vehículos diferentes que por una y por otra parte de la calle venían, ocuparon a los guardias municipales, que ya no tenían cabeza ni manos para atender a tan complicado servicio.

En el interior de la casa, la invasión de personajes enlutados y con cara triste era mayor a cada minuto. Todos visitaban la capilla ardiente, en cuya atmósfera no era posible respirar mucho tiempo sin marearse. Hermanitas de diferentes congregaciones rezaban de rodillas; Gamborena y otros clérigos dijeron misa en el oratorio desde el alba hasta las nueve. La servidumbre no había tenido punto de reposo desde la noche anterior, y el cansancio, más que la pena, se pintaba en los bien afeitados rostros.

Senadores, negociantes de alto copete, próceres y amigos más o menos verdaderos, pasaron a visitar a D. Francisco en su despacho, previo ensayo de los suspiros que habían de echarle, y de las frasecillas lloriconas que demandaban las circunstancias. Halláronle vestido de riguroso luto, muy limpio, la cara flácida y con señales de insomnio, atusado el cabello, torpe de palabra y gestos. "Gracias, gracias, señores... - les decía, expresándose con estribillo -. No hay consuelo ni puede haberlo...". Y al otro, y al siguiente, les decía lo mismo: "Desgracia tremenda, inesperada... ¿Quién había de esperar, si lo natural era que...? Agradezco estas manifestaciones... Pero no hay consuelo, ni puede haberlo... Ataquemos, digo, acatemos los designios... Señores, agradezco estas manifestaciones... No hay consuelo, es verdad, no lo hay... El consuelo es un mito. Yo no creía que esta desgracia tuviera lugar ahora... Me ha sorprendido...
¿Qué remedio queda sino resignarse y aceptar los hechos consumados?".

Entre tanto, nuevo alboroto infantil en la calle con la aparición de toda la clerecía de San Marcos, la manga-cruz y los ciriales, los tres curas revestidos, y luego, en dos alas como un par de docenas de ellos con sobrepelliz y bonete. El ir y venir de coches les obligó a dispersarse, tropezando aquí y allá con tanto chico, y con un rebaño de cabras, que en aquel momento, por fatal coincidencia, acertó a pasar en dirección a la lechería del número 15. Y entre los cocheros y los municipales y el pastor de las cabras se armaron unas discusiones tan subidas de tono, que los señores sacerdotes hubieron de oír cosas bien distintas de la liturgia que iban a cantar. El del piporro no pudo librarse, en tal confusión, de ser arrastrado por la oleada a considerable distancia del clero, sufriendo en su persona algunos estrujones, y no pocas magulladuras en su lúgubre instrumento.
Al fin, restablecido el orden, entraron los de la parroquia en el palacio, y subieron a la capilla ardiente. Parte de su vida futura habrían dado los muchachos por subir tras ellos, y meter en todo sus narices, viendo el túmulo, que decían era como un monumento, y oyendo el cantorrio de los señores curas.
Mientras estos entonaban responsos frente a la cama imperial, los industriales floristas ocupábanse a competencia (pues eran dos, y rivales encarnizados) en colocar sus coronas del modo que resultaran más visibles y con mayor lucimiento. Y los noticieros tomaban apuntes de cuanto veían, oyendo también las indicaciones de los fabricantes de flores para que su casa fuese citada en el periódico; y la servidumbre se puso en movimiento; y Donoso dictaba órdenes autocráticas para despejar el salón; y el clero tiró para abajo, los empleados fúnebres para arriba; y fue bajado el cadáver en hombros de cuatro lacayos con librea negra. Llenose el palacio de un grave y seco murmullo, más de pisadas que de voces, y en la espaciosa escalera, en la galería baja y en el vestíbulo, de tal modo se apretaba el gentío, que los conductores del féretro tuvieron que detenerse dos o tres veces antes de llegar a la calle.

Dios y ayuda costó poner en movimiento la triste procesión, porque más de un cuarto de hora emplearon los dichosos floristas en exponer sus coronas sobre el ataúd y en las cuatro columnas del carro. Resultaba un efecto hermosísimo, con tanta flor de variados tonos apacibles, y las cintas lujosas con letreros de oro, que por una y otra parte pendían. No cabiendo todas allí, pusiéronse las restantes en un landó abierto, que inmediatamente después del coche estufa debía marchar. Los guardias habían regularizado el tránsito en la vía pública, despejándola en lo posible de moscones pegajosos y de desvergonzados chicuelos. Gracias a esto, pudieron colocarse en dos alas los pobres de San Bernardino, los niños de la Doctrina, las religiosas de la Esclavitud, y otras Hermandades que formaban parte del cortejo. Donoso se multiplicaba, y lo primero que hizo fue echar delante al clero. Luego se puso en movimiento el carro mortuorio, lo que produjo un ¡ah! de admiración o curiosidad satisfecha en toda la calle, porque realmente era cosa muy bonita ver el pausado andar de los ocho caballos, y los saludos que hacían con los plumachos negros que llevaban en sus cabezas. Y el cochero de pelo blanco y tricornio con borlitas era la mayor admiración de los pilletes, que no entendían cómo se las arreglaba con tanta rienda en aquel alto pescante donde sentado iba, como un rey en su trono.

El duelo, presidido por el señor Obispo de Andrinópolis, y formado por personas de alta posición social, seguía al landó de las coronas; tras él mucha y diversa gente, y luego sin fin de coches de lujo. El vecindario que llenaba balcones y ventanas no se cansaba de aquel desfile interminable, y habría deseado que durase hasta la noche. A cada instante se detenía la comitiva por las obstrucciones que la delantera de ella encontraba en calle tan angosta. En la de San Bernardo, ya marchó con más desahogo, por entre la curiosidad de la multitud indiferente. Donoso no cesaba de mirar para atrás, viendo el sinnúmero de personas que seguía el duelo, y la ondulante sierpe de carruajes. "Es una manifestación - decía con semblante compungido al señor Obispo -, una verdadera manifestación".

Mientras el entierro atravesaba todo Madrid en dirección al cementerio de San Isidro, asombrando a los transeúntes por su desusada suntuosidad y lucidísimo acompañamiento, el palacio de Gravelinas caía en una especie de sedación taciturna, como cuerpo vencido del cansancio y la fiebre. El ruido que se produjo al retirar del salón los objetos de carácter fúnebre, cesó unas horas después de la salida del entierro. La servidumbre se esmeraba en evitar todo rumor importuno, y aleccionada por el maestresala, lograba poner en sus rostros y ademanes la seriedad y el discreto dolor propios de las circunstancias.
Acompañaban a Cruz, en su gabinete, Augusta y la señora de Morentín. D.
Francisco, en su despacho, no quiso más compañía que la de su hija Rufina, que tenía los ojos encendidos de tanto llorar. Hija y padre apenas hablaban.

Hasta el tiempo diríase que pasaba por aquellos ámbitos de tristeza con cierta parsimonia, como pretendiendo que no fuesen muy notadas la cadencia de sus andares, ni la fatalidad de sus divisiones inflexibles. Desde el día precursor al de la muerte, la imaginación de Cruz, exaltada por la ansiedad, apreciaba el tiempo con garrafales equivocaciones, y en la mañana del entierro, el tiempo llegó a ser para ella absolutamente inapreciable. No hacía diez minutos que aquel había partido de la casa, cuando la desconsolada señora, representándose el paso de la comitiva por las calles de Madrid, pensaba de este modo: "Ya llegan a la Cuesta de la Vega... Allí se despiden todos, casi todos... sin contar los que se han ido escabullendo por las calles del tránsito... Ya bajan hacia el puente, acelerando un poco la marcha... No sé por qué han de ir tan a prisa...".

Hora y media dejó pasar, adormecida su mente en aquel éxtasis doloroso, y al cabo de este tiempo volvió a decir: "¡Qué a prisa, qué a prisa van! Pierde toda la solemnidad el acto con estas prisas... ¡Ya se ve! Los pobrecitos sacerdotes de la parroquia desean volver pronto, porque tienen costumbre de comer a las doce en punto... Ya llegan al cementerio... Van a la carrera... ¡Y qué malos deben de estar los pisos!... Con tanta humedad, ¡ay!, me temo que al padrecito se le agrave su resfriado. Bien le encargué que no fuera... ¡Señor, siempre hemos de tener un cuidado que nos atormente! Pero esa es la vida. Cúmplase tu santísima voluntad... Ya la bajan del carro; entran todos... Misa de Réquiem... ¡Jesús, qué soplo de misa! Ya se acabó. Ni las de tropa. Vamos, que lo que quieren es acabar y volver. ¡Qué tristeza! Ya la llevan por aquellos patios adelante. Ya la depositan junto a la sepultura; se agrupan todos... no se ve nada... Ya la tierra la recibe en su seno. Parece que la acaricia, que la agasaja... Idos, marchaos todos y dejadla, que más cariñosa es la tierra que vosotros... Ya se ponen los sombreros, y se van... Los pocos que allí quedan, tapan el lecho de mi pobre hermana con una piedra enorme, pesada como la eternidad... En la puerta se reúnen los del duelo y los acompañantes, y se hacen cortesías... Después se vuelven en los carruajes, hablando de negocios, del estreno de anoche, o de la ronquera del Massini... ¡Cómo corren!... Es hora de almorzar... Allá, los pobres sepultureros, a corta distancia de la arcilla removida y de la piedra solitaria, se sientan en el suelo, sacan sus fiambreras, y almuerzan también... Hay que vivir".

Regresaron los amigos íntimos. Donoso, que traía la elegante cajita de terciopelo con la llave, fue derecho al cuarto de D. Francisco, a quien abrazó, y en tono encomiástico, que revelaba tanto cariño como orgullo, le dijo: "Ha sido una manifestación, una verdadera manifestación".

- III -

Herido en lo profundo por aquel golpe, el Marqués viudo de San Eloy pagó a la naturaleza física el tributo que su dolor le imponía, pues alguna vez había de desmentirse la robustez fisiológica, que con el desgaste de los años iba ya de capa caída. Un mes de enfermedad le costó la broma, según decía, viéndose obligado a dar de mano a los negocios, y a cuidar tan sólo de echarse tapas y medias suelas para poder continuar en sus trajines de acuñador de caudales. Se le agravó aquel síntoma fastidioso que llamaba abombamiento de la cabeza, y que unido a la pérdida casi absoluta de la memoria después de comer, le ponía en gran desesperación. Pero lo peor fueron los vértigos que inesperadamente le acometían, y que le privaron de ir al Senado, y aun de salir a la calle. Sin hacer caso de Quevedito, propinábase depurativos, que a poco le agravaron el mal.
Más atención que al médico, prestaba a los amigos que le recomendaban este y el otro específico. Probábalos todos, y como con alguno le resultase una mejoría engañosa y casual, lo tenía por excelente, infalible panacea. Pronto venía el desengaño, y a probar nuevas drogas, rechazando siempre el examen facultativo, pues no podía ver a los médicos ni en pintura. "Así como la desgracia le hace a uno filósofo - decía -, la enfermedad nos hace catedráticos de Medicina. Yo sé más que todos esos matasanos, porque me observo a mí mismo, y sé cuando me conviene abrir las válvulas y cuándo no".

En lo moral, veíanse más claramente que en lo físico los estragos del mal conocido que le minaba, porque si siempre fue hombre de malas pulgas, en aquella época gastaba un genio insufrible. Con todo el mundo reñía, grandes y chicos, parientes y servidores; su hija y yerno necesitaban la paciencia de Cristo para soportarle, y sus malas cualidades, la sordidez, la desconfianza, la crueldad con los inferiores, se acentuaron de un modo que imponía miedo a cuantos le rodeaban. Su pesimismo no podía contenerse en la esfera doméstica, e invadía la pública, ya política, ya de negocios. Cuantos tenían que tratar algo con él eran unos ladrones; los ministros, bandidos a quienes había que ahorcar sin conmiseración; los senadores, charlatanes indecentes, y el mundo, un gran infierno..., es decir, el único infierno admisible, pues el otro infierno de que hablan las Biblias, no existía; era una de tantas papas con que el misticismo y el obscurantismo pretenden embaucar a la humanidad... para sacarle los cuartos.

A estos síntomas siguió lo que llamaba debilidad de estómago, que trató de corregirse con jugos de carne, gelatinas y caldos suculentos. Algo mejoró; pero luego vinieron horribles dispepsias, indigestiones y cólicos que le ponían a morir. Los buenos vinos, mezclados con extractos de carne, sentáronle bien, y tanto pensó en este remedio, que por unos días se dio a inventar un licor específico, verdadero elixir vital, y se pasaba las horas muertas trasegando líquidos y colando mixturas diversas, hecho un boticario de sainete. También aquellas ilusiones se desvanecieron como el humo. En fin, que el buen señor no tuvo más remedio que entregarse a la Facultad, y esta, ya que no pudo curarle, le enderezó un poco, permitiéndole volver, aunque con pies de plomo, a sus campañas mercantiles.

¡Y qué desmejorado y cari-deslucido le encontraron los que en aquel mes de enfermedad no le habían echado la vista encima! Su cuerpo no tenía ya la rigidez aplomada de otros tiempos; las piernas tiraban a ser de algodón, y la cara, de color terroso y con pliegues profundos, tiraba más bien a careta, de las que dan miedo a los chicos. Otra novedad le hacía más desemejante a sí propio, y era que como últimamente le molestaba el afeitarse, resolvió por fin cortar por lo sano, dejándose la barba, y así no tenía que pensar más en aquel martirio del jabón y la navaja, raspándose la piel. Era la barba rala, desigual, fosca y entremezclada de revueltos matices de pelo de conejo, de crines de rocín, de cardas de lana sucia, que con las pecas y máculas de sus mejillas pergaminosas, hacían el más despreciable figurón que puede imaginarse.

Aunque pudo salir a sus negocios, y dar alguna vuelta por el reino de la mercadería en gran escala, no tenía ya los borceguíes alados de Mercurio, ni el caduceo con que, tocando aquí y allá, hacía brotar dinero de las piedras. Esto le enfurecía; buscaba en causas externas o en el ciego destino la causa de su impotencia mercantil, y al volver a su casa iba echando rayos y centellas, o poco menos, por ojos y boca. ¡Si viviera su cara Fidela, otro gallo le cantara!... pero ¡carástolis, con las gracias del de arriba!... ¡Miren que habérsela llevado y dejar aquí a la otra, a la pécora insufrible de Cruz...! Mientras más lo pensaba, menos lo entendía. Por esto, su casa, en vez de ser un oasis, era una cosa diametralmente opuesta, y allí no encontraba jamás ni consuelo, ni paz, ni satisfacciones.

Si fijaba la atención en su hijo, se le caía el alma a los pies, viéndole cada día más bruto. Muerta Fidela, a quien el cariño materno daba un tacto exquisito para tratarle, y despertar en él destellos de inteligencia, ya no había esperanzas de que la bestiecilla llegara a ser persona. Nadie sabía amansarle; nadie entendía aquel extraño y bárbaro idioma, más que de ángeles, de cachorros de fiera, o de las crías de hotentote. El demonio del chico, desde la primera hora de orfandad, pareció querer asentar sus derechos de salvaje independencia, berreando ferozmente y arrastrándose por las alfombras. Parecía decir: "ya no tengo interés ninguno en dejar de ser bestia, y ahora muerdo, y aúllo, y pataleo todo lo que me da la gana". Fidela, al menos, tenía fe en que el hijo despertase a la razón. Pero ¡ay!, ya nadie creía en Valentinico; se le abandonaba a las contingencias de la vida animal, y se admitía con resignación aquel contraste irónico entre su monstruosidad y la opulencia de su cuna. Ni Cruz, ni Gamborena, ni Donoso, ni la servidumbre, ni él tampoco, el desconsolado padre, abrigaban esperanza alguna de que el pobrecito cafre variase en su naturaleza física y moral. No podía ser, no podía ser. Y penetrado de la imposibilidad de tener un heredero inteligente y amable, el tacaño amaba a su hijo, sentíale unido a sí por un afecto hondo, el cual no se quebrantaría aunque le viese revolcándose en un cubil y comiendo tronchos de berza. Le quería, y se maravillaba de quererle, desconociendo u olvidando las leyes de eslabonamiento vital que establecen aquel amor.

Para mayor desgracia del buen D. Francisco, ya no tenía el recurso de meterse en sí, caldear su encéfalo, como antaño lo hacía, y evocar, por un procedimiento semejante a los arrobos del misticismo, la imagen del primer Valentín, con objeto de recrearse en ella, de darle vida fantástica, y traerla a una comunión y consorcio muy íntimos con su propia personalidad. Estas borracheras, que así las llamaba, de su pensamiento sutilizado y convertido en esencia de ángel, no le producían los efectos consoladores que perseguía, porque ¡ni que el demonio lo hiciera!, evocaba al primer Valentín y le salía el segundo, el pobrecito fenómeno de cabeza deforme, cara brutal, boca y dientes amenazadores, lenguaje áspero y primitivo. Y por más que el exaltado padre quería ponerse peneque, y destilar en la alquitara de su pensamiento la idea del otro hijo, no podía, ¡ñales!, no podía. La imagen del precioso e inteligente niño se le había borrado. Lo más que pudo conseguir fue que el segundo Valentín, el feo, el que no parecía hijo de hombre, hablase con voz que a la del primero se parecía, y le dijese: "Pero, papá, no me atormentes más. ¡Si soy el mismo, si soy propiamente yo uno y doble! ¿Qué culpa tengo yo de que me hayan dado esta figura? Ni yo me conozco, ni nadie me conoce en este mundo ni en el otro.
Estoy aquí y allá... Allá y aquí me toman por una bestia, y lo soy, lo soy... Ya no me acuerdo del talento que tuve. Ya no hay talento. Esto se acabó, y ahora, padrecito, ponme en una pesebrera de oro una buena ración de cebada, y verás qué pronto me la como".

Salía D. Francisco de estos chapuzones espirituales más muerto que vivo, con la inteligencia como envuelta en telarañas, que se quería quitar restregándose los ojos, y tardaba horas y horas en reponerse del arrechucho. Su salud se resquebrajaba de un modo notorio, y la confianza en su fibra, que le había sostenido en las crisis hondas de su existencia, perdíase también, dando lugar al recelo continuo, a las aprensiones y manías patológicas, con algo de instintos de fuga y de delirio persecutorio. Pero su principal tormento, en aquellos aciagos días, era el odio, ya extremado y con vislumbres de trágico, que profesaba a su hermana política. Como la viudez había quebrantado toda relación entre ellos, suspendiendo las fórmulas sociales, único lazo que antes los unía, Torquemada no hablaba jamás con Cruz, ni ella pretendía en ningún caso dirigirle la palabra, y si algo era forzoso tratar pertinente al régimen doméstico, o a intereses, Donoso se prestaba con mil amores a ser intermediario, y a traer y llevar recaditos. Bien quisiera él limar asperezas; su bello ideal era aunar voluntades; pero ¡a buena parte iba! Si en Cruz hallaba disposiciones a la concordia, el otro era como un puerco-espín, que se convertía en una bola llena de pinchos en cuanto se le tocaba. En vida de su esposa, el cariño de ésta le hacía transigir, y el transigir no era más que someterse a la voluntad de la gobernadora; pero muerta Fidela, su carácter díscolo hallaba en la ruptura de relaciones un medio fácil de eludir la tiranía. Porque, bien lo sabía él, concediendo a su enemiga los honores de la palabra, que era como decir la beligerancia, estaba perdido, porque la muy picotera le fascinaba con sus retóricas, y después se lo comía como la serpiente se come al conejillo. Por eso, valía más no exponerse al peligro de la fascinación: nada de trato, nada de familiaridades, ni siquiera el saludo, para no dejarla meter baza y hacer de las suyas.

A veces oficiaba de legado pontificio el padre Gamborena, y a éste le temía Torquemada más que a Donoso, porque siempre acababa echándole sermones que le ponían triste, y llenaban su espíritu de zozobra y recelo.

Una tarde, cuando ya se hallaba D. Francisco muy mejorado de su dolencia, y había vuelto al tráfago de los negocios, entró en casa más temprano que de costumbre, huyendo del frío de la calle, que era seco y penetrante, y en la galería baja se encontró al misionero, que se paseaba leyendo en su breviario.

"¡Qué oportunidad, y qué felicidad, mi señor Marqués!" - le dijo dándole los brazos, con los cuales el otro cruzó fríamente los suyos.

- IV -

-¿Por qué?

- Porque yo me había propuesto no marcharme a casa sin ver a usted, y he aquí que mi señor Marqués anticipa su vuelta, quizás por razón del frío... aunque bien pudiéramos creer que le ha mandado Dios media horita antes de costumbre para que oiga lo que tengo que decirle.

-¿Tan urgente es?... Entremos.

-¿Que si es urgente? Ya lo verá. Urgentísimo. Pensaba yo que no se me escapara usted esta noche sin aguantar una nueva jaqueca de este pobre clérigo.
¡Qué quiere usted! Cada uno a su oficio. El de mi señor don Francisco es ganar dinero, el mío es decir verdades, aunque estas sean, por su misma sencillez elemental, algo fastidiosas. Prepárese, y tenga paciencia, que esta tarde voy a ser un poquito duro.

Arrellenándose en la butaca, frente al sacerdote, Torquemada no contestó más que con un gruñido, significando así que se preparaba, y se revestía de paciencia como de una coraza.

"Los que ejercemos este penoso ministerio - dijo Gamborena -, estamos obligados a emplear las durezas cuando las blanduras no son muy eficaces que digamos. Ya usted me conoce. Sabe cuánto respeto y quiero a esta noble familia, a usted, a todos. Con el doble carácter de evangelizador y de amigo, me permitiré, pues, decir las cosas claritas. Yo soy así: o me toman o me dejan. Por la misma puerta por donde entro cuando me llaman, salgo si me arrojan.
Despídame usted, y me iré tranquilo por haber cumplido con mi deber, triste por no haber logrado el fin moral que deseo. Y también le advierto que no sé gastar muchos cumplidos cuando se trata de faltas graves que corregir, y noto rebeldía o testarudez en el sujeto. Más claro: que no hago caso de jerarquías, ni de respetabilidades, sean las que fueren, porque ante la verdad no hay cabeza que no deba humillarse. No extrañe, pues, mi Sr. D. Francisco, que en el asunto que aquí nos reúne, le trate como a un chiquillo de escuela... No, no hay que asustarse: he dicho 'como a un chiquillo de escuela', y no me vuelvo atrás, porque yo, aunque nada soy en el mundo, ahora, por mi ministerio, maestro soy, y de los más impertinentes, y usted frente a mí, mediando el caso moral que media, no es el señor Marqués, ni el millonario, ni el respetabilísimo senador, sino un cualquiera, un pecadorcillo sin nombre ni categoría, que necesita de mi enseñanza. A ella voy, y si doy palmetazo que duele, aguantar, y a corregirse".

"A ver por dónde sale este tío" - dijo Torquemada para su sayo, tragando saliva, y revolviéndose en el sillón. Y luego, en alta voz, con cierta displicencia: - Bueno, señor mío, diga pronto lo que...

-¡Sí usted lo sabe! ¿Apostamos a que lo sabe?

- Alguna encomienda fastidiosa de mi señora hermana política. A ver: plantee usted la cuestión.

- La cuestión que planteo es que usted ofende a Dios gravemente, y ofende también a la sociedad alimentando en su corazón el odio y la soberbia... el odio, sí, contra esa santa mujer, que ningún daño le ha hecho... al contrario, ha sido para usted un ángel benéfico. Y ese aborrecimiento infame con que paga las atenciones que de ella ha recibido, y esa soberbia con que se aleja de su compañía y de su trato, son pecados horribles con que usted ennegrece su alma y la prepara para la condenación eterna.

Dijo esto el misionero con tan soberana convicción, con énfasis tan pujante en la palabra y el gesto, que no parecía sino que le acuchillaba, cosiéndole a cintarazos con una luenga y cortante espada. El otro se tambaleó, aturdido de los golpes, y de pronto no supo qué decir, ni hacer otra cosa que llevarse las manos a la cabeza. Pero no tardó en volver sobre sí, y la bilis y destemplanza de sus tiempos tristes se le recargaron prontamente. Hallábase, además, aquel día, de mal talante, por no ver claro en cierto negocio: esta y las otras causas despertaron en él, de súbito, al hombre grosero. Fue un espectáculo tristísimo verle resurgir, cuadrarse, y contestar con flemática impertinencia:

"¿Pero usted, señor cura, qué tiene que ver si hablo o no hablo con mi cuñada? ¿Quién le mete a usted en cosas que no tocan a la conciencia, sino a la libre voluntad del derecho del individuo? Esto es abusar, ¡ñales! Esto no lo aguanto yo, ni lo aguantaría ninguna personalidad de medianas circunstancias y luces".

- Pues lo dicho dicho, señor Marqués - replicó el otro con entereza -. Hablo como padre de almas. Usted rechaza la exhortación. Enhorabuena, y con su pan se lo coma. Repítalo usted, repita que no se digna oírme, y verá qué pronto le dejo en paz, quiero decir, en guerra con su conciencia, ¡con su conciencia!, un fantasma que de fijo no tiene la cara muy bonita.

- No, yo no he dicho que se vaya... - balbució Torquemada, serenándose -.
Hable usted si quiere. Pero no me convencerá.

-¿Que no?

- Que no. Porque yo tengo mis razones para romper todo trato con esa señora - dijo el tacaño, volviendo a su ser normal, y rebuscando en su mente la fraseología fina -. Yo no niego que la distinguida señora del Águila haya llevado a cabo reformas beneficiosas en la casa; pero ella es causante de que las economías sean aquí la tela de Penélope. Lo que yo economizo en un año, ella lo espolvorea en cuatro días.

-¡Siempre la mezquindad, siempre los hábitos de miseria! Yo sostengo que sin la dirección de Cruz, no habría llegado usted a poseer lo que posee. La razón de ese odio, señor mío, no es la distribución del miserable ochavo. Lo que pasa en el alma del señor Marqués de San Eloy, ni él mismo lo sabe, porque sabiendo tantas cosas, no acierta a leer en sí mismo. Pero yo lo sé, y voy a decírselo bien claro. Estos misterios del humano espíritu no suelen revelarse al conocimiento del que los lleva dentro, sino más bien a la penetración de los que atisban desde fuera. La causa de la aversión diabólica que usted profesa a su hermana es la superioridad de ella, la excelsitud de su inteligencia. En ella todo es grande, en usted todo es pequeño, y su habilidad para ganar dinero, arte secundario y de menudencias, se siente humillada ante la grandeza de los pensamientos de Cruz.
Es usted (a ver si me explico), en esta industria de los negocios, el simple obrero que ejecuta, ella la cabeza superior que concibe planes admirables. Sin Cruz, no sería usted más que un desdichado prestamista, que se pasaría la vida amasando un menguado capital con la sangre del pobre. Con ella lo ha sido todo, y se ha empingorotado a las alturas sociales. Pero es cosa muy común en la vida, que el ambicioso triunfante no reconozca la potencia que le alzó del polvo hasta las nubes, sobre todo si este ambicioso es simple brazo, y quien le levantó es inteligencia. El odio de los miembros inferiores a la cabeza es achaque muy viejo en el cuerpo social... Ejemplos hay en grande y en chico, en los organismos humanos y en las familias, y este ejemplo que tengo delante es de tal claridad, que si usted mismo no lo ve, será porque no quiere verlo.

- Pues yo - dijo D. Francisco, abrumado por la elocuencia contundente del bendito clérigo -, le aseguro a usted que no abrigo..., no, no puedo abrigar tal sentimiento. Ni veo yo tanta, tanta inteligencia en la señora doña Cruz. Para discurrir mi senaduría y el marquesado, y para inventar la compra de estas Américas de buen gusto, no se necesita ser hija de los siete sabios de Grecia, ni abuela de las nueve musas, por decirlo así. Cierto que no es lerda. Cúmpleme declarar que posee cierto gancho para el discurso, y que cuando saca contra uno todo el intríngulis de su facultad perorativa, vuelve loco al Verbo.

- No quiero entrar en una discusión sobre este punto, ni he de demostrarle que tiene usted conciencia de su inferioridad ante Cruz, porque esta conciencia bien a la vista está. ¿Admite usted que el odio existe?

- Ella será quien lo abrigue.

- No, ella no: Usted...

- Pues bien - dijo Torquemada más sereno, dándose a partido -; yo confieso que no nos queremos bien, ni yo a ella, ni ella a mí. Pero la concausa, el argumento que usted aduce..., ¡oh!, eso sí que no lo admito. Yo tengo mis quejas, yo tengo razones que abonan mi conducta en esta materia. Hago caso omiso de sus tendencias a la ostentación, y me fijo tan sólo en su afán de contrariar mi prerrogativa, de no permitir que se haga en la casa nada de lo que yo mando, como si cuanto yo mandara fuera una deficiencia. Nada, es que me tiene tirria, una tirria sui generis, como si creyera que yo, disponiendo esto o lo otro, me había de lucir. Para ella, no hay acierto ni sentido común más que en lo que ella dictamina.

- No es verdad, no es verdad. Ea, señor don Francisco, pasemos ya de las palabras a los hechos, y reconocida la llaga, probemos a curarla radicalmente - dijo el eclesiástico con dulzura, posando sus manos en las rodillas del Marqués - . Es preciso, sin pérdida de tiempo, matar ese odio, destruirlo, aplastarlo, como a un reptil venenoso, cuya picadura ocasiona la muerte.

- Pues por mí... La que odia es ella, no yo.

- El que odia es usted; y de usted debe partir la iniciativa de la reconciliación.
Mas para facilitarla, yo propongo que cada cual sacrifique algo de su amor propio. No haya, pues, escenas enfadosas, ni explicaciones. Se reunirán en la mesa uno de estos días, y se hablarán, como si nada hubiera pasado.

- Corriente - dijo don Francisco -. Pero antes, fíjese una línea de conducta...

- Eso allá ustedes. Como sacerdote, yo procuro las paces, las propongo, las solicito. Hablo a los corazones, no a los intereses. Que uno y otro piensen en Dios, y se reconozcan hermanos, y vivan en la concordia y el amor. Conseguido esto, traten ampliamente de las prerrogativas de cada uno, y de los presupuestos de la casa, las economías y toda esa música. Tenga usted presente, que si la reconciliación es puramente externa y de fórmula, si celebrado un convenio, o modus vivendi, para figurar ante el mundo la cordialidad de relaciones, continúa el rencor escondido en el alma, nada se adelanta. Engañará usted a la sociedad, a Dios no. Sin la pureza de la voluntad, mi Sr. D. Francisco, no podrá aspirar, ya se lo dije en otra ocasión, a los bienes eternos.

-¡Dale, bola...!

- Sí, sí, y antes se cansará usted de ser malo que yo de reprenderle y exhortarle.
En resumen, señor mío: no basta que usted haga paces de comedia con su hermana política, y le hable, y se concuerden para el gobierno. Es preciso que le perdone usted cuantas ofensas crea haber recibido de ella, y que el aborrecimiento se convierta en amor, en fraternal cariño.

- Y si no puedo conseguir eso - preguntó Torquemada con viva curiosidad -, ¿qué me pasará?

- Bien lo sabe usted, pues aunque ignora muchas cosas esenciales, no creo que se le haya olvidado el A B C de la doctrina cristiana.

- Ya, ya - indicó el tacaño con afectado humorismo de librepensador -. Para los que aman es el Cielo, y el Infierno para los que aborrecen. Por mucho que usted me predique, padrito, no me convencerá de que yo he de condenarme.

- Eso... usted verá.

- No, si ya lo tengo bien visto. ¡Pues no faltaba más! ¡Condenarme! En cierta ocasión me dijo usted que las puertas del Cielo no se abrirían para mí, y...
vamos, aquello me afectó. Algunas noches me pasé sin dormir, devanándome los sesos, y diciéndome: "pero yo ¡ñales!, ¿qué he hecho para no salvarme?...".

- Vale más que se pregunte usted: "¿qué hago yo para merecer mi salvación?".
Me veo obligado a repetírselo, señor Marqués. Para ese fin sin fin no hace usted nada, o hace todo lo contrario de lo que debiera. ¿Tiene usted fe? No padre.
¿Cree usted lo que todo buen cristiano está obligado a creer? No padre. ¿Sofoca usted sus malas pasiones, destierra de su alma el rencor, ama usted a los que debe amar? No padre. ¿Pone frenos al egoísmo, haciendo todo el bien posible a sus semejantes? No padre. ¿Distribuye entre los menesterosos las enormes riquezas que le sobran? No padre. ¡Y el hombre que de tal modo se conduce, el hombre que, próximo ya al fin de la vida, no se cura de purificar su conciencia y de sanarla de tanta podredumbre, se atreve a decir: "¡que me abran la puerta de la morada celestial, pues allá voy yo, dispuesto a empujarla con mis manos puercas, o a sobornar al portero, que para eso me hizo Dios millonario, y marqués, y personaje eximio...!".

- V -

Reíase D. Francisco, afectando regocijarse con la broma; pero se reía de dientes afuera; que por dentro, sábelo Dios, le andaba como un diablillo vivaracho que se le paseaba por toda el alma causándole susto y turbación.

"Ría, ría usted, y écheselas de filósofo y de espíritu fuerte - le dijo Gamborena - , que ya me lo dirá luego".

-¿Pero de dónde saca usted, mi señor misionero, que yo no creo?

-¿Cumple usted con la Iglesia?

- Hombre, le diré a usted...

-¿A qué espera? A fe que es usted un jovenzuelo rebosando salud, para que pueda decir como otros tales: "Tiempo hay, tiempo hay".

- No, ya sé que no hay tiempo - dijo el tacaño con súbita tristeza, y sintiendo que la afectada risa se resolvía en contracciones dolorosas de los músculos de su cara -. Esta máquina se descompone, y aquí dentro hay algo que... que...

- Dígalo claro, algo que le aterra... Naturalmente, ve usted la pérdida de los bienes materiales, el término de la vida. Los desdichados que no saben ver el más allá, ven un vacío... un vacío, ¡ay!, que seguramente no tiene nada de agradable... Ea, mi señor Marqués, ¿quiere usted, sí o no, que los últimos días de su vida sean tranquilos; quiere usted, sí o no, prepararse para mirar con ánimo sereno el trance final, o el paso de lo finito a lo infinito? Respóndame pronto, y aquí me tiene a su disposición.

- Pues hablando en plata - replicó el de San Eloy, con ganas de rendirse, pero buscando la manera de hacerlo sin sacrificio de su amor propio -, yo acepto cualquier solución que usted formule. Dificilillo le será convencerme de ciertas cosas. Por algo la desgracia le ha hecho a uno filósofo. Aquí, donde usted me ve, yo soy muy científico, y aunque no tuve estudios, de viejo he mirado mucho las cosas, y estudiado en los hombres y en los fenómenos naturales... Yo miro mucho al fenómeno práctico dondequiera que lo cojo por delante. Ahora bien: si ello consiste en ser uno bueno, téngame a mí por un pedazo de pan. ¿Hay que dar algo a los necesitados? Pues no hay inconveniente. Con que... ya tiene usted a su salvaje convertido.

- Poquito a poco. No es cosa de coser y cantar. Pero no quiero atosigarle, y hoy por hoy, me contento con la buena disposición. Seré su conquistador, y le atacaré con cuantas armas hallo en mi arsenal evangélico.

- Corriente - dijo D. Francisco, volviendo a tomar el airecillo de senador enfatuado que discute un punto de administración o de política menuda -.
Conste que desde hoy mi objetivo es ganar el Cielo, ¿eh? Ganarlo digo, y sé muy bien lo que significa la especie.

- Que no es lo mismo que ganar dos, tres, mil, cien mil duros, en una operación.
El dinero se gana con la inteligencia, con la travesura, a veces con perfidia y malas artes; el Cielo se gana con las buenas acciones, con la pureza de la conciencia.

- Todo ello es facilísimo, en mi sentir. Y aquí me tiene dispuesto a obedecerle en cuanto quiera mandarme, tocante al dogma y a la conciencia.

- Está bien.

- Pero siempre es uno filósofo y científico... no se puede remediar. De poeta no tengo ni un ápice, gracias a Dios. Me da por pensar, y dilucido a mi manera el fenómeno de acá y de allá. La duda me pica, y francamente, duda uno sin sospecharlo, sin quererlo. ¿Por qué duda uno? Pues porque existe, ea. Seamos científicos, no poetas. El poeta es un gaznápiro que tiene el aquel de las palabras bonitas, un alcornoque que echa flores, ¿me entiende usted? Pues sigo. Vamos a hacer un arreglo, Sr. Gamborena.

-¿Un arreglo? Aquí no hay más arreglo que poner usted su conciencia en mis manos y dejarse llevar.

- A eso voy - y diciendo esto, acercó el marqués su sillón al del sacerdote, para poder darle palmaditas en las rodillas -. Francisco Torquemada está dispuesto a dejarse gobernar por el padre Gamborena, como el último de los párvulos, siempre que el padre Gamborena le garantice...

-¿Qué es eso de garantizar?

- Calma. Soy muy claro cuando trato de negocios... Es en mí inveterada costumbre el ponerlo todo muy clarito, y atar bien los cabos...

- Pero el negocio del alma...

- Negocio del alma, por decirlo así... Aludo a la entidad que llamamos ánima, que suponemos es un capital cuantioso y pingüe, el primero de los capitales.

- Bueno, bueno.

- Y naturalmente, yo, tratando de la colocación de ese saneado capital, y de asegurarlo bien, tengo que discutir con toda minuciosidad las condiciones. Por consiguiente, yo le entrego a usted lo que me exige, la conciencia... Bueno...
Pero usted me ha de garantizar que, una vez en su poder mi conciencia toda, se me han de abrir las puertas de la Gloria eterna, que ha de franqueármelas usted mismo, puesto que llaves tiene para ello. Haya por ambas partes lealtad y buena fe, ¡cuidado! Porque, francamente, sería muy triste, señor misionero de mis entretelas, que yo diera mi capital, y que luego resultara que no había tales puertas, ni tal Gloria, ni Cristo que lo fundó...

-¿Con que nada menos que garantía? - dijo el clérigo montando en cólera -.
¿Soy acaso algún corredor, o agente de Bolsa? Yo no necesito garantizar las verdades eternas. Las predico. El pecador que no las crea, carece de base para la enmienda. El negociante que dude de la seguridad de ese Banco en que deposite sus capitales, ya se las entenderá luego con el demonio... Hay que tener fe, y teniéndola, hallará usted la garantía en su propia conciencia... Y, por último, no admito bromas en este terreno, y para que nos entendamos, olvide usted las mañas, los hábitos y hasta el lenguaje de los negocios. Si no, creeré que es usted cosa perdida, y le abandonaré a las tristezas de su vejez, a los temores de su mala salud, y a los espantos de su conciencia llena de sombras.

Pausa. D. Francisco se echó para atrás en su sillón, y se pasó las manos por los ojos.

"Penétrese usted en las grandes verdades de la doctrina, tan fáciles, tan sencillas, tan claras, que la inteligencia del niño las comprende - dijo el misionero con bondad -, y no necesitará que yo le garantice nada. Yo podría decir: 'Respóndame usted de su enmienda, y las puertas se abrirán'. Lo primero es lo primero. Pero usted, como buen egoísta, quiere que vaya por delante la seguridad de ganancia. Le dejo a usted para que piense en ello".

Levantose el padrito; pero Torquemada le agarró por un brazo, obligándole a sentarse.

"Un ratito más. Quedamos en que me reconciliaré con Cruz. La idea es plausible. Por algo se empieza".

- Sí, pero con efusión del alma, reconciliación verdad, no de dientes afuera.

- Pues mire usted, trabajillo me ha de costar, si ha de ser en esos términos y con todo el rigor de las condiciones sine qua nones... En fin, se hará lo que se pueda, y por el pronto, hablemos reiteradamente de estas cosas, que me ensimisman más de lo que parece. Yo sostengo que debe uno pensar en ello, y prepararse por lo que pueda tronar. Al fin y a la postre, usted, reverendísimo señor San Pedro, me abrirá la puerta, pues por algo somos amigos, y...

- Ni soy el portero celestial - dijo Gamborena cortándole la palabra -, ni, aunque lo fuera, abriría la puerta para quien no mereciese entrar. Tiene usted la cabeza llena de consejas ridículas, de cuentos irreverentes y absurdos.

- Pues ya que habla de cuentos, voy a referirle uno muy viejo que puede interesarle. El por qué y el cómo y cuándo de esta costumbre que tengo de llamarle a usted San Pedro.

- Venga, venga.

- Se ha de reír. Es una tontería. Cosas de nuestra imaginación, que es la gran cómica. Parece mentira que siendo uno tan científico, y no teniendo pizca de poeta, se deje embaucar por esa loquinaria. Pues ello pasó hace muchos años, cuando yo era un pobre, o poco menos, y me cayó enfermo el niño, de aquella perra enfermedad que se lo llevó, un ataque a la cabeza, vulgo, meningitis. No sabiendo qué hacer para conseguir que Dios me salvara al hijo, y abrigando mis sospechas de que lo mismo el Señor que los santos me tenían entre ojos porque era un poquitín tirano para los pobres, se me ocurrió que variando de conducta y haciéndome compasivo, los señores de arriba se apiadarían de mi aflicción.
Generoso, y aun despilfarrado y manirroto fui. ¿Cree usted que me hicieron caso? Como si fuera un perro... ¡Y luego dicen...! Más vale callar.

- La caridad debe practicarse siempre y por sistema - dijo el clérigo con severidad dulce -, no en determinados casos de apuro, como quien pone dinero a la Lotería con avidez de sacar ganancia. Ni se debe hacer el bien por cálculo, ni el Cielo es un Ministerio, al cual se dirigen memoriales para alcanzar un destino. Pero dejemos esto, y adelante.

- A lo que iba diciendo. Salía una noche, desesperado y hecho un demonio, quiero decir, afligidísimo, porque el niño estaba muy grave. Resuelto iba a dar limosna a todo pobre que cogiera por delante. Y así lo hice, me lo puede creer.
Repartí porción de perras grandes y chicas, amén de los cuantiosos beneficios que había hecho aquella mañana en mi casa de la calle de San Blas, perdonando picos de alquileres, y dando respiro a los inquilinos morosos... gente mala, ¡ay!, gente muy mala, entre paréntesis... Pues, como digo, iba yo por la calle de Jacometrezo, y allá, cerca del Postigo de San Martín, me encontré a un vejete, que pedía limosna, tiritando de frío. Estaba el pobrecillo en mangas de camisa, viéndosele el pecho velludo, los pies descalzos, la poca ropa que llevaba toda hecha jirones. Me dio mucha lástima. Hablé con él, y le miré bien a la cara. Y aquí entra la primera parte de la gracia del cuento, que si no fuera por el chiste, vulgo coincidencia, no merecería ser contado.

-¿Tiene dos partes la gracia?

- Dos. La primera coincidencia es que aquel hombre se me pareció a un San Pedro, imagen de mucha devoción, que podrá usted ver en San Cayetano, en la primera capilla de la derecha, conforme se entra. La misma calva, los mismísimos ojos, el cerquillo rizado, las facciones todas, en fin, San Pedro vivo y muy vivo. Y yo conocía y trataba a la imagen del apóstol como a mis mejores amigos, porque fui mayordomo de la cofradía de que él era patrono, y en mis verdes tiempos le tuve cierta devoción. San Pedro es patrono de los pescadores; pero como en Madrid no hay hombres de mar, nos congregábamos para darle culto los prestamistas que, en cierto modo, también somos gente de pesca...
Adelante. Ello es que el pobre haraposo era igual, exactamente igual al santo de nuestra cofradía.

-¿Y le dio usted limosna?

-¡Toma! Le di mi capa. ¿Pues qué se creía usted? Yo no las gasto menos.

- Está bien.

- Pero, seamos justos, no le di la capa que llevaba puesta, que era el número uno, sino otra vieja que tenía en casa. Para él buena estaba.

- Siempre es un acto muy meritorio, sí señor... ¡vaya!

- Pues se me quedó tan presente en la memoria la cara de aquel hombre, que pasaron años y años, y no le podía olvidar; y cambié de fortuna y de posición, y siempre con aquel maldito santo, fresco y vivo en mi magín. Pues señor, pasa tiempo, y un día, cuando menos en ello pensaba, se me presenta otra vez en carne y hueso, con alma, con vida, con voz, la misma entidad, aunque con traje muy distinto. Aquí tiene usted la segunda parte de la gracia del cuento. Mi San Pedro era usted.

- Sí que es gracioso. ¿De modo que me parezco...?

- Al que me pidió limosna aquella noche, y por ende, al santo apóstol de marras.

-¿Y aquel San Pedro tenía llaves?

-¡Vaya! Y de plata, como de una tercia.

- Pues en eso no nos parecemos.

- La cara es la misma, esa calva, esas arrugas, el cerquillo, los ojos como alumbrados, y las facciones todas, boca y nariz, y hasta el metal de voz. Sólo que aquel no se afeitaba, y usted sí... ¡Pero qué parecido tan atroz, Señor! El día que usted entró en casa, yo me asusté, crea que me asusté, y se lo dije a Fidela, sí, le dije: "Este hombre es el demonio".

-¡Jesús!

- No, fue un dicho, nada más que un dicho. Pero me dio que pensar, y todo se me volvía discurrir si usted tenía o no tenía llaves.

- No las tengo - dijo Gamborena festivo, levantándose -. Pero para el caso de conciencia es lo mismo. No se apure. Las llaves las tiene la Iglesia, y quien puede abrir aquellas puertas, me transmite a mí poder y a todos los que ejercemos este ministerio divino. Con que disponerse para la entrada.
¿Quedamos en que se efectuará la reconciliación?

- Quedamos en ello. ¿Pero se va ya?

- Sí; que ustedes van a comer. Es muy tarde. Reconciliación verdad. De lo demás hablaremos pronto, pues me parece que no estamos para dar largas al asunto.

- No. Desde hoy, la cuestión queda sobre el tapete. Y usted tratará de ello cuando guste.

- Bueno. Adiós. Me ha hecho gracia el cuento. Tenemos que repetir lo de la capa, quiero decir, que yo se la pido a usted otra vez, y tiene que dármela.

- Corriente.

- Si no, no hay llaves. Y crea usted, amigo mío, que lo que es aquella puerta no se abre con ganzúa.

- VI -

Obra de romanos era, en verdad, la tal reconciliación, y para poder llevarla a cabo, como decía D. Francisco, hubo de intervenir nuevamente, con más diplomacia que religión, el buen Gamborena, asistido del excelente Donoso y de Rufinita. Por fin, Cruz y Torquemada se juntaron a comer un día, y las paces quedaron hechas, mostrándose ambos dispuestos a la concordia, aunque siempre reservados sobre los puntos graves del cisma que los separó. Por dicha de todos, aquel día tuvo el señor Marqués buen apetito, y comió de cuanto llevaron a la mesa, sin que nada le hiciera daño, cosa rara, pues sus digestiones habían llegado a ser harto difíciles.

No las tenía todas consigo el misionero, y tanto él como Donoso sospechaban que la aproximación no era sustancial, sino más bien aparente, y que los corazones de ambos permanecían distantes uno de otro, lo que se confirmó en la práctica, a los pocos días de establecido el modus vivendi, pues tales cosas pidió y quiso ejecutar D. Francisco, que los mismos negociadores se asustaron.
Quería nada menos que licenciar los dos tercios de la servidumbre, dejando tan sólo lo indispensable para la asistencia de las dos personas mayores y del niño, y metiendo sin piedad la hoz de las economías en el personal necesario para la limpieza y custodia de las riquezas artísticas. Desmayada ya en sus ambiciones de autócrata, Cruz a todo se avenía. La soledad en que la dejó la muerte de sus queridos hermanos, habíale aplacado el orgullo, inspirándole la indiferencia y aun el desprecio de las vanidades suntuarias. Le dolía, sí, que a las obras de arte no se rindiera el debido culto; llevaba muy a mal la sordidez de su ilustre cuñado, quien, con un pie en el sepulcro, desdoraba su nombre y casa, por economizar sumas insignificantes en su colosal riqueza. En otras circunstancias, Cruz había tratado la cuestión con brío, segura de salir victoriosa; en aquellas no quiso dar batalla alguna, y con la gravedad melancólica de un Emperador que se mete en Yuste, dijo a sus buenos amigos Gamborena y Donoso: "Que campe ahora por sus respetos. Justo es que ese bruto recobre, en sus últimos años, la posesión de su voluntad cicatera. ¿Qué se adelanta con mortificarle? Amargar sus últimos días, y predisponerle mal para la muerte. No. Después de mí, él, y después de él, el diluvio. ¡Pobre casa de Gravelinas! Por mi gusto, me metería en un convento, pues de nada sirvo ya, ni quiero intervenir en cosa alguna".

Realmente, Cruz, como heroína que en lucha formidable agotó sus energías poderosas, hallábase a la sazón extenuada de voluntad, enferma de desaliento.
Había hecho tanto, había creado tantas maravillas, que justo era permitirle descansar al séptimo día. La ingratitud de aquel hombre, su discípulo, su hechura, no le amargaba la vida tanto como debiera, sin duda porque con ella contaba, y porque su grande espíritu se sentía más alto, viendo la distancia que aquella ingratitud ponía entre el artista y su obra. Llegó, además, para la egregia dama, el tiempo de mirar más a las cosas divinas que a las terrenas, evolución natural de la vida en las circunstancias en que ella se encontraba, sola, sin más afecto que el de su sobrinito (a quien amaba con inefable lástima), con todas sus ambiciones cumplidas, la casa del Águila restaurada, las venganzas de familia, que en su conciencia tomaban carácter de inflexible justicia, satisfechas. Todo lo temporal estaba, pues, realizado con creces: ocasión era de mirar a la otra parte de los linderos obscuros de nuestra vida. La soledad, la tristeza, la edad misma que ya rebasaba de los ocho lustros, la incitaban a ello; y si algo faltara para acelerar la evolución, diéraselo la compañía constante del gran misionero, el ejemplo de su virtud, y el oírle preconizar la purificación del alma y los goces de la inmortalidad.

A poco de morir Fidela, diose Cruz a la lectura de escritores místicos, y tal afición tomó a este regalo, que ya no podía pasarse sin él, durante largas horas del día y de la noche. Le encantaban los místicos españoles del siglo de oro, no sólo por la senda luminosa que ante sus ojos abrían, sino porque en el estilo encontraba un cierto empaque aristocrático, embeleso de su espíritu, siempre tirando a lo noble. Aquella literatura, además de santa por las ideas, era, por la forma, digna, selecta, majestuosa.

No tardó en pasar de los pensamientos a los actos, dedicando las horas de la mañana y las primeras de la noche a prácticas religiosas en su capilla, engolfándose en meditaciones y ejercicios. De los actos de pura devoción pasó fácilmente a las obras evangélicas, y como el modus vivendi había separado su peculio del de Torquemada, pudo consagrar libremente sus rentas a la caridad.
Y por cierto que la practicaba con una discreción y un tino que pudieran servir de modelo a toda la cristiandad aristocrática. Verdaderamente, ¿en qué cosa había de poner la mano aquella mujer tan intelectual y tan conocedora del mundo, que no resultara la misma perfección? Aunque las colectividades benéficas no eran muy de su gusto, no eludía los frecuentes compromisos de pertenecer a ellas; pero reservaba sus energías y lo mejor de sus recursos para campañas que emprendía sola, sin aparato ni publicidad de ninguna clase.
Vestía con sencillez, hacía pocas visitas de etiqueta, y su coche era muy conocido en los barrios pobres. No hay para qué decir que Gamborena, encantado de la aplicación de su discípula, traíale notas y noticias de miserias vergonzantes o de males desgarradores, para que la dama se encontrase con la mitad del trabajo hecho, y no tuviese que afanarse tanto.

Bien quisiera ella mostrar su espíritu evangélico en las proporciones de sublime virtud que las vidas de santos nos ofrecen. Mas no era culpa suya que la regularidad de la existencia, en nuestro perfilado siglo, imposibilite ciertos extremos. Con fuerzas se sentía la noble dama para imitar a la santa Isabel de Murillo, lavando a los tiñosos, y tan cristiana y tan señora como ella se creía.
Pero tales ambiciones no era fácil que se viesen satisfechas; el mismo Gamborena no se lo habría permitido, por temor a que padeciera su salud. Ello es que su imaginación se exaltaba más de día en día, y que su voluntad potente, no teniendo ya otras cosas en qué emplearse, se manifestaba en aquella, para gloria suya y de la idea cristiana.

No descuidaba por esto Cruz ciertas obligaciones de la casa que, según el modus vivendi, corrían a su cargo. La limpieza del heredero, sus comidas, sus ropas, sus juegos, todo era vigilado y dispuesto por la señora con maternal solicitud, y lo mismo habría hecho con su educación, si educación fuera posible con aquel desdichado engendro, que cada día era más indócil, más bruto, y más desposeído de todo gracejo infantil. Pero si su tía Cruz le cuidaba con esmero en el orden material, sin que en ello se conociera la falta de la madre, no pasaba lo mismo en otros órdenes, porque Valentinico no tenía ya quien le comprendiese, ni quien tradujera su bárbaro lenguaje, ni quien creyera en su porvenir de persona humana. Privado de inteligencia y de sensibilidad, el pobre salvaje no apreciaba el vacío que en torno suyo dejó su buena mamá, que le hacía caricias con toda el alma, buscando siempre el ángel en los ojos del animalito. De don Francisco no hablemos. Aunque le amaba también, como sangre de su sangre y hueso de sus huesos, veía en él una esperanza absolutamente fallida, y su cariño era como cosa oficial y de obligación.

En tanto, iba creciendo el heredero, y su cabeza parecía cada vez más grande, sus patas más torcidas, sus dientes más afilados, sus hábitos más groseros, y su genio más áspero, avieso y cruel. Daba mucha guerra en la casa: su tía le consagraba tanta paciencia, que no quedaba en su alma sitio para el cariño. Si enfermaba, le asistía con afán, deseando salvarle, y el monstruoso niño sanaba rápidamente en todos sus arrechuchos, y de cada una de aquellas crisis salía más apegado a la tierra y a la animalidad. En lo único que adelantó algo fue en el lenguaje, pues al fin la niñera le enseñó a articular muchas sílabas, y a pronunciar toscamente las palabras más fáciles del idioma.

Al mes escaso de hallarse en vigor el modus vivendi, ya D. Francisco, agriado por sus dolencias, que se le exacerbaron a la entrada de la primavera, empezó a barrenarlo, alterando alguna de las principales bases. Muy conforme, al principio, con que Cruz no se metiera en sus cosas, dio él en meterse en las que eran de absoluta incumbencia de la dama. En las economías de personal creyó ver intenciones de fastidiarle a él, quitándole servicio, mientras la otra lo aumentaba para sí. Además, le cargaba ver a todas horas la caterva de clérigos y beatas, que tomaba por asalto el palacio y la capilla. Porque la capilla era suya, y francamente, debían tenerle la consideración de no hacer uso de ella sino en los domingos y fiestas de guardar. Le molestaba el ruido de tantas devociones, y el organito, y los cánticos de las niñas que iban allí cada lunes y cada martes, con pretexto de religión, y en realidad para verse y codearse con sus novios.
Vamos, no quería que su capilla sirviese para escandalizar.

Estas y otras barbaridades, que soltó el Marqués de San Eloy una mañana, con boca grosera y modales descompuestos, fueron reprendidas por el padre Gamborena, que al fin tuvo que incomodarse. Amoscose el otro, que padecía horrorosamente del estómago; subieron ambos de tono; salió el misionero por la tremenda; replicó el tacaño con palabras amarguísimas mezcladas con las quejas de su arraigada dolencia, y por fin el padrito le dijo:

"Está usted hoy imposible, señor Marqués. Pero discúlpese con su malestar, y quizás no tenga yo nada que contestarle. Sí; le contestaré que urge llamar al médico, a los mejores, y ponerse en consulta. Su enfermedad le enturbia el ánimo, y le obscurece la razón. Perdónanse al enfermo los disparates que le hace decir su mal. No es él quien habla, sino el hígado alterado, la bilis revuelta".

- Eso digo yo, Sr. Gamborena, la bilis; y siendo tan sencillo llevarla en su sitio, ¿por qué estoy malo? ¡Ah!, porque con esta vida, no es posible la salud. No tengo nadie que me cuide, nadie que se interese por mí. Si viviera mi Fidela, o mi Silvia, si me vivieran las dos, otro gallo me cantara. Pero aquí me tienen abandonado, en mi propia casa, en medio de este palaciote que se me cae encima y me agobia el alma. Porque ya ve usted, me he sacrificado en aras de la paz doméstica, y nadie se sacrifica en aras de mi bienestar. ¿Cómo he de tener salud, con los condumios de esta casa, que harían perder el apetito a una pareja de Heliogábalos? Me están matando, me están asesinando poquito a poco, y cuando uno sufre y revienta de dolor, venga de organillo, y de canticios de monjas, que me encienden la sangre y me rallan las tripas.

- VII -

Oyó Cruz, en la puerta del cuarto, el final de esta retahíla, y entró presurosa, esforzándose por poner semblante conciliador y risueño para decirle: "Pero si no hemos cambiado de cocinero, y las comidas son las mismas. Eche usted la culpa a su estómago, que ahora está de malas, y si quiere curarlo, clame contra sus berrinches antes que contra las comidas, que son excelentes. Pero se variarán todo lo que usted quiera. Dígame lo que apetece, y su boca será servida".

- Déjeme, déjeme en paz, Crucita de mis pecados - replicó el Marqués echándose en un sofá -. ¡Si no apetezco nada; si todo me repugna, hasta el vino con jugos que inventé, y que es el brebaje más indecente que ha entrado en boca de cristianos!

- Verá cómo Chatillón le da gusto al fin, aderezándole platillos gratos al paladar y de fácil digestión... Y en cuanto a los ruidos de la capilla, callará el órgano, y nos iremos con la música a otra parte. Aquí estamos para contentarle y evitarle molestias. Usted manda, y a bajar todos la cabeza.

Aplacose con estas palabras de humildad y afecto el fiero millonario, y retirada Cruz, otra vez se quedó solo con Gamborena, el cual le recomendó la paciencia como único alivio de sus males, mientras la Medicina determinaba si podía o no curarlos definitivamente. Bien podría suceder que la ciencia, por estar el mal muy hondo y la naturaleza del enfermo muy quebrantada, no lograra salir airosa. Lo más seguro era ponerse en lo peor, dar por inevitable en plazo próximo el acabamiento de tantos dolores, y prepararse para mejor vida.

-¿De modo que tengo que morirme de esta? - dijo Torquemada sulfurándose -.
¿Luego, estoy en capilla, por decirlo así, y no tengo que pensar más que en mis funerales?

- De eso cuidarán otros. Usted piense en lo que más le importa. A un hombre de carácter entero, como usted, se le debe hablar el lenguaje de la verdad.

- Claro, y la misión del sacerdote, es restregarle a uno la muerte en los hocicos...
Pues mire usted, señor misionero, muy malo estoy, muy mal; pero no se entusiasmen tan pronto los que están deseando verme salir de aquí con los pies por delante: que como yo me plante en no morirme, no habrá tu tía: soy de mucho aguante, y de una madera que no se tuerce ni se astilla. Ni todo el protomedicato, ni todo el cleriguicio del mundo me han de precipitar a la defunción antes que la cosa venga por sus pasos contados. Y los que piensan heredarme, que esperen sentaditos. ¿No hay más sino hacer el caldo gordo a los que no nos quieren bien? Todavía he de dar mucha guerra. Claro, que cuando llegue la sazón oportuna, y la naturaleza diga de aquí no paso, yo no he de oponerme. Seamos justos: no me opongo, en principio, se entiende. Pero aún no, aún no, ¡ñales!, y guárdese usted sus responsos para cuando se los pidan, ¡ñales!, para cuando los pidan las circunstancias... ¡reñales! ¿Qué es usted? Un funcionario de lo espiritual, que viene a prestar servicio cuando le llaman. Pero entre tanto no se le avise, usted no toca pito, ni tiene vela en este entierro... digo, no se trata de entierro, ¡cuidado!, sino una cosa diametralmente opuesta.

-¡Bueno, mi Sr. D. Francisco, bueno! - dijo el clérigo con dulzura, comprendiendo que en aquella crisis de hipocondría, no era prudente contrariarle -. Usted avisará. Siempre me tiene a sus órdenes. Espero verle a usted pronto aliviado de sus alifafes, y por consiguiente, aplacadas esas cóleras, que se le suben a la cabeza y le empañan el juicio. A descansar, y ya hablaremos otro día.

Hablaron otro día y otro, sin adelantar cosa mayor, porque lejos de mejorar, agravose el enfermo, haciéndose intratable. Ni Donoso ni Gamborena podían con él, y este veía con desconsuelo el mal giro que iba tomando el negocio de aquella conciencia, y cuán expuesto era perder la partida, si la infinita misericordia no abría caminos nuevos por donde menos se pensara.

Tanto arreciaba el mal del Marqués de San Eloy, que en todo Abril no tuvo un día bueno, y hubo de apartarse absolutamente de los negocios, poniéndose más displicente a causa de la holganza, y dándose a los demonios, de sólo pensar que ya no ganaba dinero, y que sus capitales se estancarían improductivos. Raro era el día que no devolvía los alimentos. ¡Cosa más rara! Comía con regular apetito, procurando contenerse dentro de la más estricta sobriedad, y a la hora, ¡zas!, mareos, angustias, bascas, y... Francamente, era una broma pesada de la naturaleza, o de la economía... "¡Ah!... - exclamaba palpándose el estómago y los costados -, no sé qué tiene esta condenada economía, que parece una casa de locos. No hay gobierno aquí dentro, y los órganos hacen lo que les da la real gana, sin respeto al orden establecido ni a los hechos consumados. ¿Qué Biblias tiene este cuerpo para no querer alimentarse, y para rechazarme la buena comida que le propino? Sin duda hay levadura de revolución o de anarquismo en estas interioridades mías... Pero que se ande con cuidado el señor estómago, que estas demasías fenomenales se toleran una vez, dos veces; pero bien podría encontrarse un específico que le pusiera las peras a cuarto al órgano este, que me está dando la santísima, y haciéndome... ¡ay, ay!...".

Su displicencia no era continua, pues a menudo la interrumpían enternecimientos, que por su exageración eran verdaderos ataques. Algunos días mostrábase tan tierno, que no parecía el mismo hombre, y sus ternuras recaían casi siempre en Rufinita, que por aquel entonces no faltaba de su lado día y noche. "Hija querida, tú eres la única persona que me quiere de veras. ¿Quién se interesa por mí más que tú?... Por eso ¡malditas Biblias!, yo te quiero a ti más que a nadie. Tú no haces ni dices cosa alguna por aburrirme y fastidiarme, como otras personalidades que parece que están estudiando la manera de hacer cosquillas a mi genio, para hacerle saltar. Tú eres el dechado de las buenas hijas, y un ángel, como quien dice, si bien yo, seamos justos, no creo que haya ángeles ni serafines... Pero yo te quiero con toda mi alma, y... te lo digo con el corazón en la mano, si por algo siento mi defunción, es por ti, pues aunque tienes a tu maridillo, te vas a quedar muy solita, muy solita. Ya ves... se me llenan de agua los ojos, y se me cae la baba".

Rufina, que era buena como el pan, le consolaba y le hacía mil carantoñas, procurando arrancar de su mente toda idea pesimista, y de su corazón el odio inextinguible hacia otras personas de la familia.

"No, hija de mi vida - decía mordiendo el pañuelo que tenía en la mano -, no me digas que Cruz es buena. Tú juzgas a todos por el prisma de ti misma, pedazo de ángel; pero tu corazón tierno te engaña. No es buena esa mujer. Yo me reconcilié con ella, por complacer al amigo Donoso y a ese Gamborena bendito, y también por no ser un óbice al arreglo y separación de intereses... Ya ves: hemos vuelto a ser amigos, y nos tratamos, y yo la considero, y me someto a sus caprichos de mujer arbitraria, y a sus mangoneos. Días hace que no como más que lo que ella dice...".

Volvía Rufinita a la carga, ensalzando los méritos de Cruz, su talento y su intachable rectitud, y el usurero parecía al fin, si no convencido, en vías de convencerse. Extremaba sus cariños a la hija, hasta que pasado aquel remolino misterioso de su hipocondría, volvían las amargas ondas a invadir su alma.

"¡Qué empeño tenéis todos en que estoy muy enfermo! - decía, paseándose por el cuarto -. Y ese Quevedillo, tu marido, lo conseguirá al fin si hago caso de su ciencia de ñales. ¿Qué sabe él de estas cosas de la economía? Lo que yo entiendo de castrar mosquitos entiende él de Facultad. ¡Vaya con el plan que quiere ponerme ahora! Que no tome más que leche, leche por la mañana, leche por la noche, leche a la madrugada. ¡Leche! Ni que fuera yo un mamón...
Porque, seamos imparciales, ¿qué interés tienen ustedes en que yo siga muy malo? No se hable de morirme, pues de eso no se trata, sino de estar malísimo...
¿Qué vais ganando vosotros con que yo viva preso en este cuarto del mismísimo cuerno, y no pueda salir a evacuar mis asuntos?... ¡Ah!, ya veréis, ya veréis algún día, de aquí a muchísimos años, cuando yo cierre el párpado...
muchísimos años... ya veréis... ¡Qué chasco vais a llevaros cuando os encontréis con que no hay tales carneros, con que la riqueza que creíais pingüe no es más que un pedazo de pan, como quien dice, porque lo ganado ayer con el trabajo, se ha perdido hoy en la holganza!... Claro, van otros, y apandan los negocios, mientras yo me estoy aquí, quitándole motas al santísimo aburrimiento, y mirando a mi estómago y a mi economía, y a mis Biblias de tripas, para ver si pasa o no pasa por ellas el... qué sé yo qué... Es horrible vivir así, viendo que el montón amasado con mi sudor se desmorona, y que lo que yo pierdo, otros lo ganan, se llevan la carne y no me dejan más que el hueso...".

Porque otro síntoma de su mal, a más de aquellos enternecimientos que rompían la igualdad de su endiablado humor, era la tenaz idea de que no pudiendo trabajar, no sólo se estancaban sus capitales, sino que la inacción los destruía, hasta llevarlos a la nada, cual si fueran una masa líquida abandonada a la intemperie y a la evaporación. En vano sus amigos empleaban la lógica más elemental para arrancarle idea tan absurda; pero esta se aferraba a su mente con tal fuerza, que ni lógica, ni ejemplos claros, ni el razonamiento ni la burla, le curaban de aquel extraño mal de la imaginación. Noche y día le atormentaba la pícara idea, y para sofocarla, no hallaba más arbitrio que retardar considerablemente su muerte, suponerse curado y metido otra vez en el trajín ardiente de los negocios.

De mal en peor iba el hombre, y llegó día en que sólo el intento de ponerse a comer le producía indecibles molestias del estómago y riñones, opresión cardiaca y vértigos. Una noche, después de luchar con el insomnio, cayó en un sopor que más parecía borrachera que sueño, y allá de madrugada despertó de un salto, como si se hubiera desplomado sobre él la elegante cimera de la cama en que dormía. Una idea terrible le asaltó, como rayo que le atravesara el cráneo de parte a parte. Saltó del lecho a oscuras, encendió luz... La idea no se desvaneció ante la claridad; al contrario, agarrábase con más fuerza a su ofuscado entendimiento. "Es cosa clara, es como esa luz, es la pura evidencia, y soy el mayor zoquete del mundo por no haberlo descubierto antes... ¡Me están envenenando!... ¿Quién es el criminal? No quiero pensarlo... Pero el cómplice es ese Chatillón indecente y cochino, ese cocinero de extranjis... Gracias a Dios que lo veo claro: todos los días me echan un poquito, unas gotas de... lo que sea.
Y así me voy muriendo sin sentirlo. No cabe duda. Si no, que me hagan la autopsia ahora mismo, y verán cómo está mi economía... ¡Pero si siento en la boca el gustillo amargo de ese puerquísimo veneno!... Lo repito, lo estoy repitiendo a todas horas... ¿Y serán capaces de negármelo esos bandidos?".

Las tristísimas horas de angustia, de espanto, de convulsiva congoja que pasó hasta que le visitaron las claridades del naciente día, no son para descritas. Tan pronto se arropaba transido de frío, tan pronto abrasado de calor retiraba el pesado edredón. Y la idea que le taladraba los sesos descendía por la corriente nerviosa hasta el gran simpático, y allí se cebaba la infame, produciéndole un afán inenarrable, y un suplicio de Prometeo. "Estoy pensando con el estómago...
Váyase lo uno por lo otro, pues ayer he estado digiriendo con la cabeza".

La luz matinal le despejó un poco, llevando a su espíritu la duda, que en aquel caso era consoladora. Sería o no sería. El envenenamiento podía ser, podía no ser un hecho. Ya se afirmaba en su mortificante idea, ya la desechaba como la más absurda que en cerebro enfermo pudiera manifestarse. Al fin, ¡qué demonio!, la razón fue recobrando sus fueros, e imponiéndose a los insubordinados pensamientos que en aquella infausta madrugada dieron el grito de rebelión... "¡Envenenarme!... ¡qué desatino!... ¿Y a santo de qué?".

- VIII -

Levantose, lleváronle el chocolate, y lo mismo fue verlo ante sí, que le acometió una repugnancia intensísima, y la terrible idea asomó como un diablillo que juega al escondite. "Aquí estoy - le dijo -. No tomes esa pócima, si quieres vivir...".

"Ramón - dijo Torquemada a su ayudante de cámara -. No quiero el chocolate.
Dile al danzante de Chatillón que ese jarope se lo tome él, para que reviente de una vez... Oye: desde mañana, que me traigan todos los trebejos, y una lamparilla de espíritu: yo mismo haré aquí mi chocolate".

Su tenaz monomanía le sugirió un procedimiento lógico, en esta forma: "Pero, ¿a qué me apuro, si es tan fácil probarlo? Un par de días me bastarán para llegar al convencimiento claro de si me envenenan o no me envenenan. La cosa es facilísima. No tengo tranquilidad hasta no asegurarme... palmariamente..."

Pidió su coche. Para evitar las preguntas y oficiosidades de Cruz, que de fijo, al verle salir tan de mañana, habría de sorprenderse y alarmarse, procurando por todos los medios impedir la salida, quiso aprovechar los momentos en que la señora oía su primera misa. ¡Buena se pondría cuando supiera que el enfermo se había echado a la calle en uso de su libérrima voluntad! ¡Y qué aspavientos haría la condenada! "Salir tan temprano, y sin desayunarse... ¡Y estando tan delicadito!...". "Tú sí que estás delicadita... pero es de la conciencia... Ya te daré yo remilgos...". Y antes que concluyera la misa, escapó como un colegial, con no poca sorpresa de la servidumbre, que al ver salir al señor Marqués tan a deshora, después del largo encierro, creyó que su enfermedad le había trastornado la cabeza.

Ordenó al cochero que le llevase por las afueras, sin designar sitio; ansiaba respirar aire puro, ver caras nuevas, es decir, caras distintas de las que diariamente veía en su casa, y espaciar su espíritu y sus ojos. La mañana estaba hermosísima, risueño y claro el cielo, despejado el ambiente. No bien salió el carruaje a las rondas, sintió Torquemada que se le iba metiendo en el alma la placidez de aquel hermoso día de Mayo; y al avanzar hacia los suburbios, cuanto veía, suelo y casas, árboles y personas, se presentaba a sus ojos cual si hubieran dado a la Naturaleza una mano de alegría, o pintádola de nuevo. Así vio el tacaño lo que veía: los transeúntes, gente de pueblo que habitaba en aquellos arrabales, se le antojaron seres felices que iban por la calle o carretera pregonando con la expresión del rostro, más que con la palabra, la dicha de que se hallaban poseídos en aquel día supremo.

Desde los altos de Vallehermoso mandó al cochero que descendiera a las alamedas de la Virgen del Puerto, y allí se aventuró a dar un paseíto a pie.
Apoyándose en el bastón de puño de asta, recorrió distancias considerables, gozoso de notarse con fuerzas para ello, aunque claudicaba un poco, sus piernas no eran un modelo de seguridad, y le dolían las plantas de los pies. Y para mayor dicha, no sentía molestia alguna en el estómago, ni en el vientre, ni en parte alguna. ¡Si ni siquiera se enteraba de poseer tal estómago! En verdad, no hay cosa más higiénica que los paseos matinales, ni nada que destruya la naturaleza como encaramarse y llenarse el cuerpo de asquerosos medicamentos.
Por supuesto, su familia tenía la culpa de que él hubiese llegado a tal extremo en su dolencia, la cual no habría pasado de una leve indisposición, si no le rodearan de tan estúpidos cuidados y precauciones, si no le marearan con tanto mediquillo hablando del píloro y de la diátesis, y de tanto clérigo agorero hablando de la muerte.

"¡Biblias pasteleras! - exclamó cuando ya llevaba una hora de renquear por aquellas solitarias alamedas -. ¿Pues no tengo apetito?... Sí, no hay duda. O esto es apetito, o yo no sé lo que me pesco. Apetito es, y de los finos. Las señas son mortales. ¡Me comería yo ahora...! Vamos, cosa de mucho peso no me comería; pero unas buenas sopas de ajo, o un arroz con bacalao, sí que me lo zampaba...
Véase por dónde hice bien en no tomar el chocolate en mi casa. En cuanto el estómago se ha echado a la calle, ya es otro hombre, ya es otro estómago, por decirlo así, y recobra su autonomía. Bien, bien... ¡Cómo me río yo ahora de Cruz, y de Donoso, del propio San Pedro con llaves y todo, y de este ladrón de cocinero, y de toda la taifa de mi casa-palacio!... ¡Ah, caserón de Gravelinas, déjate estar, que ya te arreglaré yo! Por lo que me has hecho sufrir en tu recinto, yo te derribaré, después de enajenadas todas las Américas, y venderé el solar, que vale un pico. Y que se vayan Cruz y el de las llaves a decir sus misas, y a rezar sus letanías a otra parte... ¡Cuerno, pues esto pasa de castaño obscuro! ¡Vaya un señor apetito que me está entrando! Es un apetito famélico, como el que uno tiene cuando es muchacho, y vuelve de la escuela... ¡Si me comería medio carnero!... Pero ¡ay!, de sólo recordar los bodrios a la francesa que hace Chatillón, parece que el estómago quiere llamarse a engaño, y siento esas cosquillas que anteceden a las ganas de vomitar... No, no: abajo la raza espúrea de los Chatillones y compinches... Ya os arreglaré yo, grandísimos tunantes, si, como todo parece indicar, resulta demostrado... Pero a bien que quizás no seáis vosotros los culpables... ¿Qué interés podíais tener vosotros en que yo estirara la pata tan pronto? En otra parte habrá que buscar la iniciativa del crimen... ¡Pero qué apetito tan bárbaro! ¿Qué mejor síntoma de lo que sospeché y descubrí? El estómago echa las campanas a vuelo desde que se ha visto lejos de aquella infame facción... y con su alegre repicar me dice que coma, que coma sin miedo, libre ya de clérigos y beatas, que lo mismo envenenan un alma que un cuerpo... Y si yo, Francisco Torquemada, Marqués de San Eloy, me metiera en un ventorrillo de esos que hay hacia los lavaderos, y pidiera un plato de callos, o unas magras con tomate, ¿qué diría la voz pública?... ¡ja, ja!, ¿qué diría el Senado si tal supiera?, ¡ja, ja!... Lo cierto es que me rejuvenezco... Bien dijo el que dijo que todo eso de Religión es música, y que no hay más que Naturaleza...
Naturaleza es la madre, la médica, la maestra y la novia del hombre...".

De sus desordenados pensamientos no podía derivarse ninguna acción que no fuera un desatino, y en vez de volverse a casa, se pasó un gran rato discurriendo dónde buscar la pitanza que su estómago con energías juveniles le reclamaba.
De pronto, como caballería que olfatea el pesebre, pegó un respingo y enderezó las miradas del cuerpo y del alma hacia el caserío de Madrid, que desde aquella parte apiñado se ve, cien cúpulas y torres, Vistillas, puerta de Toledo, San Francisco, San Cayetano, Escuela pía de San Fernando, etcétera... Sintió la querencia de los sitios en que pasara los años mejores de su vida, trabajando como un negro, eso sí, pero en tranquila independencia, aquellos deliciosos barrios del Sur, tan prolíficos, tan honrados, tan rumbosos, y con tanta alegría en las calles como gracejo en las personas. Desearlo y resolverlo fue todo uno, y el cochero arreó por la calle de Segovia arriba, con orden de pararse en Puerta Cerrada.

Desde que se apeó el señor Marqués, empezó a fijarse en él la gente, y cuando avanzaba despacito por la calle de Cuchilleros, cargando el cuerpo sobre el bastón, como si anduviese con tres pies, hombres y mujeres salían a las puertas de las angostas tiendas para mirarle. Los más no le conocían: si su rostro había cambiado mucho en los últimos tiempos, más había cambiado la fisonomía del pueblo. En los años transcurridos desde que el usurero Torquemada trasladó su vida y sus tráficos a otras esferas, casi teníamos una generación nueva. Pero alguien, entre los antiguos, debió de conocerle sin duda; corrió la voz entre el vecindario, y a cada minuto salían a las puertas más y más personas. Recorrió toda la calle por la acera de los impares, reconociendo las principales tiendas, que poca o ninguna mudanza ofrecían. En la acera de enfrente vio la casa en que había morado la gran doña Lupe, y este recuerdo prodújole una fugaz emoción.
Si viviera la de los pavos, ¡cuánto se alegraría de verle!... ¡y cómo le palpitaría el seno de algodón!

En una y otra acera reconoció, como se reconocen caras familiares y en mucho tiempo no vistas, las tiendas, que bien podrían llamarse históricas, madrileñas de pura raza: pollerías de aves vivas, la botería con sus hinchados pellejos de muestra, el tornero, el plomista, con los cristales relucientes como piezas de artillería de un museo militar, la célebre casa de comidas de Sobrinos de Botín, las tiendas de navajas, el taller y telares de estera de junco, y por fin la escalerilla, con su bodegón antiquísimo, como caverna tallada en los cimientos de la Plaza Mayor. Ante él se detuvo un instante; pero la curiosidad pegajosa de unas mujeres que a la puerta de la tal caverna salieron, le hizo volver grupas y tirar para abajo. Con el dueño de aquel figón tuvo buenas amistades D.
Francisco en otros tiempos; pero ya el establecimiento había pasado a nuevas manos. "La verdad - pensó el de San Eloy, remando otra vez hacia Puerta Cerrada por la acera de los pares -, la verdad es que se va muriendo la gente.
Hoy uno, mañana dos; pero no se acaba el mundo, no; y vienen otros, y otros, y los que ayer eran niños, hoy andan por aquí gobernando los establecimientos".
Del fondo obscuro de una pollería, con el suelo ensangrentado y lleno de plumas, desembocaron unas mujeres que debieron de reconocerle; así al menos lo revelaba el pasmo que se pintó en sus semblantes, y el asombro con que se santiguaban. Corrió la voz, cual reguero de pólvora, y antes que llegara a la tienda de las jeringas, algunas voces pronunciaron el nombre de Torquemada.
Él no hizo caso y siguió acordándose de que era prócer, ricacho, y que no estaban bien las familiaridades con aquella gente. Fijose un instante en la vitrina donde se exponían, en reluciente variedad, todos los tipos de lavativas y clisteles, y un poco más allá hizo propósito de preguntar por el único amigo que en aquellos barrios conservaba, y convidarse a tomar un bocado en su establecimiento, si tenía la suerte de encontrarle en él. ¡Tendría gracia que se hubiera muerto Matías Vallejo en el año transcurrido desde la última vez que se vieron! "Bien podría ser, porque... todos los días está pasando que antes de morirse uno, se mueren... los otros".

Detúvose a contemplar una sucia vidriera de taberna, en la cual vio el cazolón de judías con un moje colorado que tiraba para atrás, las doradas sardinas, las amarillas ruedas de merluza, las chuletas del de la vista baja, pringadas en tomate, las sartas de chorizos, con aquel moho ceniciento y aquel cárdeno viso que acusan su prosapia española; y estaba dilucidando el señor Marqués si aquel bodegón sería o no sería el de Vallejo, cuando...

- IX -

He aquí que el propio Matías Vallejo se le puso delante, y quitándose la gorra con muestras de tanto respeto como alegría, le dijo: "¡Sr. D. Francisco de mi alma, usted en estos barrios, usted mirando estas pobrezas!".

-¡Ah! Matías, pensaba preguntar por ti. ¿Es esta tu casa? ¿Y la tienda, dónde está?

- Venga, venga conmigo - dijo aquel pedazo de animal, llevándole de una mano, para lo cual fue preciso romper a codazo limpio el círculo de curiosos que al instante se formó.

Componían la persona de Matías Vallejo una panza frailuna, revestida del verde mandil con rayas negras, por abajo unos pies que apenas cabían dentro de inconmensurables pantuflas de alfombra, y por arriba una cabeza que era lo mismo que un gran tomate con ojos, boca y narices. Sobre todo esto, una afabilidad campechana, una risa bramadora, y un mirar acuoso y tierno, que indicaban la paz de la conciencia, el vinazo y la vida sedentaria. Con este hombre, que a la sazón contaba sesenta años, y contaría más, si no reventaba pronto como un pellejo al que se le cascan las costuras y se le corre la pez, tuvo D. Francisco amistad íntima en otros tiempos. En los de sus grandezas, fue la única persona de aquellos barrios con quien se trató pasajeramente. Matías Vallejo, rompiendo por todas las etiquetas, se presentó dos o tres veces en la casa de la calle de Silva y en el palacio de Gravelinas, a pedir un auxilio pecuniario al amigo de antaño, y este se lo prestó gentilmente, sin interés, caso inaudito del cual no hay otro ejemplo en la historia del grande hombre. Verdad que Vallejo cumplió bien, y los réditos se los pagó en gratitud; que era hombre de buena cepa, y también de circunstancias, a su manera tosca.

Pues, como digo, lleváronle a la tienda, y de ésta a la trastienda, casi en triunfo, y le sentaron junto a una mesa de palo mal pintado, en la cual las culeras de los toscos vasos habían dejado círculos de moscatel pegajoso, que una mujer refregó, más que limpió, con un trapo. Vallejo, su hija y yerno, y otras dos personas que en la trastienda había, estaban como atontados con tan extraordinario y excelso huésped, y no sabían qué decirle, ni qué obsequios hacerle para cumplir, y dejar bien puesto el pabellón de la casa. Iban de aquí para allá, azorados: la mujerona contenía la irrupción de los parroquianos entrometidos que quisieron colarse detrás de D. Francisco; Vallejo se reía como un fuelle, y el yerno se rascaba la cabeza, quitándose la gorra y volviéndosela a poner.

"¡Vaya, vaya, D. Francisco por aquí! ¡Qué sorpresa... venir a honrar este pobre tenducho... tú, un señor Marqués...!".

En otro tiempo se tuteaban Torquemada y Vallejo. Este cayó en la cuenta de que a tiempos nuevos, tratamientos nuevos, y mordiéndose la lengua como por vía de castigo, juró tener más cuidado en adelante.

"Pues venía paseando - dijo D. Francisco, algo afectado por los agasajos de aquella buena gente -, y dije digo: voy a ver si ese pobre Vallejo se ha muerto ya, o si vive... Yo he estado muy malito".

- Lo oí decir... y crea que lo sentí de veras.

- Pero ya estoy en la convalecencia, en plena convalecencia, gracias a mi determinación de tomar el aire, y de... zafarme de médicos y boticas.

- Ya... Si no hay nada como el santo aire, y la vida de pueblo. Lo que digo: vosotros los de sangre azul que os cuidáis más de la cuenta, vivís poco.

- No, pues lo que es yo, no la entrego a dos tirones. ¡Biblias pasteleras! Mira, Matías, sin ir más lejos, hoy mismo le he dado una patada a la muerte, que...
Vamos, que la he mandado a hacer puñales... ¡ja, ja!... Y dime una cosa: ¿podría yo almorzar aquí?

-¡Ave María Purísima!... ¡Me caso con San Cristóbal!... ¡Qué cosas dice usted!... ¡Nicolasa, ¡jinojo!, que quiere almorzar!... Colasa, y tú, Pepón, ¡que almuerza en casa! ¡Vaya una honra! Pronto, a ver... ¿hay perdices?... Si no, que las traigan. Tenemos un cochinillo que es para chuparse los dedos.

- No, cochinillo no.

-¡Colasa!... Pero ¿qué haces? ¡Que Su Excelencia quiere almorzar! Más honor que si fuera el Emperador de todas las Alemanias y de todas las Rusias.

Creyérase que se habían vuelto locos. Vallejo lloraba de risa, y pateaba de contento. Él mismo limpió nuevamente la mesa con su delantal verde, mientras Nicolasa traía manteles y servilletas de gusanillo, de lo que guardaba en las arcas, pues el servicio de la taberna no era para tan gran personaje. Debe advertirse que taberna y tienda componían el establecimiento de Vallejo, ambas industrias administradas en común, y los dos locales comunicados por la trastienda.

"Hay de todo - dijo Vallejo a su amigo -: chuletas de cerdo y de ternera, lomo adobado, aves, besugo, jamón, cordero, calamares en su tinta, tostón, chicharrones, sobreasada, el rico chorizo de Candelario, y cuanto se quiera, ea, ¡me caigo en el puente de Toledo!, cuanto se quiera".

- No has nombrado una cosa que he visto en tu vidriera, y que me entró por el ojo derecho cuando la vi. Es un antojo. Me lo pide el cuerpo, Matías, y pienso que ha de sentarme muy bien... ¿No caes? Pues judías, dame un platito de judías estofadas, ¡cuerno!, que ya es tiempo de ser uno pueblo, y de volver al pueblo, a la Naturaleza, por decirlo así.

-¡Colasa!... ¿oyes? ¡Quiere judías... un excelentísimo senador... judías! ¡Válgate Dios, qué llano y qué...! Pero también tomará usted una tortilla con jamón, y luego unas magras...

- Por de pronto las judiitas, y veremos lo que dice el estómago, que de seguro ha de agradecerme este alimento tan nutritivo y tan... francote. Porque yo tengo para mí, Matías, que todo el condimento español y madrileño neto cae mejor en los estómagos que las mil y mil porquerías que hace mi cocinero francés, capaces de quitarle la salud al caballo de bronce de la Plaza Mayor.

- Diga usted que sí, ¡jinojo!, y a mí nadie me quita de la cabeza que todo el mal que el Sr. D. Francisco tuvo, no fue más que un empacho de tanta judía cataplasma y de tanta composición de salsas pasteleras, que más parecen de botica que de mesa. Para arreglar la caja, señor Marqués, no hay más que las buenas magras, y el vino de ley, sin sacramento. No le diré a vuecencia que estando delicado, tome carne del de la vista baja, con perdón; pero unas chuletas de ternera tengo aquí, que asadas en parrillas resucitan a un muerto.

- Las cataremos - dijo el prócer, empezando a comer las judías, que le sabían a gloría -. Mentira me parece que coma yo esto con apetito, y que me caiga tan bien. Nada, Matías, como si de ayer a hoy me hubieran sacado el estómago para ponerme otro nuevo... Riquísimas están tus judías. No sé los años que hace que no las probaba. Aquí traería yo a mi cocinero a que aprendiese a guisar. Pues no creas; me cuesta cuarenta duros al mes, sin contar lo que sisa, que debe de ser una millonada, créetelo, una millonada.

Matías hacía los honores a su huésped comiendo con él, para incitarle con el ejemplo, que era de los más persuasivos. Trajeron, además, vinos diferentes, para que escogiesen, prefiriendo los dos un Valdepeñas añejo, que llamaba a Dios de tú. Después de saborear las alubias, notó el Marqués con alegría que su estómago, lejos de sentir fatiga o desgana, pedíale más, como colegial sacado del encierro, que se lanza a las más locas travesuras. Venga la tortilla con jamón o chorizo de lo bueno; vengan las chuletas como ruedas de carro, bien asaditas y con su albarda de tomate, y sobre todo, tira de Valdepeñas para macerar en el buche toda aquella sustancia y digerirla bien.

Cuantas personas entraban en la trastienda, ya fueran a ver al Sr. Matías, ya llegaran con intenciones de tomar algo en las otras mesas, quedábanse como quien ve visiones ante la presencia del Sr. de Torquemada, y unos por no conocerle, otros por haberle conocido demasiado, abrían un palmo de boca. Y el respeto que tan gran personaje a todos infundía les tuvo silenciosos, hasta que Vallejo, a mitad del almuerzo, animándose con el vinillo y con los vapores de su propia satisfacción, les dijo: "Blas, y tú, Carando, y tú, Higinio, no seáis pusilánimes, ni tengáis cortedad. Arrimaos aquí, que el señor Marqués no se avergüenza de alternar, y es un señor muy democrático y muy disoluto".

Arrimáronse, y D. Francisco les hizo una de aquellas graves reverencias que aprendido había en sus tiempos de aristocracia. Hizo Matías la presentación en estilo llano: "Este Blas es el Ordinario de Astorga, y aquí, donde usted le ve, no se deja ahorcar por treinta mil duros. Higinio Portela, es sobrino de aquel Deogracias Portela, que tuvo la pollería de la Cava... ¿Se acuerda usted?".

-¡Oh!, sí, me acuerdo... ya... Deogracias... Por muchos años.

- Y este Carando es un burro, con perdón, porque tenía el negocio de animales muertos, y por pleitear con los González de Carabanchel Bajo se quedó sin camisa. Total, que todos aquí, mil duros más o mil duros menos, semos unos pelagatos en comparanza con tu grandeza, con la opulencia opípara del hombre que, si a mano viene, tiene más millones en sus arcas que pelos en la cabeza.

- No exagerar, no exagerar - dijo D. Francisco con afectación de modestia -. No creáis las aseveraciones del vulgo... He trabajado mucho, y pienso trabajar más todavía, para reparar los quebrantos que esta jeringada enfermedad me ha traído. Gracias que hoy me rejuvenezco, y según la gana con que como y lo bien que me cae, paréceme que nunca estuve enfermo ni volveré a estarlo en los días que me quedan de vida, que serán muchos, pero muchos...

- X -

Alzaron los vasos y bebieron a la salud del más democrático de los próceres y del menos orgulloso de los plebeyos enriquecidos, aunque ni estas palabras ni otras semejantes emplearon los bebedores: la idea estuvo tan sólo en su ruda intención y en el mugido con que la expresaron. Inundado de un gozo juvenil se sentía Torquemada: muy satisfecho de lo bien que se portaba su estómago, no sabía qué alabar más, si el excelente sabor de lo que comía, o la gallarda franqueza de aquella gente sencilla y leal que tan de corazón le festejaba. Por cierto que al comprender la necesidad de pagar verbalmente sus agasajos, pensó también, con seguro juicio, que en tal lugar y ante tales personas debía sostener la dignidad de su posición y de su nombre, empleando el lenguaje fino que no sin trabajo aprendiera en la vida política y aristocrática.

"Señores - les dijo, rebuscando en su magín las ideas nobles y los conceptos escogidos -, yo agradezco mucho esas manifestaciones, y tengo una verdadera satisfacción en sentarme en medio de vosotros, y en compartir estos manjares suculentos y gastronómicos... Yo no oculto mi origen. Pueblo fui, y pueblo seré siempre... Ya sabrán que en la Cámara he defendido a las clases obreras y populares... Para que la Nación prospere, es menester que entre las clases no haya antagonismos, y que fraternicen tirios y troyanos...".

- Vean, vean - exclamó Matías, a quien el entusiasmo puso rojo, o más bien de color de moras negras -. Lo mismo vus dice hoy este hombre que vus dije yo ayer. Que se den la mano las clases, los de la grandeza y los artistas, para que haiga orden público y prosperidad nacional.

- Es que entre vuestras ideas y las mías - dijo Torquemada, emprendiéndola valiente con la carne -, hay muchos puntos de contacto.

-¡Si todos los de arriba - inició el llamado Carando -, fueran como los de ciertas casas principales que yo conozco!... No lo digo porque esté delante el Sr. D.
Francisco; que ayer también lo dije. Pues el cuento es que hay ricos, y todos no son como los de la familia del que me oye. No haiga miedo de que ningún pobre de estos barrios se muera de hambre, mientras exista esa señora del Águila, que anda de buhardilla en buhardilla averiguando dónde hay bocas abiertas para taparlas, y carnes desnudas para vestirlas. Yo le he visto, y en mi casa de la calle del Nuncio, más de cuatro le deben la vida.

- Es verdad - afirmó el llamado Higinio -. Y a mí también me consta. A unos vecinos míos les libró al hijo de quintas, y a la chica le compró la máquina de coser.

- Ya, ya - dijo el de San Eloy sin mirarles, comprendiendo que debía mantener allí, no sólo su dignidad, sino la de toda la familia -. Mi hermana política, Cruz del Águila... Es una santa.

- Pues que viva mil años, y a su salud echemos la primera copa de moscatel.

- Gracias, señores, gracias. Yo también bebo a la salud de aquella noble dama...
- dijo D. Francisco, pensando que sus agravios particulares contra ella no debían manifestarse ante una sociedad extraña -. ¡Ah, nos queremos tanto ella y yo!...
Le dejo hacer su santa voluntad, porque tiene un talento, y una... Cuantas reformas se implantan en mi casa-palacio ella las dispone. Y si alguna disidencia o discrepancia surge entre nosotros, yo transijo, y sacrifico mi voluntad en aras de la familia. No hay otra mujer que raye a mayor altura para gobernar a una servidumbre numerosa. La mía es como los ejércitos de Jerjes.
¿Sabéis vosotros quién era ese Jerjes? Un rey de la Persia, país que está allí por Filipinas, el cual tenía tantas tropas de todas armas, que cuando les pasaba revista, lo menos tardaba siete meses en verlas venir, o verlas pasar... En fin, señores míos, y tú, Matías, mi particular amigo, dejemos ahora a mi cuñadita allá en sus rezos, tratando a Dios de tú, y vengamos a la realidad de las cosas.
Yo soy muy dado a lo real, a lo verdadero, soy el realismo por excelencia. ¡Qué rica ternera! ¡Bien haya la vaca que te parió y te dio de mamar, y el pindongo matachín que te sacó la sangre para hacerte más tierna!... Yo profeso el principio de que la ternera es mejor que el buey, y este mejor que la vaca. En resumen, señores: yo me encuentro aquí muy bien. Como un sabañón, sin que el estómago se me suba a las barbas, y estoy alegre, tan alegre, que de aquí no me movería, si no me llamaran a otra parte los mil asuntos que tengo que ventilar.
Esto es un oasis... ¿Sabéis lo que es un oasis?

-¡Toma!, el merendero fino que han puesto ahora en la Bombilla, y que tiene un rótulo que dice: Al oasis del Río.

- Eso no concuerda bien - dijo Torquemada, empezando a sospechar que había comido más de lo justo, y excedídose un poco en el beber -. No concuerda absolutamente, porque oasis es cosa de tierra, y el río, ya veis...

Ocurrió lo que es inevitable en comidas de gente llana, obsequiosa, de mucho corazón y escasa finura; y fue que, como D. Francisco manifestara cierto recelo de cargar su estómago, cayéronle todos encima, gritando como energúmenos, para incitarle a seguir atracándose de cuanto en el establecimiento había.
"¡Vaya, que hacer ascos al besugo! ¿Cree que no está tan bueno como los que le pone su cocinero franchute? ¡Ea, no consiento que haga desprecio de nuestra pobreza...! Tiene que probarlo, nada más que probarlo... Verá qué cosa rica...
¡Pero si hoy ha echado el día a perros!... Créame, D. Francisco, su estómago lo quisiera yo para mí. Lo que tiene el muy ladrón es mugre, de tanta judía botica como dentro le han metido, y la mugre se quita comiendo lo bueno y bebiendo lo fino... Fuera miedo, señor Marqués, que tripas llevan pies, y no pies tripas...
No, pues de mi casa no se va, despreciándome el besugo, ¡jinojo!... y para después tengo unos capones que dan el quién vive a la Santísima Trinidad...
¡Arreando!, a beber, a hacer un poco por la vida".

Mucho carácter y tesón muy fuerte se necesitaba para resistir a estas sugerencias de una hospitalidad tan cordial como impertinente, y de uno y otro carecía Torquemada en aquel instante, por abdicación de su voluntad ante los que eran sus iguales por el nacimiento y la educación. Y como la molestia que empezaba a sentir era leve aún, y la contrarrestaban los instintos de gula que ante aquellos manjares tan de su gusto se le despertaron, a todo dijo amén, y adelante con el festín. La cháchara le distraía de la aprensión, no permitiéndole oír los avisos que de tiempo en tiempo le mandaba su estómago. Pero con todo, al llegar a los capones se cerró a la banda, porque verdaderamente sentía un peso en la barriga que le inquietaba. ¡Capones! Vade retro. De lo que sí comió fue de la jugosa y bien aliñada ensalada de lechuga, y entre medias, copas y más copas de variados vinos, que maquinalmente se metía entre pecho y espalda sin reparar en ello.

"La verdad es - decía -, que todo me cae bien. Un poquito de peso; pero nada más. Yo estoy muy alegre, rejuvenecido, digámoslo así, y dispuesto a repetir la francachela cada lunes y cada martes... Si me vieran los de casa, se quedarían absortos y patitiesos... Y yo les contestarla: 'Ya, ya tengo la prueba. Ved este señor estómago que antes no podía realizar la digestión de un mero chocolate, y ahora... Me basta salir de vuestra órbita para encontrarme al pelo, y el estómago es lo primero que se felicita de hallarse en otra esfera de acción, muy distinta de aquella en que... Porque salta a la vista que hay crimen, y que...'".

Por primera vez le faltó la palabra, y se le obscureció el pensamiento. Un instante estuvo manoteando en el aire. Por fortuna, aquello pasó, y al volver en sí, el señor Marqués se quejaba de difícil respiración.

"Eso no es más que viento - le dijo Matías -. Una copita de anís del Mono, y verá cómo descarga. ¡Colasa...!".

Mientras venía el anís, aplicó al enfermo la medicación elemental de golpearle la espalda con la palma de la mano. Pero lo hacía con tan buena voluntad, y tal deseo de obtener un resultado eficaz y pronto, que Torquemada tuvo que decirle: "Basta, basta, hombre, no seas bruto. ¿Me tomas a mí por un bombo?...
¡Ay, ay...! Ya parece que cede algo... Es flato, nada más que un flato que se atraviesa... ¡brrr!...".

Trató de echar fuera el temporal, provocando regurgitaciones, que se le frustraban a medio camino, dejándole peor que estaba. El condenado anís le produjo algún alivio a poco de beberlo, y vuelta a tomar la palabra, y a expresar su contento.

"Abundo en vuestras ideas, quiero decir, pienso lo mismo que pensáis vosotros sobre la... ¿Eh?... tú, ¿de qué estábamos hablando?... Vaya, que se me escapa toda la memoria... ¡Biblias, cómo se me olvidan las cosas!.. Eh, tú, ¿cuál es tu gracia? ¡Mira que olvidárseme cómo te llamas tú!".

- Matías Vallejo, para servirte - replicó el anfitrión, que con tanto comer y beber, se sentía inclinado a la confianza -. ¿Qué?, ¿te da otra vez el soponcio?...
Paquillo, ¿qué es eso?... So bruto... ¡Si no es más que jinojo del viento!...
Échalo, échalo pronto, con cien mil pares de bolas... ¡Arreando!

Y vuelta a los palmetazos en la espalda. Mientras el otro le administraba la medicina, inclinábase D. Francisco hacia adelante, rígido, hinchado, como un costal repleto y puesto en pie, que pierde el equilibrio.

"Basta; te digo que basta. Tienes una mano que parece un pisón para adoquinar las calles... ¡recuerno!... Pues ya he recobrado la memoria; ya sé lo que iba a deciros, señores comensales... Pues, alguno de vosotros manifestó que se debía dar algo a mi cochero, que está esperándome ahí fuera... y yo... cabal... yo dije: 'Señores, abundo en vuestras ideas, o en otros términos, pienso también que se debe dar algo a ese borrachón de mi cochero'".

- Pues es verdad - gruñó Matías -. No me acordaba. ¡Colasa...!

- Y a este tenor, sigo diciéndote - prosiguió don Francisco con evidente dificultad para mantener derecho su cuerpo -, que no me encuentro muy bien que digamos. Parece que me he tragado la cruz de Puerta Cerrada, que desde aquí veíamos por la ventanilla... ¡Toma, ya no la veo!... ¿Dónde se habrá ido esa arrastrada... cruz... Cruz?... He dicho Cruz, y no me vuelvo atrás...

-¡Pacorro de mi alma! - exclamó Matías abrazando con violencia el cuerpo de don Francisco, que en uno de aquellos vaivenes fue a chocar contra el suyo -, te quiero como a un hijo... Para que se nos despeje la cabeza, venga café...
¡Colasa!

- Café moka - dijo Torquemada con ansia, abriendo no sin esfuerzo sus párpados, que a todo trance se le querían cerrar -. Café...

-¿Con ron, o caña?

- También hay fino champán.

- Señores - murmuró el Marqués de San Eloy con mugidos más que con palabras -, yo estoy mal, muy mal... El que diga que yo me encuentro bien, falta a la verdad... a la verdad de los hechos... He comido como el más tragón de todos los Heliogábalos... Pero, yo juro por las santísimas Biblias en pasta, que lo tengo que digerir, para que allá no digan... para que no se ría de mí esa, la otra, la... ¡Cuernos con la memoria! Di tú, Matías, ¿cómo se llama ésa...?

-¿Quién?

- Ésa... la hermana de mi difunta... Se me ha olvidado el nombre... Mira tú, hace un rato la estaba viendo por el ventanillo... por allí...

- Ya... la cruz de Puerta Cerrada.

-¡Ah!... Puerta Cerrada se llama... la cruz es esta, no... la otra... y la Puerta Cerrada es la Cruz que yo tengo dentro de mi cuerpo y que no puedo echar fuera... cruz del diablo, y puerta del Cielo que no quiere abrirse, y puerta cerrada del Infierno... Oye..., ¿cómo se llama ese marrano de clérigo...?, el de las municiones, measiones, misiones o como quiera que se diga. Dime cuál es su gracia que quiero soltarle cuatro frescas... Entre él y la gata gazmoña de Gravelinas concibieron el plan de envenenarme... Y lo llevaron a cabo... Ya ves... cómo me han puesto... Me metieron en el cuerpo esta casa... ¿Cómo la echo yo ahora, cuerno, Biblias pasteleras... ñales de San Francisco?

Cayó del lado contrario al sitio que ocupaba Matías, y fue a dar contra una silla, que le impidió rodar al suelo. Acudieron todos a él. No sabían si enderezarle o tenderle, poniendo en fila dos o tres banquetas. Gruñendo como un cerdo, se retorcía con horrorosas convulsiones. Por fin, brrr... El suelo de la trastienda era poco para todo lo que salió de aquel cuerpo mísero... ¡Colasa!

- XI -

- Este hombre está muy malo - dijo Matías a sus amigos -. ¿Y qué hacemos? ¿Qué jinojo le damos?...

- Déjalo que desembaúle.

-¡Ay, Dios mío!... ¿Qué es esto? ¿Dónde estoy? ¡Vaya un contratiempo!... Yo creí... ¡Lástima de comida! Matías, señores, yo estoy muy malo...

Esto fue lo primero que dijo Torquemada después del horrible soponcio, y si al desembaular sintió aliviada la opresión, luego le atormentaron agudísimos dolores en la región gástrica.

"Una taza de té... ¡Colasa...!".

-¡Yo que estaba tan terne!... ¡Y me había caído tan guapamente la comida! ¿Sabéis lo que me ha hecho daño? El calor. Hace aquí un bochorno horrible... Y como hablabais todos a un tiempo, y hacíais ruido golpeando en la mesa con los vasos... ¡Ay, qué dolor! Parece que me retuercen las tripas... Digan lo que quieran, esto es natural. Porque, créanmelo: tiene uno adarmes de científico, y sabe distinguir los males naturales de los artificiales... Hay fenómenos patológicos que son obra de la Naturaleza, y otros que son el resultado de la malquerencia de nuestros enemigos. Juraría que tengo calentura. Tú, Matías, ¿entiendes de pulso?

Propusiéronle llevarle a su casa, y se resistió a ello. No podía tenerse derecho, y la cabeza le pesaba como plomo. Se la sostenía con ambas manos, apoyados los codos en la mesa.

"No voy a casa, hasta que no me pase esta desazón. El dolor ya no es tan fuerte.
Pero noto que se me escabulle otra vez la memoria. ¿Creeréis que no me acuerdo de cómo se llama mi casa?, es decir, se me ha trasconejado el nombre del muy gorrino del Duque a quien se la compré, tramposo él, pinturero él...
¡Otra! También se me ha ido el nombre de mi cochero... En mi casa estarán con el alma en un hilo, y mi... tampoco me acuerdo... esa, el cura y Donoso...
creerán que me he muerto... El caso es que tampoco me doy cuenta de por qué me entró la ventolera de salir tan de mañana. Ello debió de ser una idea repentina, un negocio urgente... Vamos, que no encuentro la concordancia... Lo que sí tengo bien clavado en la memoria es que en mi casa hay muchos cuadros, y el Massaccio, el famoso Massaccio, por el cual me ofrecían los ingleses quinientas libras, y no lo quise dar... A ver si ustedes ayudan mi memoria. ¿Salí yo porque me llamasteis para comprarme la galería que fue de aquel punto...
tampoco me acuerdo..., del papá de doña Augusta? ¿O salí porque me dio una idea sui generis, y me eché a correr sin saber lo que hacía?".

- Vete a tu casa... Váyase, Sr. D. Francisco - le dijo Vallejo, que con el susto iba recobrando el uso corriente de sus facultades mentales -. Allá estarán con cuidado.

Los otros fueron de la misma opinión, y apoyaron las razones de Vallejo, que ya quería ver su establecimiento libre de tal estorbo.

"Mi casa está muy lejos - dijo Torquemada con honda tristeza, atormentado nuevamente por agudos dolores -. No respondo yo de llegar hasta allá, ni de que no me muera por el camino. ¿Cómo me llevan?, ¿en camilla? ¡Ah!, tenéis razón: en mi coche. Ya no me acordaba de que gasto coche... ¡Vaya una gracia! Ahora mismito creía yo que vivía en la calle de la Leche, que era pobre, vamos al decir, y que no me había casado todavía con las Águilas pamplinosas. ¿Pues sabéis lo que os digo? Si me llevan, que sea a la casa de mi hija Rufina, que me quiere como a las niñas de sus ojos. Aunque, si he de seros franco, empiezo a barruntar que también me quiere Cruz, y que el presbítero... de ese nombre sí que no me acuerdo... me asegura la salvación del alma, siempre y cuando yo le dé cuenta y razón bien clara de todos los pecados que figuran en el Debe de mi conciencia, los cuales yo aseguro a ustedes que no son muchos, y si quieren que me confiese, ahora mismo lo desembucho todo..., que hoy parece día de desembuchar... ¿Con que a mi casa? Mi casa es muy grande. La estoy viendo como si hubiera salido de ella hace un minuto. Aunque vosotros sostengáis la tesis contraria, yo digo y repito que tengo una calentura lo menos de ochenta grados, que también la calentura se cuenta por grados, como el calórico de los termómetros... Yo estoy muy agradecido a vuestra fina hospitalidad, y deploro con toda mi alma que me hubiera hecho daño el menú, vulgo comida, lo cual que ha sido una tracamundana de mi estómago, pues si este se hubiera portado decentemente, a estas horas ya lo tenía yo todo más digerido que la primera papilla. Pero, en fin, otra vez será, pues para mí es un hecho incontrovertible que he de ponerme como un reloj. A este señor estómago lo meto yo en cintura pronto, y si no quiere por la buena, por la mala. El escandaloso en grado sumo que por los caprichitos de un hi de tal de estómago, esté un individuo desatendiendo sus intereses, sin poder asistir a la Cámara, donde hay tanto, tanto que ventilar, y privándose de la comida..., aunque, si me permitís manifestaros todo lo que pienso, os diré que como este órgano mío persevere en su campaña demoledora, yo lo arreglaré por el procedimiento de gobierno más sencillo y eficaz... ¿Qué creen ustedes que haré? Pues no comer. Así como suena, no comer. ¿Qué quiere ese trasto? ¿Que yo le eche comida para devolvérmela? Pues le corto la ración, vamos, que le limpio el comedero. De una plumada echo abajo todo el presupuesto de almuerzos y comidas. Verán ustedes cómo entonces se rinde, y me pide perdón, y me pide substancia. Pero no se la doy, no. No se rían. Cuando se quiere hacer una cosa, se hace. ¡Viva la sacratísima fuerza de voluntad! Cuando uno se propone no comer, no come, y yo juro y prometo que no vuelvo a comer en mi vida".

Celebraron todos la gracia, y puesta de nuevo sobre el tapete, o sobre la sucia tabla de la tabernaria mesa, la cuestión de si debía marcharse y a dónde, dijo el atribulado Marqués que le llevaran a donde quisieran, añadiendo que no podía moverse, que sus piernas se habían vuelto de algodón, y que la caja del cuerpo le pesaba como un baúl mundo lleno de piedras. Por fin, Matías y Carando le condujeron casi en vilo al coche, que arrimó a la misma puerta, y con no poca dificultad le metieron dentro, a puñados, despidiéndole todos muy corteses, y alegrándose mucho de que semejante calamidad se les hubiera quitado de encima.

Pues digo: ¡el escándalo que se armó en el palacio de Gravelinas cuando llegó el coche, y vieron el portero y otros criados al señor, tumbado como cuerpo muerto, cerrados los ojos, y echando espumarajos y hondos bramidos de su contraída boca! Inquietud muy grande había en la casa, así por lo extraño de la salida, como por la tardanza del señor Marqués. Cruz y los amigos que acudieron allá temían una desgracia. Confirmó sus temores la llegada del coche, y el lastimoso estado en que el enfermo venía. Pero sólo se pensó en sacarle del vehículo y meterle en su cama. Cuatro fámulos de los más robustos se encargaron de tan difícil operación, transportándole por galerías, escaleras y antesalas hasta la alcoba. Había perdido el sentido y no movía ni un dedo el pobre señor. Cruz mandó al instante en busca de médicos, y se acudió sin tardanza a los remedios caseros y elementales para devolverle el conocimiento, y despertar la vida, si es que alguna quedaba en aquel mísero cuerpo inerte.
Cuando arrojaron el pesado fardo sobre la cama, rebotó el colchón de muelles, como si quisiera lanzarlo fuera.

Entró jadeante Quevedo, y le examinó al punto. Antes le había examinado Donoso, que por suerte se hallaba en la casa cuando llegó el coche; pero no pudo determinar el verdadero estado de su infeliz amigo.

"Paréceme que no está muerto" - dijo Donoso al médico, temiendo una respuesta que quitara toda esperanza.

- Muerto no... pero de esta no sale.

Fin de la Segunda Parte

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